La muerte de los Sargentos y de la Mulita (24)
La calva del horno, y
luego el viejo palenque, sin resultado alguno ya se expusieron también, todavía
medio algodonosos, a la contemplación. Ardían rebrillares en todas partes…
vagos celeste-limón seguían descendiendo en neblina sobre las hirsutas copas de
los espinillos y los talas, bañaban ya, hechos ahora de naranja hasta su mitad
superior, las copas de los sauces y la del ombú, y seguían descendiendo más y
más. Las cuchillas desemparejaban su lisura; descubríanse en el bajo las
montuosas costas del arroyo; las piedras próximas recobraban su fosca aspereza.
Y, rayado de insectos recién desentumecidos y en aumento junto al barril de
agua y a la batea, el aire iba envolviéndolo todo, hasta lo de más arriba, en
un vaho de pastitos macerados, a cuyo perfume, por el tanto fumar quedaban
insensibles los reminiscentes del ya pálido fogón donde, de pronto, hubo viva
conmoción. La causó el brusco salir corriendo hacia su ranchejo del Trompa
Tamanduá recién consciente de su deber. Se agachó ante el “bendito”, metió la
mano adentro… Y se incorporó para quedar rígido y soplando por su clarín, que
centelleaba.
-¡Talarí, talarí… laráaaa…!
Los avanzantes jinetes:
Soldado Gallareta, Coatí, Guazuvirá, Bandurria, Aguará… y otros a quienes estos
no permitían ver, sólo escuchaban el redoble de los cascos de sus cabalgaduras,
el golpeteo de los sables sobre la carona, el como duro palmoteo en las espaldas
de la pesada carabina. Ni otra cosa oía el Comisario Tigre quien, por su grado
y por mejor montado -aunque nunca como aquel lobuno que le llevaron los de Don
Juan- galopaba bien adelante, el emplumado quepis hasta los ojos, feroz el
aire, en uniforme de gala por causa de no haberle llegado desde la capital el
de campaña sustitutivo del que, casi flamante, le quemaron con la plancha.
-¡Talarí, talarí, laráaaa…!
Bien habituado a que
ellos siguieran otro poco después que él dejaba de soplar, el Tamanduá bajó el
clarín indiferente a otro Talarí… laráaaa… que le pasó proveniente como de la
alta loma del ombú, para cruzarle por delante, ahora apareado con los otros dos:
uno, llegado del lado del Paso y, el otro, tal vez del tororal o, a lo mejor,
de más lejos, todavía, y que, al parecer, pretendían en vano insistir juntos
sobre los bultos del Sargento Cuervo y el Soldado Águila, que como para las
dianas estaban bajo sus ponchos patria.
Detrás de la carpa,
desabrochándose con recato por la proximidad de su interlocutor, el Cabo Pato
argumentaba al Cabo Lobo:
-No es posible. Y menos a
estas horas, con el sol ya encima. Por más vueltas que vos le des, no tenemos
más remedio que cumplir con nuestro deber
Abrochándose también
cuidadoso de la vista de su compañero, el Cabo Lobo aceptaba no sin
reticencias.
-Sí, sí, hay que dar el
ejemplo, yo sé. Pero yo te digo a vos, y acordate, que en caso de enfrentarnos
con Don Juan la mitad de la gente se le pasa. ¡Lo que es yo…! Mirá, yo no sé
qué te diga. A veces no hay cabeza que aguante.
A la distancia, el Mao
Pelada, su culero de delantal, envuelto en espejeos de trinos habías echado troncos
al fuego para ir preparando brasas, descolgaba un cordero de la rama donde se
oreaba con dos más toda la noche, lo ensartaba bien abierto en el asador… y así
lo dejó en actitud de querer abrazar a todo el mundo, de contento. Junto al
barril del agua, desnudos de cintura para arriba, toallas al hombro ahora, en
vez del máuser, los milicos empezaban a esperar turno para lavarse. Lejos y
cerca, de cada rama, de cada mata, hasta el suelo, rayando ya la ardiente,
franca luz, el gorjear surgía incesante, se mezclaba en barullitos como los del
rozar de papeles y vidrios y de delgadas laminas metálicas… primando ese,
riente y nunca igual, que tan bien hace la imitación del corcho, cuando este es
frotado, húmedo y en zigzag,con una botella.
Pero sin pájaros, ni
agitación alguna, el pajonal del bajo permanecía callado. Entre el pisoteadero
de espadañas de los que allí se detuvieron ratos antes para dejar su carga, yacía
el Sargento Primero Cimarrón, tendidos los brazos a lo largo del cuerpo como en
posición militar de firme, la espada a un costado y, al otro, tan arrimado a él
como aquella, y como aquella tan frío, el vencido protector de la Mulita. Aunque
con ropa de “particular”, la idéntica postura de los brazos y la rigidez de la
muerte dábanle asimismo al joven Aperiá el aspecto de soldado en revista.
Sobre la cara del
Sargento Primero llegaba a alcanzar una punta de su poncho. Cubriéndole la
suya, el Aperiá presentaba, hecho sopita, su sombreriro color canela.
Y gracias al rezagado frescor de la noche, todavía ni una sola mosca.
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