por Juan Aguzzi
El actor y director, una
de las figuras más icónicas del cine, fue asediado por las agencias de
seguridad norteamericanas durante su estadía en ese país. Su denuncia de la
explotación capitalista en sus films lo llevaron crear un vagabundo que es la
imagen más cabal de la dignidad ante la opresión
En octubre de 1952, en la
cubierta del Queen Elizabeth, un transatlántico que cruzaba el océano rumbo a
Europa, el actor y director Charles Chaplin fijaba su mirada en la ciudad de
Nueva York que iba haciéndose minúscula casi como en un fundido velado en el
que en cualquier momento desaparecería.
Chaplin iba a París a
presentar su última película, Mounsieur Verdoux (1947), el film que lo corre de
los argumentos habituales para abordar una comedia negra con ritmo de thriller
basada en una historia de Orson Welles. Durante la travesía, en un intercambio
de telegramas con otros productores, Chaplin se desayunó con que el gobierno de
Estados Unidos solo le permitiría regresar al país si se sometía a una
investigación de inmigración sobre su carácter moral y político y sus
afinidades con organizaciones que en ese momento estaban siendo asediadas tras
la ofensiva del macartismo sobre el mundo de cine y el teatro, ante el
desmesurado temor de que los comunistas comenzaran a salir de cualquier plato
de sopa.
A Chaplin, que ya había
sufrido algunas embestidas que le impidieron contar con ciertos actores y
actrices, toda vez que la política interna conocida como macartismo era cada
vez más invasiva, le pareció demasiado y las lucecitas de los altos edificios
neoyorkinos parecieron parpadear un momento y él pensó que eso era casi una
despedida. No volvería a Estados Unidos a someterse a ese oprobio de ser
investigado porque además sabía que ya algunas agencias de inteligencia se
habían interesado en sus vínculos sociales y laborales. Y así fue, puesto que
no regresaría hasta 1972, cuando la Academia de Hollywood le otorgaría un Oscar
a su trayectoria.
La dignidad del vagabundo
El FBI (Oficina Federal
de Investigaciones), que actuaba como la policía política del país, investigó a
Chaplin por supuestas relaciones con miembros del Partido Comunista de los Estados
Unidos (CPUSA por sus siglas en inglés). El expediente de Charles Chaplin era
bastante abultado y estaba lleno de falsedades y calumnias, ninguna con peso
suficiente para impedirle trabajar, someterlo a interrogatorio o encarcelarlo.
Como la base del
macartismo era la delación, sin importar cómo surgiera, todo indica que el FBI
no encontró testigos para acusar a Chaplin de ser miembro del PC estadounidense
y ni siquiera que haya contribuido con fondos a su financiamiento. Sí era vox
populi que Chaplin tenía su corazoncito puesto a la izquierda de la pantalla.
En sus memorias, Buster
Keaton señala un encuentro con Chaplin en Los Ángeles. Keaton lo había invitado
a su casa para discutir un proyecto que los tendría a ambos como protagonistas
y sobre todo porque junto a los actores Douglas Fairbanks, Mary Pickford y el
realizador D.W. Griffith, Chaplin había armado la United Artists, una
productora que rompía con los cánones de las compañías de la industria ya que
sus miembros podían controlar todo lo que hacían sin someterse a censuras o
cortes finales no deseados.
Mientras bebían unas
cervezas en la cocina de la casa de Keaton, Chaplin, que estaba trabajando en
la magnífica The Kid (1921), en la que él mismo reconoce haber tomado pasajes
de su propia infancia, comenzó a hablar del comunismo como de un movimiento
político que iba a cambiar el mundo, sobre todo sus cada vez más pronunciadas
injusticias.
Luego habló del trabajo
esclavo de los niños en las hilanderías y fábricas de los alrededores de
Londres, donde había nacido, y señalaba que eso no podía seguir así, que los
niños debían tener un plato de comida asegurado sin tener que ganárselo y
también un techo donde descansar. Todo eso, sostenía, podía provenir del
comunismo.
En el mismo relato, Keaton
reconoce que luego de la quinta cerveza comenzaron a hablar de la Revolución
Rusa ocurrida cuatro años atrás y de cómo el capitalismo en Estados Unidos
producía alarmantes cifras de desempleo y de pobreza. Chaplin había llegado en
1918, en el fragor de una intensa lucha de clases con redadas que causaban
muertes de obreros, represiones a mansalva en las grandes huelgas de Seattle y
a los mineros del condado de Logan, en Virginia Occidental, donde se produjo
una verdadera batalla campal con cientos de trabajadores muertos y heridos.
