Experimentos con psilocybina (2 / 1)
Ya era después de medianoche cuando nos sentamos a la mesa que había puesto
la señora de Jünger en el piso de arriba. Celebramos el regreso con una
excelente cena y música de Mozart. La charla sobre nuestras experiencias duró hasta
la madrugada…
En 1970 se publicó el libro Annäherungen, Drogen und Rausch (“Acercamientos,
drogas y embriaguez”) de Ernst Jünger en el Editorial Ernst Klett de Sttutgart.
En su capítulo “Un simposio con setas”, Jünger describió sus experiencias de
aquella noche. He aquí un extracto:
Como de costumbre, transcurrió media hora o un poco más
de silencio. Luego se presentaron los primeros síntomas: las flores en la mesa
comenzaron a relumbrar y a desprender relámpagos. Había terminado la jornada;
afuera se estaba barriendo la calle, como todos los fines de semana. El barrido
penetraba lacerante en el silencio. Este rascar y barrer, a veces también un
arañar, alborotar y martillar, tiene motivos casuales y es a la vez sintomático
como uno de los signos que anuncian una enfermedad. También tiene siempre un
papel en la historia de los exorcismos…
Ahora comenzó a actuar la seta; el ramo primaveral
brillaba más intensamente, esa no era una luz natural. En los rincones se
movían sombras, como si buscaran una forma. Me sentí oprimido y tuve frío, pese
al calor que irradiaban los azulejos. Me acosté en el sofá y me eché la manta
sobre la cara. Todo era piel y era tocado, también la retina: allí el contacto
se convertía en luz. Esta luz era polícroma; se ordenaba en cordeles que se
balanceaban suavemente, y en hilos de abalorios de entradas orientales. Forman
puertas, como las que se atraviesan en los sueños, cortinas de la lujuria y el
peligro. El viento las mueve como un vestido. También se caen de los cintos de
las bailarinas, se abren y se cierran al compás de sus caderas, y de las perlas
manan tonos sutilísimos hacia los sentidos aguzados. El tintineo de los aros de
plata en los grillos y muñecas es ya demasiado fuerte. Hay olor a
transpiración, a sangre, a tabaco, a orines cortadas, a aceite de rosas barato.
Quién sabe qué estarán haciendo en los corrales.
Debió de haber sido un enorme palacio mauritano, un lugar
malo. Con este salón de baile se conectaban cuartos laterales, series de
habitaciones que llegan hasta el subsuelo. Y por todas partes las cortinas con
su centelleo, su relumbrar… brillo radiactivo. El goteo de instrumentos de
vidrio con su seducción, su requiebro sensual: “¿Quieres, niño majo, venir
conmigo?”. Ya terminaba, ya recomenzaba, más confianzudo, insistente, casi
seguro de la aprobación.
Ahora venían cosas modeladas: collages históricos, la voz
humana, el cantar del cucú. ¿Era la puta de Santa Lucía, la que colgaba sus
pechos por la ventana? Luego la paga había desaparecido como por arte de
birlibirloque. Salomé danzaba; el collar de ámbar chisporroteaba y al
balancearse erguía los pezones. ¿Hay algo que no se haga por su Juan? Maldito
sea, eso era una obscenidad que no provenía de mí; había atravesado la cortina.
Las serpientes estaban llenas de heces, apenas vivas reptaban perezosas por los felpudos. Estaban tachonadas de añicos de brillante. Otras asomaban del cielorraso con ojos rojos y verdes. Todo rielaba y chispeaba como minúsculas hoces filosas. Luego el silencio, y una nueva oferta, más impertinente. Me tenían en sus manos. “Entonces nos comprendíamos de inmediato.”
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