por Adalberto García López
A
partir de una superposición de fragmentos textuales de biografías, ensayos,
crónicas, notas periodísticas, cartas, poemas, Adalberto García López nos aproxima
a un retrato de Arthur Rimbaud, poeta y caminante. Figura central de la poesía
en Occidente. Uno de los grandes mitos poéticos en el siglo XX que pervive
hasta nuestros días.
¡Charleville,
Mézieres! Ciudades gemelas cuyas más insignificantes calles exploró, y donde
acalló su impaciente infancia. Mézieres, ciudadela y prefectura, vieja ciudad
en aquel entonces circundada por las murallas que defendiera Bayardo, ciudad de
burócratas y de empleados nacionales, adormecida bajo la sombra de su elevada
iglesia. Charleville, joven rival, ya más populosa y más rica, orgullosa de su
comercio y de su industria, animada por una burguesía emprendedora y
charlatana: ni una ni otra pueden reivindicarlo. Él no las amó.
Jean-Marie
Carre
***
Antes
de alzarse contra la religión, la sociedad, la literatura, se insurreccionó
contra su familia.
Jean-Marie
Carre
***
Nada
banal germinará en esta cabeza. Será el genio del mal o del bien.
Prefecto
Desdouets
***
En
contraste con los chiquillos de su edad, Rimbaud prefería los libros por sobre
todo, y dominaba a los catorce años toda la Antigüedad, toda la Edad Media,
todo el Renacimiento, conocía de memoria tanto a los poetas modernos más
refinados como a los más ingenuos de nuestra época, desde Desbordes-Valmore
hasta Baudelaire.
Paul
Verlaine
***
En
1870 se produjo el gran acontecimiento de la adolescencia de Rimbaud: la
llegada a Charleville, como profesor del instituto, de Georges Izambard, la
primera persona que tuvo una influencia destacada en su vida.
Enid
Starkie
***
Sólo
había estudiado la época clásica del siglo XVII, tan pobre en poesía lírica;
ahora, gracias a la biblioteca de Izambard descubrió a la Pléiade y a Villon,
así como a los escritores que habían sido rebeldes en su propia época,
oponiéndose a la autoridad y a la tradición, como Rebelais, Montesquieu,
Voltaire, Rousseau y Helvétius.
Enid
Starkie
***
[Carta
de Vitalie Rimbaud a Georges Izambard]
Muy
señor mío:
Le
estoy extraordinariamente agradecida por todo lo que hace usted en beneficio de
Arthur. Le prodiga usted sus consejos y le dispensa sus enseñanzas cuando
termina el horario escolar, dedicándole una atención a la que no tenemos
derecho.
Pero
hay algo que no puedo aprobar, como, por ejemplo, la lectura de un libro como
el que le ha dado usted hace pocos días (les miserables, V. hugot [sic]). Usted
sabe mejor que yo, señor profesor, que es preciso tener mucho cuidado en la
elección de los libros que se ponen al alcance de los niños. Por eso creo que
Arthur ha conseguido ese libro sin que usted lo supiera, porque sin duda sería
peligroso permitirle semejantes lecturas.
Aprovecho
esta ocasión, señor profesor, para presentarle mis respetos.
Viuda
de Rimbaud
***
Arthur
Rimbaud era por entonces alumno “de segunda” en el liceo de… y era muy
aficionado a hacer novillos, fumándose las clases. Cuando –al fin– se cansaba
de zancajear día y noche por montes, bosques y llanos –¡vaya un andarín!–,
llegaba a la biblioteca de la ciudad que callo y pedía obras malsonantes para
los oídos del jefe bibliotecario, cuyo nombre, poco requerido por la
posteridad, baila en la punta de mi pluma. Mas ¿para qué nombraría yo a
semejante metemuertos en este trabajo maledictino?
