Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la
Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el
apoyo de la Universidad de Poitiers.
I RITUALES Y SOCIEDAD (I)
Los personajes de Juan
Carlos Onetti encontrarán en su imaginación las principales respuestas a la
mediocridad de la vida cotidiana y las desilusiones de la Historia. Los grandes
sueños del Siglo de las Luces y las construcciones utópicas tienden a degenerar
-tal cual lo hemos comprobado tanto en Buenos Aires como en Santa María: el
mito del lugar cerrado y paradisíaco o la isla de la felicidad se desmorona
junto a la utopía fourierista y el mito revolucionario. El descrédito o el
suicidio de sus representantes -Marcos Bergner, creador del falansterio “sanmariano”,
Barthé y Llarvi, respectivos defensores del socialismo y el marxismo-
repercutirá negativamente sobre la validez de los sistemas propuestos.
Pero más allá de expresar
la falta de credibilidad del fourierismo o el marxismo, las obras de Juan
Carlos Onetti tenderían al rechazo de toda ideología. Este recelo demostrado
frente a cualquier sistema filosófico, económico o social -ya perceptible en
1939 en un texto juvenil, El pozo-, se acrecentará en obras posteriores
como El astillero, Juntacadáveres e incluso en relatos como Para una
tumba sin nombre o La novia robada, aparentemente ajenos a todo debate
ideológico. Y es precisamente esta declinación de las ideologías lo que
provocará la expansión de lo imaginario en las obras onettianas.
Estructuralmente ligado al fracaso del pensamiento sistemático, lo imaginario
representará la libertad de una vida sin trabas, capaz de transgredir el estancado
orden social. Este cuestionamiento de la validez de toda búsqueda conceptual y
analítica propondrá, por oposición, a la irrupción ingobernable de la imagen.
Así, pues, la búsqueda de
la identidad, que parecía condenada a empantanarse entre una fatigante
reiteración de fracasos colectivos, comienza a ser reactivada.
Desapegándose lentamente
de una colectividad percibida como una simple yuxtaposición de soledades, el
individuo, parámetro fundamental de la producción novelesca onettiana, afirmará
su especificidad. Se tratará de un héroe solitario, deliberadamente aislado de
la sociedad u objetivamente rechazado por ella. Ya en los textos de los años
treinta -El pozo, Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo, El obstáculo y
El posible Baldi-, comienza lo que será un largo desfile de personajes
ajenos al mundo y a sí mismos. Desorientados, marginados y desclasados como
Eladio Linacero en El pozo, incómodos en el universo fragmentado e
inestable de la gran ciudad, cada cual buscará su manera de rehuir a ese
entorno opresivo. Esta aparente escapatoria de los héroes onettianos será de
hecho constructiva, al revestir frecuentemente la forma de una evasión onírica
y transgresora que permite al soñador asumir sus propias contradicciones y
soportar el mundo. Pero esta intensa y ostensible actividad, sobre la que
volveremos en su momento, va acompañada a menudo por otra práctica no menos
transgresora, a pesar de las apariencias: la prolongación falsamente
escrupulosa de los rituales.
El lugar y el tratamiento
reservados a los rituales constituirá, en efecto, uno de los elementos más
insólitos de las ficciones onettianas. Muy deliberadamente, el escritor va
desplegando toda una serie de prácticas sociales, religiosas o profanas, cuya
sola descripción ya constituye una preparación para la futura inversión de los
signos. Así, los principales héroes de Juan Carlos Onetti suelen comenzar
adaptándose con docilidad a ciertos moldes rígidos e impersonales que imponen
la tradición y el sentido común. Tal es el caso de Larsen, cuando vuelve a
Santa María y hace su ostentosa aparición en la misa dominical, intentando
reconquistar la estima ciudadana:
Entonces, era un domingo,
todos los vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once,
artero, viejo y empolvado, con su diminuto ramo de violetas que apoyaba contra
el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus -única, idiota, soltera- pasar
frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las
violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un
paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos (1)
Y así sucederá también con
Goerdel, imagen emblemática del fariseísmo, que finge con habilidad y sobre
todo con puntual constancia un fervor destinado a conmover al cura Bergner, su
protector y cómplice:
En el pasillo, siempre
oloroso a humedad y ausencia, incrustado en el muro, apenas iluminado por una
fosforecencia verdosa, protegido por la ayuda ambivalente de un vidrio, había
un sangrante Jesucristo de cera clavado en la cruz. Bajo la luz de luciérnaga
también podía leerse un poema de autor anónimo. Cuatro líneas sobre un papel
ocre y ondulante:
Tú que pasas, miramé.
Ay, hijo, qué mal me
pagas
Cuenta si puedes mis
llagas
La sangre que derramé.
Y allí en camisón y
arrodillado, golpeándose el pecho para acompañar el llanto, Augusto Goerdel.
“Debe hacerlo todas las
madrugadas -pensó Bergner-; sudoroso o helado, tenaz y puntual, apostando sobre
la ley de probabilidades, seguro de que alguna vez tendré que verlo, sorprenderlo
en su pieza de bravura y creer en él. Mi pobre idiota hipócrita. Mi hermano.” (2)
Notas
(1) El astillero,
Santa María I, pp. 13-14.
(2) La muerte y la niña, Cap. 3, pp. 34-35.
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