jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (158)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (27)

 

Fue más o menos al mediar la mañana que ocurrió lo fatal; una iniquidad más, sí, ¡pero la última! Bullicios apagados, que no alcanzaban a la altura de los yuyos, parecían obrar sobre la rutilación de los verdes del campo, cuando eso. Por el callado balancearse de la rama se hacían evidentes alas invisibles que, de inmediato, debían de levantar el vuelo para cambiar de sostén tan poca cosa. En el bajo ya habían cruzado el vado del arroyo, y se alejaban en un carrito de mulas, los finados Sargento Segundo Cuervo y Soldado Águila rumbo a la Comisaría, para donde la autoridad había dado cita a los dolientes. De allí venían ascendiendo a pie tres milicianos -el Soldado Flamenco, el Soldado Gavilán y el Soldado Gato Pajero- cuando aquello se produjo. Iban tras ellos, del cabresto, cuatro caballos, porque habían incorporado al nuevo pangaré del Comisario, llegado para sustituir al lobuno que le llevaron los matreros. Entusiasmaba por su estampa. Y si no era mejor que el otro, le andaba raspando. Húmedos todavía del reciente baño, relucían los cuatro, ahora, sus pelambres; charolándose, vueltos un lujo entre aquella luz. A la sombra de los árboles que circundaban las piedras entre y bajo las cuales el finado Peludo edificara su inútilmente firme morada, otros soldados, en tantos grupos como calderas había en el campamento, mateaban en aquel instante rayados por espejeos metálicos, pues la primera orden que el Comisario Tigre dio al llegar fue que en todo momento se mantuvieran armados en previsión de un ataque, ya que se corrió que Don Juan tenía un mundo de parciales en el monte. De cuando en cuando uno se desplazaba con su “pava” hasta el gran fogón de los asados, y la situaba junto a las brasas. Al empezar a salir un vaporcillo por el pico, el diligente cogía su sable sin desprenderlo de su cadenilla, y aguardaba todo oídos. Surgía de la negra panza un rebullido. El de la tarea, sin desenvainar metía el sable por el asa y alzaba en vilo la caldera para ir a depositarla más lejos, en el suelo. Entonces tronchaba un manojo de pasto y, con él protegida la mano, cogía el recipiente todavía bullendo, y así, sin quemarse, la llevaba hasta los suyos. A media cuadra, metros más, metros menos, de la entrada del pasadizo, bajo el tala -la mitad del cuerpo, azul; la otra mitad, roja-, el mismísimo Comisario Tigre estaba sentado sobre un tronco derrumbado, la espada entre las piernas, el empenachado quepis a la nuca, con el empaque del toro cuando mira por entre las astas, que es el momento de la embestida. Ya sabemos lo que unas semanas antes le sucedió al uniforme de diario, al cual planchaba el Asistente Mirasol; dijimos que este se distrajo y que, cuando el tufo a quemado lo atrajo de un empujón a su realidad, sintió aparecido el momento de abandonar la patria. Había encargado al pueblo otro uniforme, el Comisario. Pero, mientras, no tenía más remedio que andar de gala todo el santo día. En el fondo, en el fondo esto no le disgustaba. Es que ¿a quiénes, en vez de con esta ropa, no nos gustaría presentarnos ante la gente con el pecho hecho un bordado de oro y alamares, con unas soberbias charreteras, y el caminar meciendo en la cabeza un rojo plumacho? Entrecasa o a la sombra, no tanto; mas cuando a uno le cae de lleno el sol y empiezan a verse un zurcidito, o un botón de otro color… Ahora, allí mismo, al ralo cobijo de aquel tala, cualquier escurridura de la luz lo hacía largar al Comisario Tigre destellos llamativos hacia el campo inmenso. Claro que, en esta oportunidad, él no estaba para atender el goce del efecto. Con el toro lo comparamos líneas arriba. También con el pozo al que se le ve la boca, pero no abandona su mutismo. O con un cerro, al cual ya de lejos el viajero le distingue que lo está filiando de arriba abajo y con adustez.

 

Frente al Comisario Tigre, asimismo como enmudecido con candado, el Cabo Pato, de venda al pescuezo, tenía por asiento sus cojinillos. Le cebaba mate sin alzar la cabeza ni para servirlo, al empacado. Es que no se animaba a afrontar sus duros ojos, como si le cupiera alguna responsabilidad en la segunda furia del Comisario: la que lo puso hecho un volcán. La primera estalló al enterarse de la desaparición del Asistente Macá y del desacato del Sargento Primero. Sus airadas reconvenciones parecieron durar una eternidad a la tropa, sobre todo porque ella estaba aguardando un claro de calma para darle al colérico, con una nueva revelación inaudita, lo que sabían todos que iba a ser otro golpe más. Paseábase de un lado a otro el Superior, la boca hecha pororó; pateaba el suelo manoteándose el quepis, pues en las sacudidas le andaba sobre la cabeza como maleta de loco… Pero cuando dejó de proferir y se sentó resollante sobre aquel tronco en procura de recuperación, ¡ahí fue la cosa! El que, vuelto por completo tartamudo, se decidió a enterarlo -porque nadie quería empezar- fue el Cabo Pato. Y ahí se volvió a parar el Comisario Tigre. Ahí rodó, no más, por el suelo el quepis, revolcando ese plumacho.

 

-¿Pero, manga de zaparrastrosos, cómo me lo dejaron desertar a ese mosca muerta del Cabo Lobo sin hacerle frente? ¿Pero cómo no le metieron bala? ¿Conque le dio la mano a todo el mundo? Y ustedes, segurito estoy, diciéndole: “¡Que te vaya bien!”… Y él se estará riendo a estas de mí y de la Autoridá entera, de mucho mate y mucha camaradería en el monte con los otros perdularios… ¡Ah…! ¡ah!, ¡si fusilándolos a toditos ustedes, recién, se les empezaría a aplicar lo que merecen…!

 

Pero ahora, a la sombra del tala, era toro, sí, el Comisario, era pozo.

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