El
excelente burócrata, que estaba obligado por sus funciones a servir los pedidos
de Rimbaud, consistentes en numerosos cuentos orientales y libretti de
Favart, alternados con mamotretos científicos raros y antiguos, renegaba al
tener que “levantarse” por semejante chicuelo y le recomendaba se atuviera a
Cicerón, Horacio y también a algunos griegos. El muchacho, que conocía y, sobre
todo, apreciaba a los clásicos mejor que el mismo carcamal, acabó por
incomodarse, y así hizo la obra maestra en cuestión [Los sentados].
Paul
Verlaine
***
Aunque
su inteligencia se revelara magnífica, su personalidad aún estaba adormecida.
Para despertarla fue necesario el impulso de un maestro clarividente y el
latigazo de la guerra.
Jean-Marie
Carre
***
Este
chico de quince años escribe a uno de sus ídolos parisienses [Paul Demeny] para
decirle: tengo la solución.
Michel
Butor
***
Físicamente
era alto, bien conformado, casi atlético; su rostro tenía el óvalo del de un
ángel desterrado; los despeinados cabellos eran de un color castaño claro y los
ojos de un azul pálido inquietante. Como era de las Ardenas, además de un lindo
dejo del terruño, pronto perdido, poseía el don de la asimilación rápida,
propio de sus paisanos, y esto puede explicar la pronta desecación de su numen
bajo el sol insulso de París.
Paul
Verlaine
***
Rimbaud
no sólo era irritable; no sólo había que temer el darle algún motivo de cólera.
No esperaba; tomaba la iniciativa, se lanzaba sobre uno, de entrada, y sin
dignarse dar explicaciones. La injuria le venía tan espontáneamente a la boca,
que no sabía resistirla cuando ascendía. Era en él como una función, con su
voluptuosidad específica.
Jacques
Rivière
***
Arthur
Rimbaud aparece en 1870, en uno de los momentos más tristes de nuestra
historia, en medio de la derrota, en medio de la guerra civil, en pleno colapso
material y moral, en pleno asombro positivista.
Paul
Claudel
***
Un
idilio que esboza con la hija de un industrial de Charleville –un vecino– se
quiebra en medio del ridículo y la confusión. A fines de mayo de 1871, al salir
de su casa, había apercibido tras las cortinas de una ventana del muelle de la
Madelaine, a una morochita de mirada incomparable. Ésta le pareció muy
cautivadora. Le envió versos –una declaración lírica–, con el torpe candor
sobreviviente de sus accesos de cínico desengañado la citó en el square de
la estación. Apareció la bella, escoltada por una sirvienta cómplice y pilla,
miró de arriba abajo al tímido muchachón mal vestido, embarazado, “asustado como
treinta y seis millones de perritos recién nacidos” y siguió burlona, con una
despreciativa sonrisa. Decididamente, el joven poeta no causaba ninguna
impresión en la pequeña burguesita.
Jean-Marie
Carre
***
Rimbaud
quiso dar un último paseo por Charleville. Era en septiembre de 1871. La luz
era radiante y suave, el aire diáfano de una encantadora tibieza, todo invitaba
a la esperanza. Nos sentamos en el linde del bosque. “Esto es –dijo– lo que
hice para presentarles a mi llegada.” Y me leyó El barco ebrio. Al oír tan
deslumbrante maravilla, celebré anticipadamente su retumbante entrada en el
mundo literario. “¡Ah! ¿Y sin embargo, qué? ¡El mundo de las letras, los
artistas! ¡Los salones! ¡Los elegantes! Ignoro los comportamientos, soy torpe,
tímido no sé hablar. ¡Oh! En cuanto al pensamiento no temo a nadie, pero… ¿qué
haré allá?
Ernest
Delahaye
***
(…)
muchas de las imágenes del poema [El barco ebrio] son reelaboraciones poéticas
de lecturas diversas (…) ya que, entre otras razones, Rimbaud no había salido
aún de Europa ni tan siquiera había visto el mar cuando los escribió.
Juan
Abeleira
***
Arthur
Rimbaud es zumbón y maligno socarronamente como nadie cuando le conviene, sin
dejar de ser por ello ese gran poeta que es por la gracia de Dios.
