Capítulo X
La
muerte de los Sargentos y de la Mulita (22)
Incorporándose con tiesa
circunspección, el Mao Pelada y el petiso Cuzco Overo obedecieron. Y los otros
conmilitones, también. El primero que, sobre la empapada gramilla, no más, tomó
asiento, fue el Voluntario Terutero. Pero antes de sentarse los demás, él ya
estaba otra vez parado. Es que el Cuzco Overo, que a unos metros de distancia
se disponía a limpiar el mate, lo había llamado con gesto enérgico. Cuando le
llegó:
-Mire -le dijo bajito y cimbreándole
la bombilla entre los ojos- usté se me retira de aquí porque usté es Voluntario.
Con todo lo que ha pasado, hay orden de los otros dos “clases” de que no quede
levantada más que la gente de tropa.
-Sí, pero…
-Y al que no acate,
dijeron, y ya ve que solito por usté, se le manea hasta que llegue el
Comisario.
El Terutero salió hecho
ají hacia su ranchejo. Y contra un tenso maneador se dio y rodó cuando quiso
mirar hacia atrás para dirigir con la mente palabrotas de encono sobre el grupo
miliciano ahora resplandeciendo bajo el flamear que provocó el Tamanduá al
arrojar sobre las ascuas nuevo brazal de ramas.
En cuclillas, algunos;
sobre troncos y piedras, otros; atrás sus sombras de golpe densas y ahora mucho
más largas que ellos debido a la reciente maniobra del Tamanduá, habíaseles
avivado el rojo de las bombachas, fulguraban con renovado ardor en los desemponchados
las vainas de los sables y los botones de las chaquetillas militares, tanto más
azules estas cuanto más cerca del fogón. Y en todo ponía inquietos
deslizamientos de negruras y de tintes cobrizos el tremolante resplandor de la
fogata.
El silencio del campo y
de la noche se les asomaba por encima. Y tan ensimismador era aquello, que cada
cual sentía la necesidad de sacárselo de arriba. Pero nadie sabía cómo. Hasta
que, con sonrisa forzada, confió el Tamanduá tocándose el pescuezo:
-Pero ya hace ratos que
sentía una cosa en el cogote y no me daba cuenta qué tenía. Y era que no tenía
la golilla.
-¿Ahá?
-Sí, me la saqué para pararle
la sangre al Cabo Pato y… él me dijo: “Déjese de partes, hermano. Le va a quedar
perdida la golilla”. Fue cuando yo le dije: “¡Valiente!”…
Semejante a cuando se
marcha entre un alto pajonal espeso, así andaba su imaginación. Mas, de pronto,
el Tamanduá distinguió como una sendita en la mente. Y se lanzó por ella:
-¡Amigo, qué mandoble me
le largó al Cabo el finao Sargento!
En su asiento de piedra
el anciano Avestruz alzó con brío la cabeza, que ya casi se posaba sobre el
pomo de su espada mantenida entre las piernas.
-¡Es que ustedes nunca,
nunca sabrán quién era el finado Sargento Primero! ¡Nunca!
-¡Ah, era flor de quiebra
ese finado! -exclamó el Cuzco Overo en cuclillas frente al fuego, poniendo, ya
hinchada la yerba, su bombilla al mate mientras lo mismo hacía con el suyo el
Soldado Mao Pelada.
-¡Pobre! ¡El planchazo
que me le mandó al Cabo Pato en aquella arremetida!
-¡Sí, y a mí, el pobre! A
mí casi me abre de par en par, de un hachazo.
-¿Y a mí, che, que casi me
raja la cabeza?
-¡Sí, pobre! Yo he
conocido gente taura; ¡pero como el finado…! ¡Qué finado!
Esperó, paciente, el
Avestruz a que se hiciera un claro en el chisporrotear de las exclamaciones. Y,
al fin, trató de volver a hablar.
-Yo siempre pensaba que
este finado Sargento Primero…
-Ah, sí, no hay nada que
hacerle -apoyó a ciegas el Tamanduá-; ¡no hay nada que hacerle!
Agachó la cabeza el
veterano y embistió de nuevo:
-Yo no sé si él les hizo
saber alguna vez… Una madrugada, en la frontera, se topó el finado con cuatro
cuatises brasileros que pasaban un contrabando… El finado había hecho noche abajo
de un ombú. Bueno, él ensillaba recién… y cuando quiso acordar… ¡Hermanitos…
qué pistola ni pistola…!
El milicaje dilataba los
ojos de anticipada admiración. Pero el esfuerzo por atender se los achicaba en
seguida.
-Saltó a caballo, peló el
sable ese finao… apretan el gorro los delincuentes… Y para delante y para
delante en la persecución ¿quieren creerme ustedes que se mandó al Brasil
enceguecido?... Como él me decía: “Cuando me di cuenta que había invadido… ¡Y
para peor, che, de uniforme” Porque ustedes ven que capaz que se armaba una
guerra… ¡Y con una patria hermana!
-¡Hermana, pa joderla!
-saltó uno.
-¡No, m’hijo; eso fue
antes! ¡No seas tan atrasado! Y me contaba el finao que, en un de repente, vio
que los malhechores se empezaban a agarrar la cabeza sin parar la disparada y
sin que él hallara la causa de semejantes aspavientos, porque hasta, más bien,
ellos le iban sacando distancia. Ahora ya metiendo espuelas seguía, el finado,
cuando, ¡hermanitos!... fue sintiendo una calor, una calor… Y me decía que
pensó: “¡Pero caramba, ¡esta patria no es la mía!” y se asujetó, miró para
todos lados, y ya salió ese finado para atrás, a todo lo que le daba el bayito,
antes que lo agarrasen las barras del día y lo distinguiera algún nativo de
allí…
-¡Sírvase, don Avestruz!
Era ahora el muy solícito
Cuzco Overo con el mate.
-¡Gracias, m’hijo! Pongasemé usté ahí con su caldera. Y usté, Mao Pelada, usté… después agarra la otra caldera.
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