La muerte de los Sargentos y de la Mulita (25)
Sobre el asiento de
vaqueta, ante el fogón apagado desde el día anterior y ya para siempre (porque
después del crimen fue destruido todo) era un bulto de ropas azules y blancas
lo que se abatía. Quien conoció a la Mulita jamás pudo suponerla capaz de
resistir las emociones de la trágica noche. Cuando le llegaron los primeros
ruidos de lucha la desdichada abrazó la ilusión de que, por fin, Don Juan había
acudido con sus matreros a libertarla y a llevársela al monte. Pero, por eso,
ante los chasquidos y las detonaciones, en vez de cegarse en la dicha que tal
terrible creer a ella le significaba, comenzó a sollozar, pues la angustió el
pensar que, traído el ataque salvador un día antes, el tan infortunado Aperiá
hubiera podido evitarse el sacrificio, y con ella estaría él en ese instante
frente al pasadizo, agarrados los dos de la mano, esperando confiados la
entrada vencedora de Don Juan, el Zorro. En su inocencia, ni siquiera admitía
que entre aquellos choques de sables y los estampidos su libertador pudiera
estar corriendo peligro. Había, pues, en la Mulita sólo una cerrada
conmiseración que envolvía al recuerdo de su amigo muerto, que tiraba desde
adentro las lágrimas y le mantenía los ojos como secas cuentas, mientras su
oído permanecía pendiente de los gritos y del metálico estrépito y del clamoreo
que se precipitaban rebotando sobre la casa del Peludo.
Mas, de pronto, sintió en
toda su nitidez el horror de su propio destino. Como al ir a apagarse el candil
aviva más que nunca su llama y, entonces, su luz abarca por instantes un trecho
mayor y, en seguida y de golpe, deja a oscuras, así su deseo de vivir hízosele
presente con ardor. Y se vio perdida sin remedio. No eran Don Juan y los suyos,
no, quienes peleaban con los soldados. En el misterio de la noche poblada de
ruidos de espanto comprendió que, solo, sólo él contra todos, se estaba
haciendo matar por ella, no Don Juan, ¡ah no!, sino el mismísimo Sargento
Primero Cimarrón. Y fue tal la violencia con que esta revelación irrumpió en su
mente, que se le resquebrajó y la dejó insensible a lo de afuera. Y, así, ni
siquiera pudo evocar la imagen de aquel a quien una sola vez había visto un
ratito: cuando su tío la llevó a la pulpería para asistir a unas cerreras a la
vez que para ayudar un poco en la cocina. Entonces la compasión de la Mulita,
que desplazada de su perdido amigo Aperiá se tendía hacia el denodado combatiente,
replegose sobre ella misma. Cada grito, cada fragor que llegaban no eran
adjudicados al sitio de donde provenían, ni para ella tenían por origen el
evidente. Los recibía la Mulita como el efecto de directos golpes desde bien
cerquita. Y sollozaba, bien curvada sobre sí misma, cual si, desnudas sus
espaldas, le desprendieran lonjas de su carne unos sables empecinados.
No fue un desmayo brusco,
de los que a lo relámpago hunden a uno dentro del pozo como la muerte que
tenemos abajo del entendimiento, no, lo que le sobrevino. Fue un
desfallecimiento paulatino. Un zumbido lejano le hizo su seña quién sabe desde
dónde, y hacia él ella inclinó, sumisa, la cabeza, dejando atrás, como a cosa,
¡ay!, ajena, su presente insoportable.
Por suerte, su caer con
las blancas alpargatas sobre el fogón no tuvo consecuencias, porque ya ni tizón
quedaba, capaz de hacerle llaga. Y la silla, asimismo, lo sabemos, era baja, de
esas de vaqueta.
El suelo la recibió en
seguida, pues. Y no lastimó lo más mínimo al dar en él su cuerpo blando.
Quedó así, tirada, entre formas inmóviles que parecían atentas a aquella tan sin proporción ferocidad del destino. Tan sin proporción como la que se establecería si un cerro, desde su imponencia, con ufanía indicase a los campos y al mismo cielo una modesta flor desgajada y hecha trizas a sus pies.
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