Paul
Verlaine
***
Verlaine
(…) no está solo. Un compañero mudo lo acompaña y éste tampoco
brilla por su elegancia. Es Rimbaud.
Félix
Régamey
***
No
lo conocí, pero lo vi, una vez, en una de las comidas literarias, rápidamente,
reunida por el fin de la Guerra –Le diner des Vilains Bonshommes,
ciertamente por antífrasis, debido al retrato que Verlaine dedica al invitado:
(…). Tenía un no sé qué de orgullosamente impulsivo, o malamente, de mujer del
pueblo, agrego, de oficio lavandera, a causa de manos bastas, enrojecidas por
sabañones por los cambios de caliente a frío. Los cuales evocarían oficios más
terribles, propios de obreros.
Stéphane
Mallarmé
***
Es
lamentable que Rimbaud y Lautremont no llegaran a conocerse, porque compartían
muchas teorías literarias. En 1869, cuando sus necesidades y aspiraciones
artísticas eran las mismas que, más adelante, las de Rimbaud en 1871.
Enid
Starkie
***
Entre
los literatos presentes en el estreno de Coppée se encontraban el poeta Paul
Verlaine, del brazo de una encantadora joven, Mademoiselle Rimbaud.
Edmond
Lepelletier
***
Lanzó
provocativas paradojas y emitió apotegmas destinados a incitar las
contradicciones. Especialmente, pretendió bromear llamándome “saludador de
muertos”, porque me había visto levantar el sombrero al paso de un cortejo.
Como yo acababa de perder a mi madre sólo hacía dos meses, le impuse silencio
al respecto y lo miré de tal manera que lo tomó a mal, pues quiso levantarse y
avanzar amenazadoramente hacia mí.
Edmond
Lepelletier
***
Rimbaud
se convirtió de manera especial en la bête noire de un poeta
dulce y amable, Albert Mérat, con quien se contaba para que figurara entre los
poetas de Le Coin de table, el cuadro de Fantin-Latour; en el último momento
Mérat se negó a posar, diciendo que no quería pasar a la posteridad en compañía
de un gamberro como Arthur Rimbaud. Finalmente, explica Mathilde Verlaine, el
hueco que Mérat dejaba vacío pasó a ocuparlo un jarrón con flores. La
posteridad no tiene la sensación de haber sufrido una gran pérdida, porque
¿quién se acuerda hoy de Mérat? En la segunda mitad del siglo XX los únicos
nombres conocidos entre los retratados son los de Paul Verlaine y su indeseable
amigo.
Enid
Starkie
***
Se
exhibió allí, bajo los auspicios de Verlaine, su inventor, y de mí, su Juan el
Bautista de la orilla izquierda, un poeta tremendo de menos de dieciocho años,
que se llama Arthur Rimbaud. Manos grandes, pies grandes, rostro absolutamente
infantil que podría corresponder a un niño de trece años, penetrantes ojos
azules y carácter más salvaje que tímido: ése es el chiquillo cuya imaginación,
llena de fuerza y de las más extrañas corrupciones, ha fascinado o aterrorizado
a todos nuestros amigos.
Léon
Valade
***
A
despecho de los esfuerzos de Verlaine, Rimbaud no triunfó. El Templo de las
Musas permaneció cerrado para él.
Jean-Marie
Carre
***
Rimbaud, charlatán acabado,
–En un soneto lamentable–
Quiere que las letras O E I
Formen la bandera tricolor.
En vano el Decadente perora,
Es necesario sin peros, ni pues, ni sí,
Un estilo claro como la aurora…
…Los mandamientos parnasianos son así.
François
Coppée
***
Se
dice que en Londres, Verlaine y Rimbaud conocieron a miembros del movimiento
literario inglés: escritores como Rossetti y Swinburne.
Enid
Starkie
***
El
folleto [Una temporada en el infierno] fue impreso en octubre. Rimbaud
se reservó un ejemplar para Verlaine, envió otros a Forain, Richepin, Ponchon.
