por Roberto Calasso
Lautréamont, autor vacío, que opera una total, fría anulación de la
identidad, más rigurosa aún que la de Rimbaud, todavía demasiado
teatral. Morir a los veinticuatro años en una habitación de alquiler de la
rue de Faubourg Montmartre, “sans autres renseignements”, como se lee en el
acta de defunción de Lautréamont, es un destino mucho más temerario y eficaz
que dejar de escribir para vender armas en África (…).
Roberto Calasso
Existe un grado cero, un secreto nadir del siglo XIX; se alcanzó, aunque nadie
se diera cuenta, cuando un joven ignoto publicó en París, pagando la edición de
su propio bolsillo, un librito titulado Les Chants de Maldoror.
Corría el año 1869: Nietzsche trabajaba en El nacimiento de la tragedia,
Flaubert publicaba L’Education sentimentale, Verlaine, las Fêtes
galantes, y Rimbaud escribía sus primeros versos. Pero algo aún más
importante estaba por suceder; es como si la literatura hubiera comisionado,
para cumplir con un acto decisivo, clandestino y violento, al joven hijo del canciller
Ducasse, enviado desde Montevideo a Francia para emprender sus estudios.
Isidore, que tenía entonces 23 años y ya había adoptado el seudónimo de
Lautréamont, probablemente tomado de un personaje de Eugène Sue, le paga al
editor Lacroix la suma de 400 francos para que éste imprima Les Chants
de Maldoror. Lacroix cobra e imprime, pero, más tarde, se niega a
distribuir el libro. Tal como el propio Lautréamont cuenta en una carta,
Lacroix “se ha negado a dejar que el libro aparezca, porque en él la vida se
representa con colores demasiado amargos, y Lacroix teme al procurador
general”. Pero ¿por qué Maldoror infundía semejante miedo? Porque se
trataba del primer libro -dicho esto sin ningún énfasis- que se sustenta sobre
el principio de someterlo todo al sarcasmo. Es decir,
no sólo el inmenso lastre de la época que había favorecido el triunfo del
ridículo, sino también la obra de aquellos que había atacado crudamente el
ridículo: Baudelaire, por ejemplo, que será definido como “el morboso amante de
la Venus hotentota”, aunque con toda probabilidad era su poeta predilecto, el
antecedente inmediato de Lautréamont mismo. Las consecuencias de este gesto son
arrolladoras: como si cada dato -incluso el mundo entero es tomado como un
dato- rompiera de pronto sus puntos de apoyo y comenzase a vagar en una
corriente llena de torbellinos, sometido a todos los ultrajes, a todos los
azares, por obra de un prestidigitador impasible: Lautréamont, autor
vacío, que opera una total, fría anulación de la identidad, más rigurosa aún
que la de Rimbaud, todavía demasiado teatral. Morir a los veinticuatro años en
una habitación de alquiler de la rue de Faubourg Montmartre, “sans autres
renseignements”, como se lee en el acta de defunción de Lautréamont, es un
destino mucho más temerario y eficaz que dejar de escribir para vender armas en
África (…).
Al escribir a Darasse, Lautréamont asume el tono del demandante que
quiere obtener un anticipo de dinero y , al presentarse ante el banquero de la
familia, pretende tranquilizarlo adoptando el papel del joven de buenos
sentimientos. Pero, al mismo tiempo, aquel banquero se vuelve el modelo de su
lector, porque muchas de las expresiones de la carta pueden encontrarse,
prácticamente idénticas, en Poésies. Mediante este movimiento Lautréamont
alcanza el grado cero del escarnio, al mismo tiempo que, una vez más, revela su
peculiaridad, casi como un vicio congénito, eso que Artaud definiría de esta
forma: “Lautréamont no puede escribir una sencilla carta sin que se advierta
esa trepidación epileptoide del Verbo que, sea cual sea el
asunto tratado, no quiere ser utilizado sin temblor” (…).
