El 21 de
octubre de 1971 se anunció que el Premio Nobel de Literatura de ese año recaía
en Pablo Neruda. Tiempo después, el 10 de diciembre, el parralino estuvo en
Suecia para aceptarlo. En su discurso relató la historia de su escape hacia la
Argentina, en 1949, para huir de la persecución e hizo una sentida reflexión
sobre la poesía. Este es el texto íntegro.
Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones lejanas y
antípodas, no por eso manos semejantes al paisaje y a las soledades del norte.
Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta
tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de
Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron
acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que
atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes
bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles, y como nuestro camino
era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la
orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros
a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de
poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves,
adivinando más bien- el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban
conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para
saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y
allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el
regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.
Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel
silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus
depositado por centenares de años, los troncos semiderribados que de pronto
eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era una naturaleza deslumbradora y
secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se
mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión.
A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por
contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de
ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del
invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se
descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé en aquella salvaje desolación, algo
como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían
soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos
túmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no
pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis
compañeros cortaron con sus machetes la ramas que nos tocaban las cabezas y que
descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los
robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y
también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una
rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros
desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las
cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y
atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y
la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un
remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie
y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi
totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis piernas se
afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire
libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los vaqueanos, los
campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:-¿Tuvo mucho
miedo?-Mucho. Creí que había llegado mi última hora -dije.-Ibamos detrás de
usted con el lazo en la mano -me respondieron.-Ahí mismo -agregó uno de ellos-
cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted.
Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas
imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que
dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada,
de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras
resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban
sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado
del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y
patas, pero proseguimos empecinados el vasto, espléndido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como
singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en regazo
de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el
cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de
un recinto sagrado, y mayor condición de sagrada tuvo aún la ceremonia en la
que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del
recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros
se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos
alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada
a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían
pan y auxilio en las órbitas del toro muerto.
Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos
amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando
sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella
circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes.
Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables
compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que
había una solicitud, una petición y una respuesta aun en las más lejanas y
apartadas soledades de este mundo.
Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por
muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las
montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de
habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones,
unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos,
al claror de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la
habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que
dejaban escapar por las hendiduras del techo un humo que vagaba en medio de las
tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por
quienes los cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos,
yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra
y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y de la oscuridad,
nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una
canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido
hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la
infinita extensión de la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada
sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. ¿O lo conocían,
nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y
luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través
de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos,
calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa
cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer
emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel
eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos
de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que
me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los
montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos,
por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el
inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro
ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese “nada más”,
en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el
reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y Señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un
poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para
que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he
narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca
olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferente a lo acontecido,
es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la
aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis
palabras sino para explicarme a mí mismo.
En aquella larga jornada encontré las
dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las
aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción
pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la
solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la
intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no
menor fe que todo está sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su
actitud, el hombre y su poesía- en una comunidad cada vez más extensa, en un
ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños,
porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé,
después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un río
vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el
agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de
mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que
los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello
lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad,
los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más
tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de
los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al
mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la
soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto
mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza
o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de
la conciencia de ser hombres y de creer en su destino común.
En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin
posible participación en la mesa común de la responsabilidad, no quiero
justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida
entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la
poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó
que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o
absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta
tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la
profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que
ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para
entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto
rige para todas las épocas y para todas las tierras.
El poeta no es un “pequeño dios”. No, no es un “pequeño dios”. No está
signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros
menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos
entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. El
cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y
entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta
llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia
convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o
complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las
condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad,
vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar
cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su
ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará
parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera.
Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle
a la poesía al anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le
vamos recortando en cada época nosotros mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que
repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo
lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso
creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de
que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación.
De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los
impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente
conducidos a la realidad y al realismo, es decir a tomar una conciencia directa
de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego
comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan
exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y
florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado
que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el
edificio que contemplábamos como arte integral de nuestro deber. Y en sentido
contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo
comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si
suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto
rodeados de un terreno imposible, de una tembladera de hojas, de barro, de
nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.
En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación crítica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores- sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como truenos. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriagaba esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez esa sea la razón determinante de mi humilde caso individual; y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmentos de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos. Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma; con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales. Heredamos la vida lacerada de pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante, pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe. Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanzas solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, ¿qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente Americano? ¿Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes
de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema,
preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a
trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día
enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados
impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la
fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia
infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi
poesía.
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de
los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une
ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados
de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades).
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura
provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui
el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa.
Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso
tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los
trabadores, a los poetas que el entero porvenir fue expresado en esa frase de
Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad
que dará luz, justicia, dignidad a todos los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano.
(CULTO / 21-10-2021)
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