Ninguna respuesta, ningún eco. Nada. Un silencio hostil. La literatura
permanecía muda, insensible a su testamento literario. Entonces replicó con el
desprecio. No quemó su edición, tal como se creyera durante largo tiempo; la
olvidó, la dejó sepultada en el polvo de una imprenta belga.
Jean-Marie
Carre
***
Tal
vez fue Rimbaud el primer poeta que vio, en el sentido de percibir y en el de
videncia, la realidad presente como la forma infernal o circular del
movimiento. Su obra es una condenación de la sociedad moderna, pero su palabra
final, Une saison en enfer, también es una condenación de la
poesía. (…) Después de Une saison en enfer no se puede
escribir un poema sin vencer un sentimiento de vergüenza: ¿no se trata de un
acto irrisorio o, lo que es peor, no se incurre en una mentira? Quedan dos caminos,
los dos intentados por Rimbaud: la acción (la industria, la revolución) o
escribir ese poema final que sea también el fin de la poesía, su negación y
culminación.
Octavio
Paz
***
La
grandeza de Rimbaud permanecerá por haber rechazado lo poco de libertad que en
su siglo y en su sitio podría haber hecho suyos, para testimoniar la
enajenación del hombre, y llamarlo a partir de su miseria ética al
enfrentamiento trágico de lo absurdo. Esta decisión y su firmeza logran que su
poesía sea la más liberadora (y por ende una de las más bellas) de la historia
de nuestra lengua.
Yves
Bonnefoy
***
Un
camino para huir del mundo sórdido que Rimbaud no se sentía capaz de aceptar
era el regreso, mediante la memoria, a los días de su infancia, a la época de
las impresiones muy vivas, cuando su mente no estaba aún contaminada por la
educación.
Enid
Starkie
***
El
resultado es interesante pero no decisivo, ya que Rimbaud no fue un visionario
(a la manera de William Blake o de Swedenborg), sino un artista en busca de
experiencias que no logró.
Jorge
Luis Borges
***
Es
probable que Rimbaud estuviera aprendiendo música como parte de las
matemáticas, ya que esta disciplina era la rama más importante del saber en el
mundo del futuro.
Enid
Starkie
***
Ya
te explicaré, por mediación de Delahaye, mis planes para ti –muy sencillos– y
los consejos que me gustaría que atendieras, dejando aparte la religión, aunque
ése sería mi principal, mi grandísimo consejo, una vez que, por mediación de
Delahaye, me hayas contestado “properly”.
Paul
Verlaine
***
En
mi cuaderno de apuntes dibujo dos tumbas, una junto a otra “Arthur Rimbaud,
poeta, 1854-1875, y Arthur Rimbaud, explorador, 1875-1891”.
Alain Borer
***
¡Hiciste bien en irte, Arthur Rimbaud! Tus dieciocho años refractarios a la amistad, a la
malevolencia, a la estupidez de los poetas de París, así como al ronroneo de
abeja estéril de tu familia ardenesa un poco loca; hiciste bien en lanzarlos
lejos de ti, meterlos bajo la cuchilla de tu guillotina precoz. Tuviste razón
de cambiar el boulevard de los holgazanes, el cafetín de los mea-liras, por el
infierno de las bestias, el comercio de los astutos y los buenos días de los
simples.
René
Char
***
Tiene
veinte años cumplidos, buen cuerpo, bien desarrollado, es apto para el servicio
militar.
¡Rimbaud
con kepi, chaqueta y pantalón rojo!
Jean-Marie
Carre
***
…el
hombre con suelas de viento.
Paul
Verlaine
***
Nunca
estuvo Rimbaud tan febril, tan inestable como durante estos años de 1875-1880.
Recorre Europa en todos sus sentidos, va y viene vertiginosamente. Vagabundeos
sin tregua y sin norte. Ebriedad de los grandes caminos y de los puertos. Pero,
por sobre todas las cosas, Oriente lo atrae, irresistiblemente, un Oriente
bárbaro, hermético, deslumbrante; y también un desconocido país irreal, donde
se enfrentan el Norte y el Sur.