Poesíes I se presenta como una drástica
declaración de intenciones que desarrolla y amplifica en tono solemne los
contenidos de la carta al banquero Darasse. Sin embargo, no tarda en aparecer
una primera, brutal infracción contra las formas: un párrafo de una página y
media constituido por un solo período, en el que el verbo principal no aparece
sino después de cuarenta líneas, al final de una enumeración caótica de
los elementos constitutivos de la literatura que debe condenarse. Leído hoy, el
párrafo se impone como una soberbia parodia de toda la
literatura del siglo XIX. Comienza con “las perturbaciones, las ansiedades, las
depravaciones”, lista que continúa a lo largo de una veintena de líneas;
prosigue con “los olores de gallina mojada, las languideces, las ranas, los
pulpos, los tiburones, el simún de los desiertos, lo que es sonámbulo,
sospechoso, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante, equívoco,
tísico, espasmódico, afrodisíaco, anémico, tuerto”; y sigue así en un mismo
impulso, tras lo cual el autor define todos los elementos incluidos en la lista
como “fosa común, inmunda, que me ruborizo de sólo nombrar”. Sin embargo, ha
incluido en su lista nada menos que ciento un miembros, ruborizándose quizás
cada vez. A propósito de esta “fosa común”, el lector de Maldoror evocará
enseguida al fantasmagórico Mervyn, cuando habla del “lugar en el que permanece
(su) inmovilidad glacial, rodeada por una larga fila de salas vacías, inmundas
fosas comunes de (sus) horas de tedio”.
Pero Lautréamont no nos da descanso; pocas líneas más abajo del
desmesurado párrafo enumerativo enuncia el nuevo canon literario: “Las obras
maestras de la literatura francesa son los discursos para las graduaciones de
los liceos, y los discursos académicos”. Aquí Lautréamiont da la
impresión de estar paladeando a una inédita voluptuosidad: no ya la de
contraponer, como Maldoror, la frondosidad de lo monstruoso al
orden probo y obtuso, sino el desarrollo de la monstruosidad en el interior del
propio orden, usando la técnica que le era más consustancial: llevar hasta el
extremo la interpretación al pie de la letra. De esta forma, se abisma
a conclusiones como la siguiente: “Toda literatura que discuta los axiomas
eternos está condenada a vivir sólo de sí misma. Es injusta, y se devora el
hígado. Los novissima Verba hacen sonreír con soberbia a los
niños de escuela. Nosotros no tenemos derecho de interpelar al Creador acerca
de ninguna cuestión”. Cuando aún no hemos acabado de saborear estas frases
perentorias y vacuas, un pensamiento nos alcanza: lo que estamos leyendo es, a
su vez, una de las más claras muestras de la literatura que vive sólo
de sí misma (…).
Junto con Stirner, Lautréamont es el otro bárbaro artificial que irrumpe
en la escena. Ya no en la escena del espíritu sino en la literatura. Así como
Stirner había demostrado a los audaces neohegelianos que eran en realidad una
cuadrilla de gazmoños, temerosos del Estado y de la humanidad, de la misma
forma Lautréamont demuestra que los satanistas románticos -vasta tribu
que culmina en Baudelaire- se habían detenido a las puertas del noir,
sin descender al detalle del horror, con precisión, paciencia y mirada atenta. Incluso
los lugares desde los que se exhalaron estas nubes venenosas parecen afines:
habitaciones de alquiler en medio de la gran ciudad, sea Berlín o París; pisos
altos, cielo profundo detrás de los cristales, sombras en la pared. Para ambos,
en su pasado callado se adivina una adolescencia febril, fantasiosa y
frenética, que “respira por sus poros la violación de los deberes, encerrada
entre esos muros de colegio que “incuban a millares ciertos resentimientos
ardientes, imposibles de expiar, que pueden marcar a fuego una vida entera”.
Una densa furia destructiva aparece como el carácter magmático de la forma. El primer lector digno de Lautréamont, León Bloy, lo advirtió enseguida: “Es lava líquida. Es insensato, negro, letal”. Sólo de Lautréamont y de Stirner no poseemos retratos (al menos hasta hace muy poco por lo que a Lautréamont respecta, en tanto que de Stirner sólo tenemos un perfil con gafas, trazado por Engels treinta y seis años después de su muerte). Stirner trata la filosofía (la más audaz filosofía) que le precede como Lautréamont trata la literatura de los rebeldes románticos: exasperándola para disolverla. A ambos los mueve el cruel frenesí de ver lo que sucedería si todas las reglas fueran burladas. Obviamente, no sucede casi nada, en el sentido de que prácticamente nadie fue capaz de advertir lo que estaba sucediendo. Pero el gesto quedó. Después de ellos, toda literatura, toda filosofía quedará atravesada por una herida mortal.
(BUENOS AIRES POETRY / 16-9-2021)
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