La muerte de los Sargentos y de la Mulita (23)
-¿Y ese Macá, que se ha
hecho, me quieren decir?
-Si hubiera estado en el
arroyo, sentiría los tiros.
-Habría salido con algún “parte”.
Al pobre le da un patatús cuando sepa.
-La noticia hay que
dársela de a poco. Primero, que hay esperanzas. Y cuando lo quiera ir a ver…
-Sí, ahí se le dice, derecho…
-¿Y no se acuerda don
Avestruz -interrumpió el Tamanduá- aquella otra vez?
-Me acuerdo, sí, ¿pero
cuála?
-Cuando el finado se tiró
al río, y los tres matreros dieron vuelta haciéndole frente, y con una mano
ellos nadaban y con la otra le mandaban viajes con las dagas.
-¿Cómo fue? ¿Cómo fue?
-¡Ah, esa fue otra
tamaña! -exclamaron a una el soldado Yacú y el Soldado Gavilán.
Su enormidad de dientes
mostraba el Comadreja al elevarse como en puntas de pie en su embelesadora
evocación.
-¡Mugrientos! ¡Mugrientos!
-dirigíales por lo bajo desde su ranchejo el Voluntario Terutero, de costado
sobre las pilchas de su apero, sin poder abarajar una sola frase entre el
murmullo de voces que le llegaba-. ¡Mugrientos! ¡Mugrientos!
-Dos se ahogaron -recordó
el Mao Pelada en aprontes de su propio mate-. ¿Pero el otro? ¿Se le escapó el
otro, don Avestruz, o él lo agarró preso?
-¡Preso, m’hijito,
preso!... ¡Figurate! Cuando medio quiso ese cuatrero afirmarse en los camalotes
, ya me lo tuvo al finado arriba… Y haceme el favor, muchacho, agenciame el
poncho… Y ya que vas, traé las galletas y un medio queso que hay en la maleta,
para esta gente.
-¡Valiente!
-¡No, deje!
-¡Valiente!...
-¡No, señor, deje!
-¡No faltaba más…! Tanto
mate solo lava el estómago. Y la madrugada da hambre.
En efecto: desde la alta
loma del ombú se venía ya la aurora; y el apetito, como desperezándose,
comenzaba a despertarse en el milicaje
Salió muy diligente el
Soldado Cuzco Overo; corriendo salió y corriendo volvió con el poncho, justo al
consumarse la desaparición de la postrer estrella. Por no demorar el abrigo
para don Avestruz, prefirió traer las galletas y lo otro en un segundo viaje.
Entornando los ojos con
cabeceo agradecido, el viejo Avestruz se dejó arrebujar por su joven compañero
de armas, mientras a todos -a los sin y a los con poncho- íbalos envolviendo
por igual una entonación rosa-celeste. Y ninguno, nadie, nadie advirtió el
transcurrir sin sigilo del tiempo; ninguno, nadie vio cómo, en el sitio mismo
desde donde, antes, sólo se habían hecho presentes algún resuello, algún sordo
ronzar, ahora las cabalgaduras comenzaron a tomar cuerpo hasta asomar los
cucuruchos de sus orejitas, a la vez que, del ámbito todo, despacio surgían
indefinibles árboles, se alzaban piedras, comenzaban, sin apuro, a hacer su
aparición colinas y más colinas, por detrás de las cuales, en tardos círculos
cada vez más vastos, manteníanse vagas sombras que por grados iban resultando,
también, más lomas y más lomas al recibir color.
Y ya eran patentes, entre
los rechonchos “benditos”, aquí, casi junto al mancarrón tordillo que no sacaba
los ojos del grupo policial, el bragado del Gavilán; allí, el rabicano del
Tamanduá entre escuálidos cardos apenas reanimándose con el rocío, y el overo
negro de la Comadreja; allá, bajo los talas, un oscuro y un malacara y el lindo
doradillo del Cabo Lobo; y, más lejos, aparecía un lunarejito o rosillo -no se
sabría bien- que, si era lunarejo, pertenecía al Soldado Yacú y, de ser
rosillo, al finado Águila… y que era el lunarejo, no más, pronto no cupo dudas.
-…¡Sí, cómo no me voy a
acordar de esa, muchachos! Me decía el finado que él venía teniendo en cuentas
que capaz que le apagaran la luz cuando se mandara para adentro y les diera la
voz de presos. Y que fue voltear alguno el candil en cuanto lo vieron en la
puerta, y ya de un salto el finado había cambiado de sitio. Así, lo menos a un
metro a su derecha fue que le reventaron los tiros.
-¡Pero qué cosa divina! ¿Y después, don Avestruz?
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