Ya los films mudos de
Chaplin remiten de una forma elaborada a través del humor a las calamidades del
capitalismo; las figuras del vagabundo expulsado de una sociedad consumista,
los niños pobres, las mujeres objeto de los caprichos de los ricachones, las
madres hundidas en la pobreza que no pueden alimentar a sus hijos, todo apunta
a poner de relieve los desmanes de la escalada capitalista a inicios del siglo
XX.
Cuando le preguntaron a
Chaplin por su personaje, su icónico vagabundo, refirió sobre todo la dignidad
que lo envolvía. “Mi vagabundo está siempre a punto de ser destrozado por los
chacales, llámense empresarios u hombres de negocio o políticos inescrupulosos,
pero el siempre será un hombre digno como cualquiera que integre la clase
trabajadora, los pobres, que siempre tienen ingenio y dignidad, nadie puede
quitarles esos atributos, y por lo tanto, no será posible derrotarlos. El
individualismo es cada vez más feroz y así el hombre está cada vez más
dominado”.
¡Vaya utopía la de
Chaplin! y fue la misma que atravesó la mayoría de sus títulos y si bien un
siglo después los pobres y obreros han sido cien veces pisoteados, ningún
establishment ha podido todavía destruir su dignidad, no al menos en términos
masivos.
Un procomunista orgulloso
Evidentemente, Chaplin
estaba en la mira de las agencias de investigación. Dos años después de que se
estrenara El gran dictador (1940), su sátira sobre el fascismo que recorría
buena parte de Europa, el actor y director participó de un evento organizado
por el Frente de Artistas para Ganar la Guerra, como se llamó a una
organización que nucleaba a productores, directores y actores norteamericanos,
fuertemente apoyada por el PC y por sectores independientes.
Chaplin fue uno de los oradores
en un escenario montado en el Carnegie Hall y llamando camaradas a los
concurrentes dijo que no había que temer a los comunistas porque eran “gente
como nosotros, que ama la belleza y la vida. Dicen que el comunismo puede
extenderse por todo el mundo. Y yo digo, ¿y qué? No soy comunista, pero me
enorgullece decir que me siento bastante procomunista”. Ese extracto que cerró
su alocución sobre los desastres de la guerra en Europa puede leerse en los
archivos del Daily Worker del 19 de octubre de 1942.
Chaplin había quedado
impresionado con la posición de los comunistas contra el fascismo durante la
Guerra Civil española, y luego con la resistencia en el frente oriental ruso
contra la invasión nazi. Lejos todavía del demérito que sufriría el estalinismo
con sus purgas y progroms, en 1943, en una entrevista para una publicación
sobre trabajadores del arte, Chaplin dijo que la Unión Soviética era “un mundo
nuevo” y que le daba esperanzas al trabajador para que deje de ser explotado. Y
poéticamente expresó, casi con fe ciega, que esperaba que la URSS “se hiciera
cada vez más gloriosa”. Cuando se le repreguntó por su fervor y su apoyo a la
Unión Soviética, dijo que creía que sin el apoyo ruso, los aliados no hubieran
derrotado al nazismo.
Una filmografía imperecedera
Como se sabe, el film más
representativo sobre la visión que Chaplin tenía del capitalismo fue su excelsa
Tiempos Modernos (1936), donde desde el ingenioso artificio de la puesta en
escena muestra la brutal explotación obrera en las fábricas y describe la
pobreza de la clase trabajadora americana en los años 30 posterior al crack de
1929 y la estrepitosa caída de la bolsa de valores estadounidense con su rebote
mundial.
Ya antes, la miseria
había tenido su imagen en la mencionada The Kid y más tarde, filmada en el
exilio europeo, en la atrapante Un rey en Nueva York (1957), una sátira
realizada ya desde el exilio, en Inglaterra, parodia la ideología capitalista
con su inimitable sello, una comedia donde no se priva de ventilar el lado más
oscuro de las administraciones estadounidenses –que había sufrido en carne
propia– en la figura de un rey destronado al que confunden con un comunista.
Y, claro, El gran
dictador, donde más allá de su expresa denuncia del fascismo, resulta notable
que la película fue hecha cuando todavía Estados Unidos no había entrado en
guerra y las grandes corporaciones norteamericanas simpatizaban y negociaban
con el nazismo en boga.
Era entonces coherente
que Chaplin admirara la lucha que había dado el pueblo soviético contra lo que
él ponía en evidencia en sus películas y aunque no hubiese integrado nunca las
filas del comunismo en cualquiera de sus representaciones geográficas, algo del
espíritu marxista había calado hondo en sus venas y sus obras fueron un
arquetipo de su postura como artista y hombre político que encontró el modo de
expresarse a través de imágenes inconfundibles e imperecederas. Para los films
de Charles Chaplin, el tiempo no pasa.
(EL CIUDADANO / 28-10-2021)
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