Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la
Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el
apoyo de la Universidad de Poitiers.
LAS DOS CARAS DE LA TRANSGRESIÓN
I RITUALES Y SOCIEDAD (4)
Como podemos apreciar,
hasta 1959, fecha de la publicación de Para una tumba sin nombre, la
muerte ha sido objeto de una observación particularmente aguda en todas las
obras de Juan Carlos Onetti. Cada muerte interesa, por encubrir un misterio y
una ambigüedad propias. Esto queda confirmado en el texto más entrañable al
respecto, Para una tumba sin nombre, que describe con crueldad e ironía
la ciega sujeción de los notables de Santa María a unos ritos inmutables y
absurdos. Es así como asistirán, sobrecogidos, al extravagante entierro de
Rita, a ese extraño ritual fúnebre impuesto por el joven Malabia, donde todo
parece atentar contra sus costumbres y prejuicios: la carroza comparable con un
arado y los caballos con mulas, la luz del solidificada en una nube de polvo y
sobre todo la teatral aparición de la pareja formada por Jorge y el chivo. Todo
esto es más de lo que puede soportar el conformismo de los notables:
Bamboleando su cúpula brillosa
y negra, el coche fúnebre trepaba la calle, despacio, arrastrado por una yunta
sin teñir. Vi la cruz retinta, la galera del cochero y su pequeña cabeza
ladeada, los caballos enanos, reacios, de color escandaloso, casi mulas tirando
de un arado. Luego, solidificada por el sol, trepando flojamente, parda y
dorada, la nube de polvo. Y en seguida después de su muerte, inmediatamente
después que la luz sin prisas volvió a ocupar la zona de tierra removida, los
vi a ellos, medí su enfermiza aproximación, vi las dos nubecillas que se
alzaban, renovadas, para ponerles fondo, independientes, sin unirse.
Entretanto, se me iba acercando la cara del cochero reclinado en el alto
asiento del fúnebre, su expresión de vejada paciencia. Eso, este entierro. Un coche
cargado con un muerto, como siempre. Pero detrás, a media cuadra, encogidos,
derrengados, resueltos, sin embargo, a llegar al cementerio aunque este quedara
dos leguas más lejos, el muchacho y el chivo, un poco rezagada la bestia,
conducida o apenas guiada por una gruesa cuerda, casi en tres patas, pero sin
negarse a caminar. Nada más, nadie: el último temblor del polvo asentándose, el
ardor manso de la luz en el camino (17).
Porque en el mundo petrificado
de las convenciones y la moral burguesa, toda innovación constituye un objeto
de escándalo. Por eso, el sentido profundo de esta muerte, así como el de toda
muerte, les será siempre ajeno. Pero pese a su singularidad -una singularidad
que desconocen precisamente los hábitos sociales- la muerte no deja de
representar, para otra clase de pensamiento, una especie de rito: ese “rito
misterioso” (17 bis) evocado ya en 1935 por El obstáculo, así como en
todas las obras posteriores. Un rito no mundano sino cósmico: el implacable
cumplimiento de una ley natural, el acontecimiento supremo del ciclo vital,
donde se revela la esencia misma de todo destino.
El ataque dirigido contra
los ritos sociales proseguirá en La novia robada, donde el narrador
subraya con vigor el contraste entre dos actitudes radicalmente opuestas: la
excentricidad de Moncha Insurralde y la impasibilidad de los notables de Santa
María, que oscila entre una reprobación sorda y una torpe y no menos
conformista complicidad. Los notables no intentarán, en efecto, apaciguar a la
joven vasca recurriendo a la ridícula evocación de un Vaticano estereotipado en
su afeminamiento o a un Ulises de pacotilla, a mitad de camino entre el mito y
la publicidad:
El Padre Bergner estaba en
Roma, siempre regresando de coloreadas tarjetas postales con el Vaticano al
fondo, siempre pasando de una cámara a otra, siempre diciendo adiós a cardenales,
obispos, sotanas de seda, una teoría infinita de efebos con ropas de monaguillos,
vinajeras, espirales veloces del humo del incienso.
Siempre estaba Marcos
Bergner volviendo con su yate de costas fabulosas, siempre atado al palo mayor
en las tormentas ineludibles y cada vez vencidas, cada día o noche jugando con
la rueda del timón, un poco borracho, acaso, la cara inolvidable entrando en el
regreso, en la sal y el iodo que le hacían crecer y enrojecían la barba como en
el final feliz de una marca inglesa de cigarrillos (18)
Notas
(17) Para una tumba
sin nombre, I, p. 13.
(17 bis) El obstáculo,
en Onetti, Tiempo de abrazar, p. 15.
(18) La novia robada, p. 15.
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