La muerte de los Sargentos y de la Mulita (27)
Fue más o menos al mediar
la mañana que ocurrió lo fatal; una iniquidad más, sí, ¡pero la última!
Bullicios apagados, que no alcanzaban a la altura de los yuyos, parecían obrar
sobre la rutilación de los verdes del campo, cuando eso. Por el callado
balancearse de la rama se hacían evidentes alas invisibles que, de inmediato,
debían de levantar el vuelo para cambiar de sostén tan poca cosa. En el bajo ya
habían cruzado el vado del arroyo, y se alejaban en un carrito de mulas, los
finados Sargento Segundo Cuervo y Soldado Águila rumbo a la Comisaría, para
donde la autoridad había dado cita a los dolientes. De allí venían ascendiendo
a pie tres milicianos -el Soldado Flamenco, el Soldado Gavilán y el Soldado
Gato Pajero- cuando aquello se produjo. Iban tras ellos, del cabresto, cuatro
caballos, porque habían incorporado al nuevo pangaré del Comisario, llegado
para sustituir al lobuno que le llevaron los matreros. Entusiasmaba por su
estampa. Y si no era mejor que el otro, le andaba raspando. Húmedos todavía del
reciente baño, relucían los cuatro, ahora, sus pelambres; charolándose, vueltos
un lujo entre aquella luz. A la sombra de los árboles que circundaban las
piedras entre y bajo las cuales el finado Peludo edificara su inútilmente firme
morada, otros soldados, en tantos grupos como calderas había en el campamento,
mateaban en aquel instante rayados por espejeos metálicos, pues la primera
orden que el Comisario Tigre dio al llegar fue que en todo momento se
mantuvieran armados en previsión de un ataque, ya que se corrió que Don Juan
tenía un mundo de parciales en el monte. De cuando en cuando uno se desplazaba
con su “pava” hasta el gran fogón de los asados, y la situaba junto a las brasas.
Al empezar a salir un vaporcillo por el pico, el diligente cogía su sable sin
desprenderlo de su cadenilla, y aguardaba todo oídos. Surgía de la negra panza
un rebullido. El de la tarea, sin desenvainar metía el sable por el asa y
alzaba en vilo la caldera para ir a depositarla más lejos, en el suelo.
Entonces tronchaba un manojo de pasto y, con él protegida la mano, cogía el
recipiente todavía bullendo, y así, sin quemarse, la llevaba hasta los suyos. A
media cuadra, metros más, metros menos, de la entrada del pasadizo, bajo el
tala -la mitad del cuerpo, azul; la otra mitad, roja-, el mismísimo Comisario
Tigre estaba sentado sobre un tronco derrumbado, la espada entre las piernas,
el empenachado quepis a la nuca, con el empaque del toro cuando mira por entre
las astas, que es el momento de la embestida. Ya sabemos lo que unas semanas
antes le sucedió al uniforme de diario, al cual planchaba el Asistente Mirasol;
dijimos que este se distrajo y que, cuando el tufo a quemado lo atrajo de un
empujón a su realidad, sintió aparecido el momento de abandonar la patria.
Había encargado al pueblo otro uniforme, el Comisario. Pero, mientras, no tenía
más remedio que andar de gala todo el santo día. En el fondo, en el fondo esto
no le disgustaba. Es que ¿a quiénes, en vez de con esta ropa, no nos gustaría
presentarnos ante la gente con el pecho hecho un bordado de oro y alamares, con
unas soberbias charreteras, y el caminar meciendo en la cabeza un rojo
plumacho? Entrecasa o a la sombra, no tanto; mas cuando a uno le cae de lleno
el sol y empiezan a verse un zurcidito, o un botón de otro color… Ahora, allí
mismo, al ralo cobijo de aquel tala, cualquier escurridura de la luz lo hacía
largar al Comisario Tigre destellos llamativos hacia el campo inmenso. Claro
que, en esta oportunidad, él no estaba para atender el goce del efecto. Con el
toro lo comparamos líneas arriba. También con el pozo al que se le ve la boca,
pero no abandona su mutismo. O con un cerro, al cual ya de lejos el viajero le
distingue que lo está filiando de arriba abajo y con adustez.
Frente al Comisario
Tigre, asimismo como enmudecido con candado, el Cabo Pato, de venda al
pescuezo, tenía por asiento sus cojinillos. Le cebaba mate sin alzar la cabeza
ni para servirlo, al empacado. Es que no se animaba a afrontar sus duros ojos,
como si le cupiera alguna responsabilidad en la segunda furia del Comisario: la
que lo puso hecho un volcán. La primera estalló al enterarse de la desaparición
del Asistente Macá y del desacato del Sargento Primero. Sus airadas
reconvenciones parecieron durar una eternidad a la tropa, sobre todo porque
ella estaba aguardando un claro de calma para darle al colérico, con una nueva
revelación inaudita, lo que sabían todos que iba a ser otro golpe más. Paseábase
de un lado a otro el Superior, la boca hecha pororó; pateaba el suelo manoteándose
el quepis, pues en las sacudidas le andaba sobre la cabeza como maleta de loco…
Pero cuando dejó de proferir y se sentó resollante sobre aquel tronco en
procura de recuperación, ¡ahí fue la cosa! El que, vuelto por completo tartamudo,
se decidió a enterarlo -porque nadie quería empezar- fue el Cabo Pato. Y ahí se
volvió a parar el Comisario Tigre. Ahí rodó, no más, por el suelo el quepis,
revolcando ese plumacho.
-¿Pero, manga de zaparrastrosos,
cómo me lo dejaron desertar a ese mosca muerta del Cabo Lobo sin hacerle
frente? ¿Pero cómo no le metieron bala? ¿Conque le dio la mano a todo el mundo?
Y ustedes, segurito estoy, diciéndole: “¡Que te vaya bien!”… Y él se estará
riendo a estas de mí y de la Autoridá entera, de mucho mate y mucha camaradería
en el monte con los otros perdularios… ¡Ah…! ¡ah!, ¡si fusilándolos a toditos
ustedes, recién, se les empezaría a aplicar lo que merecen…!
Pero ahora, a la sombra del tala, era toro, sí, el Comisario, era pozo.
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