por Rafael Narbona
No se debería
esperar a que un escritor adquiriera la condición de difunto para atribuirle la
condición de clásico. Entre los autores vivos que sobrevivirán a la estricta
criba del tiempo, yo incluiría a Antonio Muñoz Molina, una pluma tranquila, elegante y
reflexiva. Hace casi un año, me concedió una entrevista y, lejos de limitarse a
contestar por escrito a un cuestionario, me invitó a su casa, situada cerca del
Retiro. Si la memoria no me falla, los adornos navideños ya empezaban a
despuntar en Madrid, anunciando el frenesí de color y consumo de unas fiestas
que siempre han despertado mi nostalgia. Creo que todos los que cometemos el
temerario acto de escribir, miramos hacia atrás con añoranza, conscientes de
que las palabras son las únicas que pueden ayudarnos a recobrar los paisajes de
nuestros primeros años, cuando todo parecía recién creado por un demiurgo
compasivo.
Muñoz Molina y yo pertenecemos a la misma generación. Solo nos separan siete años. Hemos crecido en la misma España, pero nuestros orígenes son diferentes. Yo nací y crecí en el barrio de Argüelles. Fui un niño de ciudad. Más exactamente, un niño del centro de Madrid. Casi nunca jugué en la calle. Solo pasaba unas pocas horas en el Parque del Oeste bajo la atenta vigilancia de mi madre. El resto del tiempo vivía recluido en un piso. Mi cuarto era mi reino y, si he de ser sincero, me sentía más cómodo entre sus cuatro paredes que en el exterior, pues allí tenía todo lo que amaba: tebeos, coches, muñecos, una radio, mi perro. Sin embargo, ahora no soporto los espacios pequeños. Vivo en un pueblo y cada mañana celebro poder contemplar el campo desde la ventana, disfrutando de un paisaje típicamente castellano: campos de trigo y cebada, unos cuantos almendros, milanos y cernícalos volando en un cielo alto y sin nubes, de un azul casi doloroso por su luminosidad. Antonio Muñoz Molina creció en Úbeda, un pueblo con encinas, alcornoques, una dehesa, calles estrechas de fachadas encaladas y un centro histórico con palacios e iglesias de estilo renacentista salpicado de elementos musulmanes, góticos y barrocos. Los contrastes entre dos vidas nos revelan que el ser humano es una criatura fronteriza, siempre de paso hacia escenarios desconocidos.
De joven, cuando leía las novelas de Muñoz Molina, no pensaba en su
infancia. Para mí, solo era un autor que publicaba libros y artículos, y, que
de vez en cuando, aparecía en la televisión, eludiendo los gestos teatrales de
otros escritores aficionados a llamar la atención con extravagancias de dudoso
gusto. Al acercarme a la vejez, sí empecé a preguntarme cómo habría sido su
niñez, pues creo que en esa etapa se forja el carácter y ahí se hallan las
claves de una obra. Escribir quizás solo es una forma de prolongar la
niñez, intentando corregirla, reinventarla, transformarla, adornarla,
revivirla. ¿Cómo habría sido la infancia de Muñoz Molina en Úbeda? Presumía que
se habría pasado la mayor parte del tiempo en la calle, jugando con otros
niños, disfrutando del aire libre, no confinado en un cuarto que mantenía el
mundo a raya. Y, de vez en cuando, quizás trabajaba en el huerto familiar,
observando el campo y aprendiendo esos nombres de plantas y animales que los
niños de ciudad desconocemos, lo cual no impide que nos burlemos del mundo
rural, como si fuera un espacio de incultura y barbarie. La oportunidad
de hablar con Muñoz Molina me brindaba la posibilidad de conocer mejor el mundo
donde se había gestado su literatura, una síntesis de melancolía y belleza,
humanismo y perspicacia, sentido común y delicadeza.
Cuando llamé a la puerta, escuché el ladrido de un perro, lo cual me
regocijó. No es un secreto que el escritor siente un gran aprecio por los
animales, pero comprobarlo escuchando unos ladridos diminutos me hizo sentir
que me hallaba a punto de traspasar el umbral de un lugar amigable y cordial.
Muñoz Molina abrió la puerta y, por desgracia, solo pudimos saludarnos a cierta
distancia, pues la covid-19, una calamidad que aún sigue causando estragos, nos
impidió estrecharnos la mano. El perro era un yorkshire terrier simpático y
algo despeinado. Husmeó mis pantalones, atraído por olor de mis por entonces
seis perros. Aún no había muerto Olivia, un podenco de casi dieciséis años cuya
vida se extinguiría un mes más tarde, rompiéndome el corazón, como ya había
sucedido otras veces, pues –¡ay!- he perdido a lo largo de mi vida diez perros,
casi todos seres desdichados, víctimas del abandono y el maltrato.