Jean-Marie
Carre
***
Fue
el primer europeo que llegara desde Harrar hasta Bubassa, gran meseta que
comienza a unos cincuenta kilómetros de la ciudad y permaneció allí más de
quince días, estableciendo algunos comercios. Luego (…) prolongó sus
reconocimientos hacia el sudeste, los extendió a lo largo de los torrentes que
descienden de las montañas de Harrar y que desaparecen en dirección al Océano
Índico. Prosiguiendo el curso del río Erer, llegó hasta el río Ouabi o Wabi y
penetró en el Ogaden.
Jean-Marie
Carre
***
Es
cierto que yo iba casi todos los domingos a cenar a casa del señor Rimbaud:
casi me extrañaba el que me autorizase ir a su casa. Creo que yo era la única
europea que él recibía. Conversaba muy poco; me parecía muy bueno para con la
mujer. (…) quería casarse porque quería ir a Abisinia y que sólo regresaría a
Francia cuando hubiese ganado una gran fortuna, de lo contrario nunca volvería.
Escribía mucho; me decía que preparaba hermosas obras. No recuerdo quién me
dijo que todos sus libros y papeles los había dejado en depósito en lo del
padre Francisco (…). En cuanto a esta mujer, era muy dulce, pero hablaba tan
poco francés que casi no podíamos conversar. Era alta y delgada; un rostro
bastante bonito, sus rasgos eran regulares; no era demasiado negra. No conozco
la raza abisinia; en mi opinión tenía una fisonomía completamente europea. Era
católica. Ya no recuerdo su nombre. Durante cierto tiempo tuvo con ella a su
hermana. Sólo salía de noche, con el señor Rimbaud; se vestía a la moda
europea, y el arreglo de la casa era completamente europeo. Le gustaba mucho
fumar cigarrillos.
Françoise
Grisard
***
Uno
de esos lugares que lo seducen es Zanzíbar, en cuyo nombre aparece la letra z
dos veces, última letra del abecedario, como la omega del soneto de las Voyelles en
el alfabeto griego. Sueña también con ir a la India, a China, a Tonkin o
incluso a la construcción del canal de Panamá.
Michel
Butor
***
Recorrió
todos los continentes, todos los océanos, pobre y altivamente (rico, además, si
hubiera querido, por su familia y su posición) después de haber escrito,
también en prosa, una serie de soberbios trozos con el título de Las
Iluminaciones, creo que para siempre perdidos.
Paul
Verlaine
***
¡Oh!
Ese viaje fatal de Tadjourah a Choa y a Abisinia. ¿Qué mal soplo pudo respirar
en esas funestas regiones? ¿Qué ángel maligno lo condujo? Por más de un año,
sí, por más de un año, padeció allí, en su cuerpo como en su espíritu, todas
las pruebas y los hastíos posibles. ¿Y cuál compensación como reciprocidad?
Conoció todos los desencantos: un desastre completo.
Isabelle
Rimbaud
***
Así
lo vemos en la fotografía de Harrar, descalzo y vestido de algodón, entre la
roca y el agua, mirándonos como un animal sagrado en la blancura solar. El
rostro es inescrutable, pero el pie y la mano se adelantan articulando su única
palabra. Por esa época expresa el deseo de tener un hijo que llegara a ser “un
ingeniero renombrado, un hombre poderoso y rico por la ciencia”.
Cintio
Vitier
***
No
me corresponde ni me atrevería a juzgar el pasado del poeta. Pero afirmo con
todas mis fuerzas que fue hábil y apasionado comerciante, de escrupulosa
honestidad, que se congratulaba siempre en nuestras conversaciones amistosas,
que a menudo nos conducían a las confidencias íntimas y sinceras, de haber
rechazado lo que llamaba sus calaveradas de juventud, un pasado que aborrecía.
Maurice
Riès
***
No
fue en 1879 cuando Arthur Rimbaud destruyó sus escritos: para esa época hacía
mucho tiempo que ya no tenía nada que ver con la literatura; fue en 1876 a más
tardar. Intentó destruir Une saison en enfer en el mismo
momento de su publicación en 1873.
