lunes

ALBERT HOFMANN - LSD: CÓMO DESCUBRÍ EL ÁCIDO Y QUÉ PASÓ DESPUÉS EN EL MUNDO (74)

 

 Experimentos con psilocybina (2 / 1)          

 

Ya era después de medianoche cuando nos sentamos a la mesa que había puesto la señora de Jünger en el piso de arriba. Celebramos el regreso con una excelente cena y música de Mozart. La charla sobre nuestras experiencias duró hasta la madrugada…

 

En 1970 se publicó el libro Annäherungen, Drogen und Rausch (“Acercamientos, drogas y embriaguez”) de Ernst Jünger en el Editorial Ernst Klett de Sttutgart. En su capítulo “Un simposio con setas”, Jünger describió sus experiencias de aquella noche. He aquí un extracto:

 

Como de costumbre, transcurrió media hora o un poco más de silencio. Luego se presentaron los primeros síntomas: las flores en la mesa comenzaron a relumbrar y a desprender relámpagos. Había terminado la jornada; afuera se estaba barriendo la calle, como todos los fines de semana. El barrido penetraba lacerante en el silencio. Este rascar y barrer, a veces también un arañar, alborotar y martillar, tiene motivos casuales y es a la vez sintomático como uno de los signos que anuncian una enfermedad. También tiene siempre un papel en la historia de los exorcismos…

 

Ahora comenzó a actuar la seta; el ramo primaveral brillaba más intensamente, esa no era una luz natural. En los rincones se movían sombras, como si buscaran una forma. Me sentí oprimido y tuve frío, pese al calor que irradiaban los azulejos. Me acosté en el sofá y me eché la manta sobre la cara. Todo era piel y era tocado, también la retina: allí el contacto se convertía en luz. Esta luz era polícroma; se ordenaba en cordeles que se balanceaban suavemente, y en hilos de abalorios de entradas orientales. Forman puertas, como las que se atraviesan en los sueños, cortinas de la lujuria y el peligro. El viento las mueve como un vestido. También se caen de los cintos de las bailarinas, se abren y se cierran al compás de sus caderas, y de las perlas manan tonos sutilísimos hacia los sentidos aguzados. El tintineo de los aros de plata en los grillos y muñecas es ya demasiado fuerte. Hay olor a transpiración, a sangre, a tabaco, a orines cortadas, a aceite de rosas barato. Quién sabe qué estarán haciendo en los corrales.

 

Debió de haber sido un enorme palacio mauritano, un lugar malo. Con este salón de baile se conectaban cuartos laterales, series de habitaciones que llegan hasta el subsuelo. Y por todas partes las cortinas con su centelleo, su relumbrar… brillo radiactivo. El goteo de instrumentos de vidrio con su seducción, su requiebro sensual: “¿Quieres, niño majo, venir conmigo?”. Ya terminaba, ya recomenzaba, más confianzudo, insistente, casi seguro de la aprobación.

 

Ahora venían cosas modeladas: collages históricos, la voz humana, el cantar del cucú. ¿Era la puta de Santa Lucía, la que colgaba sus pechos por la ventana? Luego la paga había desaparecido como por arte de birlibirloque. Salomé danzaba; el collar de ámbar chisporroteaba y al balancearse erguía los pezones. ¿Hay algo que no se haga por su Juan? Maldito sea, eso era una obscenidad que no provenía de mí; había atravesado la cortina.

 

Las serpientes estaban llenas de heces, apenas vivas reptaban perezosas por los felpudos. Estaban tachonadas de añicos de brillante. Otras asomaban del cielorraso con ojos rojos y verdes. Todo rielaba y chispeaba como minúsculas hoces filosas. Luego el silencio, y una nueva oferta, más impertinente. Me tenían en sus manos. “Entonces nos comprendíamos de inmediato.”

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