Desde el fondo del pasillo, me saludó Elvira Lindo. No pude evitar pensar en Manolito Gafotas, que siempre me ha
recordado a Celia, el personaje de Elena Fortún. Ambos nos proporcionan un relato
entrañable, tierno y divertido de su época y han hecho felices a muchos niños y
adultos. He hablado con muchas personas que me han jurado por todo lo humano y
divino que habían conocido al Manolito real, que habían jugado con él, que
habían corrido a su lado por Carabanchel, Moratalaz, Vicálvaro. Que era tal
como lo retrataban las novelas, pero al parecer Manolito es… Elvira Lindo. O
eso me aclaró Muñoz Molina. Imagino que ciertos personajes como Tintín, Corto Maltés, Celia, Sherlock Holmes o el capitán Trueno, penetran de tal
forma en el imaginario colectivo que acaban adquiriendo el espesor ontológico
de un ser real y muchos llegan a olvidar su condición de criaturas imaginarias.
Este proceso es lo que caracteriza a los mitos y, lejos de ser una desgracia,
constituye un milagro. Un milagro que evidencia que un escritor no se
limita a contar cuentos. Cuando su pluma fluye con talento, amplia y modifica
la realidad, como un pequeño demiurgo que completa el trabajo de los dioses
mayores, artífices del universo.
Después de atravesar el vestíbulo, vislumbré una estantería. Un perro e
hileras de libros. Definitivamente, había llegado a un territorio afín, con los
mismos lares que custodian e iluminan mi rutina. Pensé que un piso en un lugar
céntrico de Madrid sería muy ruidoso, pero la doble ventana había logrado que
imperara un silencio claustral. Nos sentamos en un sofá y, quizás a modo de
preámbulo, hablamos de nuestra predisposición a la melancolía. Los dos hemos
recurrido a los antidepresivos sin muchos resultados. La tristeza es el mal de
nuestro tiempo. Quizás nos cuesta admitir que la vida es imperfecta e
insuficiente. No conozco qué ha llevado a Muñoz Molina a esas aguas, donde
tantos se ahogan –yo bajé hasta el fondo y logré salir a flote de milagro–, pero
sí creo que el afecto y la humanidad ayudan a nadar hasta la orilla, dejando
atrás la desesperanza y la angustia.
Muñoz Molina derrocha humanidad y cortesía. Se nota que es una buena
persona. Desgraciadamente, en la república de las letras existe una
incomprensible fascinación por la maldad. Se elogia a figuras como César González Ruano y Agustín de Foxá, destacando su
temperamento artero y mezquino. Es lo que yo llamo el "síndrome Addsison
DeWitt", el corrupto y despiadado crítico teatral interpretado por George
Sanders en Eva al desnudo, la genial comedia de 1950 dirigida por
Joseph L. Mankiewicz. Addsison DeWitt repele, pero también seduce y atrae con
su ingenio chispeante y su cinismo de cortesano aficionado a las intrigas.
Sucede lo mismo con escritores como Céline o Drieu La Rochelle. Por el contrario, se desprecia a los autores
que han adoptado una perspectiva compasiva, humanista y solidaria, olvidando
que esos rasgos suelen circular por las grandes obras, como es el caso del Quijote, Guerra
y paz, Misericordia, de Galdós, El idiota,
de Dostoievski, los cuentos de Chéjov o las novelas
de Faulkner y Onetti, donde se mira de frente al mal y se deja constancia del dolor que
inflige en los más débiles y desamparados. Incluso en novelas que se consideran
perversas, como Lolita, de Nabokov, se destaca la vulnerabilidad del ser humano, su indefensión en
determinadas situaciones y las consecuencias nefastas de cosificar al
otro. No reivindico la moralina, pero sí una mirada limpia, generosa,
lúcida y sensata, como apreciamos en Antonio Machado, Gabriel Miró o Antonio
Muñoz Molina.
Comenzar hablando de la melancolía propició un clima cercano y amistoso,
muy alejado de una entrevista fría e impersonal. Sumidos en la penumbra de una
mañana con un cielo lechoso y con nubes que pasaban lentamente por encima de
las azoteas como gigantescos bloques de hielo a la deriva, abordamos el por
entonces último libro de Muñoz Molina, El miedo de los niños,
basado en una leyenda popular, según la cual unos misteriosos coches
secuestraban a los niños para extraerles sangre y venderla en hospitales de
tuberculosos ricos que se recuperaban en la Sierra de Cazorla o Sierra Mágina.
