Apéndice II
Noche en el monte (1)
Como quien, ensimismado
se desliza a caballo en un monte bajo la trabazón de las copas y, de pronto,
halla el claro de un abra y sigue por ella y cruza y vuelve a hundirse en otro
túnel de ramas, así la luna, absorta y sin tener nada que ver con nada se
dirigía hacia su destino, mostrándose en las picadas que ofrecían de pronto las
nubes para perderse en seguida dentro de la oscuridad para tornar a aparecer
para tornar a sumergirse por lo más espeso y negro.
Tan abismado y tan solo,
a todo indiferente, el jinete surgió de entre los sauces, espoleó apenas la
vacilación de su caballo, atravesó haciendo añicos el resplandeciente plateado
del cañadón y, un momento después, era ocultado por los primeros densos follajes
que, en una sorda dispersión de revolidos y zafaduras, se despertaron hasta las
copas, a su presencia, se estremecieron tras él, aun, y volvieron a quedar
suspensos, con un último rumor de ramillas quebradas.
Surgieron, estrechados
cada vez más, gruesos troncos de quebrachos, apareció el enhiesto canelón e
hiciéronse presentes, impávidos, viraroes y lapachos, con erizamiento de
coronillas, con ñandubays en torsión; y su peligro tendía el cipó, ya
culebreando al ras del suelo ya elevándose para anudar ramas o soportar la
maraña de pesados festones en tánganos del burucuyá atravesados en la urdimbre
de la uña del gato. Sin embargo, a pesar del enredo y de la cada vez más baja
oscuridad, no necesitaba orientar la ruta el emponchado. Le concedía poner su
pensamiento allá muy lejos el infalible instinto de su cabalgadura. Como si
esta comprendiera que existía tanta prisa, cuando se vio obligada a dejar el
trote había alargado sus pasos entre las sombras; por lo cual, así, sacando aun
más arriba, con más lentitud y, por eso, con más seguridad sus manos, ella tal
vez conducía más a quien exponía a las emanaciones frescas y húmedas toda la
frente, ahora, por haberse echado el sombrero a la nuca desde que, al coronar en
la noche la última cuchilla, se le había presentado de golpe la franja todavía
más oscura del monte sin fin, con los jaspeos del cañadón, rumoroso, delante. Tiesas
las orejas, que hacían frente igual que con resorte al menor susurro, apoyando
la mirada en la estrecha senda sinuosa apenas ostensible cuyo trazo mantienen
los ganados chúcaros provenientes de potriles interior a la búsqueda de la
frescura del agua, prestos los músculos a lanzarlo de un bote cuando esos momentos
en que, de manos a boca, se abre con avieso propósito una zanja y la escarpa
opuesta se distingue o no se distingue bajo la techumbre de tan compactas
ramas; contorneando matorrales o, a veces, aislada aparición indefinible,
envuelta en nubes de flores de pajarito o del clavel del aire, y de herrumbre
de esos musgos trepadores sin tregua, helados al rozar la cara y de viscosos
tallos, ahora, semejantes a imprevisto contacto de culebra cuando es a lo ciego
que se tocan; así, de esta manera, el flete desembocó en el suelo afelpado del
casi círculo de un pequeño valle defendido por el contorno de copas altas,
levemente metálicas en sus cimas, y de troncazos que no se dejaban ver.
Entonces, por su cuenta,
nuestro caballo cambió el paso. Y evidentemente ansioso por sumergirse de nuevo
en la espesura y llegar bien pronto a su meta, con amplio cabeceo exigió
libertad a las riendas e inició trote veloz sobre la muelle superficie a la vez
que atravesaba la acentuación de un fresco, mientras que las patas traseras,
más abiertas y tensas de lo habitual momentos antes para asegurarse base entre
los riesgos, se estrecharon hasta su natural, ahora, e iban a posar confiadas
sus cascos otra vez justo en el sitio hollado por las manos, sobre la raya,
invisible cada vez más, y recta, casi, del sendero que se hizo de golpe cinta
opaca al entreabrir la luna un nubarrón denso y despertar brillos de vidrio,
fulgor frío al gramillal empapado de sereno, mientras, a la diestra, emergieron
de lo negro otra vez troncos de guayacanes y guayabos, con algún sauce ya. del
agua, o sarandí, y, por la izquierda, como empujándose, chatas sombras de copas
desparejas avanzaron un trecho y se volcaron sumisas sobre el pasto. No fue un
zarzal, no fue un quebracho como fierro, no, lo que clavó en el suelo la sombra
ecuestre cuando (en el momento preciso en que el bruto iba por propio arbitrio
a atemperar la marcha porque el bosque se presentaba otra vez barrera) el
jinete, de súbito, diose contra el pecho el puño de las riendas. Lo que hubo
fue que se oyó un ¡Alto! surgido entre el mugrón del límite del valle a punto
de ser traspuesto.
-¡Don Juan, soy! ¡Monte, y me sigue!
No hay comentarios:
Publicar un comentario