Isabelle
Rimbaud
***
Nada
me ha llenado más de estupefacción que Rimbaud no volviera a hacer, después de
1875, una sola referencia de poesía y de literatura en todo lo que escribió. No
volvió a redactar un solo verso ni hizo una sola referencia a un libro, a un
escritor o a un poeta. Toda la poesía y la literatura parece haberla quemado,
con fuego que borra la última hierba, igual que los ejemplares de Una
temporada en el infierno, que había retirado de la editorial de Bruselas y que
no puedo repartir en París en octubre de 1875, cuando lo satanizaron. Nada me
impresiona más, o más aún, me conmociona, que esta renuncia sin sueño ni
esperanza: la negación absoluta. No siquiera su hermana Isabelle, ejemplo de
fidelidad extrema, a quien le escribía desde Europa y África –las cartas eran
dirigidas a ella y su madre–, y quien lo acompañó con devoción teresiana los
últimos meses de su vida, sabía que su hermano escribía versos. Para ella sólo
era un hábil negociante y el más valeroso de los exploradores.
Marco
Antonio Campos
***
17
de julio de 1890
Estimado
señor Poeta:
He
leído algunos de sus bellos versos. Apenas puedo expresarle que me sentiría
afortunado y honrado si aceptara el jefe de la escuela decadente y simbolista colaborar
con la France Moderne de la cual soy el director.
Sea
pues uno de los nuestros.
Laurent
de Gavoty
***
¿Pero
a quién diablos podía ocurrírsele que él, Rimbaud, fuera un “decadente y
simbolista” y menos que fuera jefe de nada? (…) Y sin embargo, Rimbaud, que
rompía todas las cartas que recibía, guardó ésta.
Marco
Antonio Campos
***
19
de febrero de 1891
¡Esta
vez lo tenemos! ¡Sabemos dónde se encuentra Arthur Rimbaud!, el gran Rimbaud,
el verdadero Rimbaud, el Rimbaud de las Illuminations.
No
es una broma decadente.
Afirmamos
que conocemos el domicilio del célebre desaparecido.
La
France Moderne
***
Celoso,
implacable, el Destino lo acecha vigilante.
Jean-Marie
Carre
***
Despierto
concluye su vida en una especie de sueño continuo: dice cosas extrañas, muy
dulcemente, con una voz que me encantaría si no me punzara el corazón. Cuanto
dice, son sueños, y sin embargo no es lo mismo que cuan tenía fiebre.
Pareciera, y lo creo, que lo hace ex profeso… Mezcla todo pero… con arte.
Isabelle
Rimbaud
***
[Cuando
murió] Sólo Isabelle estaba a su lado, porque la señora Rimbaud continuaba en
Roche.
Enid
Starkie
***
Algunos
días después, el féretro del poeta llegaba a la estación de Charleville. Su
madre fue en busca del padre GIllet, cura de la parroquia, a las ocho de la
mañana y le encargó, para las diez, un servicio de primera clase. “Pero señora,
es un plazo demasiado corto. No se improvisa así como así una ceremonia
semejante”. El cura agregó que antaño había sido, en el colegio, el profesor de
instrucción religiosa del niño y que se sentiría satisfecho de poder invitar a
los funerales a algunos de sus antiguos condiscípulos. Pero con la voz más seca
que podía tener ella, le cortó la palabra: “¡No insista, señor cura, es
inútil!”
Así,
pues, el entierro tuvo lugar a la dicha hora con el ceremonial convenido. Los
transeúntes se detenían en la calle para contemplar el extraño séquito: ¿quién
podría ser este muerto tan abandonado por los vivos? Dos personas seguían el
coche fúnebre: la madre y la hermana.