Lo que iba a ser inicialmente un relato se había convertido en una novela
breve, un formato no muy popular, pero que siempre ha atraído a Muñoz Molina,
quizás porque esa clase de obras exigen precisión y no transigen con la
retórica.
Dado que su novela breve se basaba en un cuento infantil, le pregunté si
era uno de esos escritores enamorados de su infancia. “Yo fui muy feliz cuando
era niño”, contestó. “La vida se me torció con la adolescencia, una
etapa que me costó mucho superar. Necesité casi treinta años para lograrlo.
En cambio, de niño fui muy dichoso con mis padres, mis abuelos, mis tíos, con
la vida en la calle. Eso era un paraíso. No para los adultos tal vez, pero sí
para los niños, que tienen la capacidad de fundar el paraíso allí donde van”.
Muñoz Molina me contó que jugaba a las canicas y que uno de sus primos,
afectado por la polio y con una de esas botas ortopédicas pesadas y
antiestéticas, poseía una puntería y una fuerza extraordinarias, gracias a las
cuales carecía de rival. Además de las canicas, Muñoz Molina intercambiaba
tebeos y corría con otros niños, participando en todos los juegos de la época,
pero me reconoció que le gustaba estar solo. En su casa o en la huerta
de su padre, perdido en sus ensoñaciones. En ese sentido, nos parecemos. Yo
no tenía huerta familiar, pero agradecía la soledad, que me permitía
extraviarme en quimeras.
Muñoz Molina reconoció que prefería al Capitán Trueno al Jabato y que estaba enamorado de Sigrid, la reina de Thule y “la primera
sueca de nuestras vidas”. También leía Pulgarcito y otros
tebeos de entonces, cuando los quioscos se hallaban saturados de publicaciones
infantiles. Como no tenía dinero, leía a salto de mata, aprovechando cualquier
oportunidad. Ya de adulto, siguió leyendo tebeos y novela gráfica, un género
que le parece muy cercano a la poesía. Le pregunté por Tintín y me contestó que
lo descubrió a través de sus hijos, pues en su círculo familiar no había dinero
para comprar esos álbumes tan caros. Las aventuras de Tintín se publicaban en
libros de pasta dura, no era un tebeo apaisado en papel barato, como los de
Roberto Alcázar y Pedrín. La primera vez que tuvo en sus manos un de los
álbumes de Hergé fue en casa de un niño cuyo padre era coronel y, mientras
examinaba sus páginas, experimentó la fascinación del que descubre un tesoro
insólito y casi inimaginable. Tintín le parece un personaje misterioso, con una
edad indefinida y un pasado hermético.
Hablando de la infancia, no quise pasar por alto el tema de la
enseñanza. Muñoz Molina conserva un entrañable recuerdo de su paso por
la escuela. Allí un maestro se fijó en sus capacidades y animó a su padre a que
le permitiera continuar con sus estudios. El escritor ha conservado la
relación con ese maestro, que ahora es su amigo. Su experiencia en el colegio
de salesianos donde cursó el bachillerato no fue tan positiva. Los curas no
trataban del mismo modo a los alumnos de familias pudientes que a los que
procedían de otras más humildes. En esa época, se abusaba de la autoridad y se
trataba con desdén a las personas situadas en los escalones más bajos del
espectro social. Muñoz Molina recuerda la dignidad de su padre y sus abuelos,
con un gran conocimiento de las cosas del campo y muy respetadas en su entorno.
En cambio, cuando acudían al ayuntamiento, el respeto se convertía en
menosprecio. La España franquista era una sociedad perezosa, arbitraria,
mediocre y clasista, donde el clero ejercía un asfixiante control
ideológico.
El colegio de salesianos acercó a Muñoz Molina a posiciones anticlericales,
pero no despertó su hostilidad hacia la experiencia religiosa. Aunque se declara
ateo, lee con placer a Thomas Merton y la Biblia del Oso. Admite que le fascina
el Evangelio. El episodio de la adúltera a la que Jesús salva de ser lapida le
parece conmovedor. No le cuesta trabajo reconocer que el cristianismo introdujo
una nueva sensibilidad en el mundo antiguo. No le parece menos interesante la
perspectiva ética del budismo. Y, en cualquier caso, prefiere las religiones
organizadas, con su liturgia y sus valores éticos, a la idolatría hacia figuras
como Maradona o Steve Jobs. Volvimos al tema de la enseñanza –yo he sido
profesor de filosofía de instituto durante más de dos décadas- y los dos coincidimos
en que los centros educativos deben ser escuelas de ciudadanía. No hay que
adoctrinar, pero sí promover los valores democráticos, exaltando la libertad,
la igualdad, la tolerancia y el respeto a la diferencia. La educación necesita
una reforma, pero no se debe limitar a gestos como facilitar ordenadores
portátiles a todos los niños. Durante una visita a la NASA, Muñoz
Molina comprobó que en todos los despachos continuaban existiendo las pizarras convencionales.
A los prestigiosos investigadores que trabajaban allí la tiza aún les parecía
una herramienta irrenunciable y, probablemente, no se equivocaban.
Según Muñoz Molina, la escuela debe enseñar a las personas a descubrir
sus capacidades para así desarrollar su conciencia estética y narrativa. Eso
solo se logra acercando a los alumnos a la belleza y el pensamiento. Le
pregunté qué ha representado para él aprender inglés. “Me abrió un mundo”. Su
padre le compró un Diccionario Sopena de inglés-español cuando el idioma que se
estudiaba en los colegios aún era el francés. Poco después, compró un
tocadiscos a un vendedor a domicilio, pagándolo a plazos. Allí escuchó por
primera vez Muñoz Molina la palabra 'London'. Años más tarde, vivir en Nueva
York y Virginia amplió su perspectiva. En Estados Unidos, no era una figura
pública. Tenía que empezar las conversaciones, explicando a qué se dedicaba.
Además, la cultura estadounidense tiene una imagen muy diferente de la figura
del escritor.
Le pregunté si seguía escuchando a los Beatles y si le parecía justo
situar la música popular por debajo de la clásica, como si fuera algo inferior
y menos valioso. Me contestó que continuaba disfrutando con los Beatles y
señaló con lucidez que los músicos no tienen los prejuicios de muchos críticos
y profesores. Citó el caso de Ravel, que insistió en conocer Harlem cuando
visitó Nueva York, lo cual sorprendió a sus anfitriones, muy despectivos con la
música popular. Hablamos de Charlie Parker y Billie Holiday. Muñoz Molina se
indigna con la visión romántica del alcohol y las drogas. En el caso de “Bird”
y “Lady Day”, que murió esposada a la cama porque se hallaba bajo custodia
policial, sus adicciones se hallaban vinculadas a sus turbulentas biografías,
marcadas por la segregación, la pobreza y la vulnerabilidad. Se olvida que Duke
Ellington accedía a las salas de conciertos de los hoteles de lujo por las
cocinas por ser negro, pese a ser la estrella que convocaba a infinidad de
clientes para escucharle al piano. La fascinación por lo maldito y
autodestructivo suele ignorar que John Cheever recobró su creatividad cuando
superó su alcoholismo y que las últimas novelas de Faulkner reflejan su
decadencia física y mental, causada por el abuso del whisky.
Finalizamos la conversación hablando de Onetti, al que Muñoz Molina admira y considera un maestro, y del que sería su próximo libro, Volver a dónde, una especie de dietario sobre la epidemia de la covid-19. Nos despedimos cordialmente, sin poder estrecharnos la mano, pero sonrientes y relajados. Creo que los dos pasamos un buen rato. He tardado casi un año en trasladar al papel este encuentro. Grabado en vídeo, puede seguirse en Youtube. Desgraciadamente, la calidad de la grabación es deficiente, pues no disponía de un equipo profesional. No me cabe ninguna duda de que la posteridad reconocerá a Muñoz Molina como un clásico. Durante años, leí la página que escribía para El País Semanal todos los domingos. Disfrutaba con su prosa, con momentos de gran lirismo, y aplaudía sus razonamientos, inspirados por el amor a la vida, a la belleza y a sus semejantes. Cuando se interrumpieron sus colaboraciones, experimenté un doloroso sentimiento de orfandad. Muñoz Molina es un humanista, un gran narrador, un hombre ético. Aún no he leído Volver a dónde, pero lo abordaré dentro de poco y sé que me ayudará a comprender mejor estos últimos años, cuando la inesperada aparición de un virus nos ha recordado la fragilidad del ser humano y la necesidad de hallar un sentido a la existencia para soportar los golpes de la adversidad.
(EL CULTURAL / 19-10-2021)
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