Jean-Marie
Carré
***
Ayer
fue un día de profunda emoción para mí, derramé muchas lágrimas, y sentía
cierta dicha que no podría explicar. Ayer pues, acababa de llegar a misa, y aún
me encontraba de rodillas rezando mis oraciones, cuando llegó cerca de mí
alguien a quien no presté atención, y veo cómo apoya una muleta ante mis ojos
sobre una columna, como la del pobre Arthur. Vuelvo la cabeza y quedo
petrificada: era el propio Arthur: misma altura, misma edad, mismo rostro, tez
blanca grisácea, sin barba pero con un pequeño bigote, y además una pierna de
menos, y ese chico me miraba con una simpatía extraordinaria. A pesar de todos
mis esfuerzos, no me fue posible retener las lágrimas, ciertamente lágrimas de
dolor, pero en el fondo había algo que no puedo explicar. Estaba convencida de
que se trataba de mi querido hijo que estaba cerca de mí. Más aún: una dama muy
elegantemente vestida pasa cerca de nosotros, se detiene y le dice sonriendo:
“Acércate a mí, estarás muchos mejor que aquí”. Él le responde: “Tía mía, se lo
agradezco, estoy muy bien y le suplico que me deje aquí”. Esa dama insistió,
pero él prefirió quedarse. Era muy piadoso y parecía seguir todas las partes
del oficio. ¡Dios mío! ¿Acaso se trata de mi pobre Arthur que viene a buscarme?
Vitalie
Rimbaud
***
Un
busto erigido a los 10 años de su muerte, más como explorador que como poeta,
preside la plaza de la estación de trenes de Charleville. Desde luego el rostro
se parece al rostro del busto pero no al de Rimbaud. En los cuatro costados de
la base, escritos con letras doradas y acompañados de una lira, se leen los títulos
de famosos textos poéticos: El barco ebrio, Iluminaciones, Vocales, Una
temporada en el infierno. Cuando el busto se inauguró en 1901, su hermano
Frédéric representó a la familia, porque su madre no tuvo alma para asistir, y
aun, pasados los años, no pasaba por la plaza por no ver el busto. Es el
tercero que se pone; los otros desaparecieron, uno en cada guerra.
Marco Antonio Campos
Bibliografía
consultada
Butor,
Michel, Retrato hablado de Arthur Rimbaud, Sigo Veintiuno Editores,
México, 1991.
Campos,
Marco Antonio, La ciudad de los desdichados, FCE, México, 2002.
Carre, Jean-Marie, Vida de Rimbaud, La Pléyade, Argentina,
1974.
Char,
René, “¡Hiciste bien en irte, Arthur Rimbaud!”, traducción y nota de Mario
Bojórquez, Círculo de Poesía, México, 2012. Enlace:
https://circulodepoesia.com/2012/01/%C2%A1hiciste-bien-en-irte-arthur-rimbaud-de-rene-char/.
Julliard, Suzanne, Anthologie de la poésie française,
Editions de Fallois, Francia, 2002.
Paz,
Octavio, El arco y la lira, FCE, México, 2014.
Rimbaud, Arthur, Illuminations, Mille et une nuits, Francia,
1996.
Rimbaud,
Arthur, Iluminaciones, prólogo y traducción de Marco Antonio
Campos, El Tucán de Virginia, México, 2017.
Rimbaud,
Arthur, Iluminaciones, prólogo y traducción de Cintio Vitier,
Premiá, México, 1981.
Rimbaud,
Arthur, Poesías y otros textos, prólogo y traducción de Juan
Abeleira, Hiperión, España, 2005.
Rimbaud, Arthur, Poésies. Une saison en enfer. Illuminations, Folio, Francia, 1999.
Rimbaud,
Arthur, Una temporada en el infierno, prólogo y traducción de Marco
Antonio Campos, Premiá, México, 1981.
Rivière,
Jacques, Rimbaud, Cuadernos de la Orquesta, México, 1987.
Starkie,
Enid, Arthur Rimbaud, Siruela, España, 1989.
Verlaine, Paul, Los poetas malditos, Muelle de Uribirarte Editores, España, 2000.
(CÍRCULO DE POESÍA)
No hay comentarios:
Publicar un comentario