Capítulo X
La muerte de los
Sargentos y de la Mulita (21)
Junto a su picazo
ya asomando espuma en la boca, sobre el relucir -ahora rojizo por el
resplandor- del charol de sus muy lindas botas nuevas, al Gato Pajero le
bailaban los ojos sobre el enardecido. Esperando la continuación del desahogo
miró asimismo al grupo en pesadumbre. Luego, ladeándose el quepis, sin decir
palabra desdeñó el estribo, montó de un salto y salió desviando los ranchejos
para, en seguida al galope, como flotar sobre el campo ya con un poco de baja
cerrazón ahora visible por haberse zafado otra vez la luna de los nuberíos.
Extrañamente, este
distanciarse acentuó la necesidad de silencio en los sentados. El jinete
cabalgaba ya lejos; su presencia se habría borrado del todo de no ser el redoble
del galope que, a su vez, también se iba desvaneciendo, y todavía a ninguno de
ellos le hubiera sido posible hallar en sí las llamaradas de encono que
momentos antes se habían estado alzando. Cual las enhiestas flores cuando
empiezan a sentir el peso del sol, así se agachaba, se amustiaba cada ímpetu. Y
una marejada de mansas evocaciones, llegadas desde muy adentro, crecía y crecía
en cada cual.
El Veterano
Avestruz ahora tenía delante al mismísimo mangrullo de la Comisaría. Delante,
sí, y un poco retirado. Y sin nadie al pie; sin nadie. No como tan
frecuentemente hasta la semana pasada, con él y el Sargento Cimarrón allí,
tomando mate, envueltos en humos, proseando de bueyes perdidos, que es cuando
más lindo resulta prosear, porque las palabras de cada cual, en vez de meter
barullo en el pensamiento del otro, apenas si se lo van meciendo de abajo, para
después, con el solo efecto de aquel impulso, dejarlo haciéndose dulces gustos;
ya retrocediendo entre sus memorias en un desandar la vida, ya a capricho
llevando prendas hasta allí donde no puede haberlas, porque hasta allí el
tiempo no ha llegado todavía…
“-¿Vido?
“-¿Qué?
“-Se corrió una
estrella.
“-No, no la vide.
“-¡Tan linda, y
vaya a saberse a dónde puta irá a parar!
“-En cualquier
lado que sea, será lindo para ella. Allá arriba, compañero, no es como aquí
abajo… ¿Qué le iba diciendo?...”
El mencionado alto
mangrullo también acababa de aparecerse a los otros soldados. Pero en forma
distinta. Como tan frecuentemente hasta la semana pasada, no como lo sería de
esa madrugada para adelante; no solitario sino con el finao Sargento Primero y
el viejo Avestruz de mucho mate y mucho naco brasilero, el Asistente Macacito
ronceándolos… y sentándose en la rueda a escuchar embebecido, en cuanto querían
acordar.
Primero una
mirada, después otras dos, en seguida la del Soldado Flamenco -que llegó como
de tiro, pero llegó- todas las vistas cruzaron el trecho y se posaron
compasivas sobre el agobiado servidor.
Uno de entre los
milicianos, el Cabo Pato, musitó bajando deliberadamente los párpados para
adecuarse bien a la situación:
-¡Y qué se le va a
hacer! ¡Hay que tener paciencia!
-‘Sí, m’hijos, es
claro! -arguyó el anciano soldado, y dejó salir desde sus adentros-: ¡Contra el
destino no hay caso!
-Bueno, la orden
se cumplió -cortó desde las tinieblas el Soldado Gavilán.
Adelante él de su
sombra y de la correspondiente del Trompa Tamanduá, ambas largándose y
acentuándose a medida que se acercaban a las llamas, tanto un policiano como el
otro trataban de evidenciar en el semblante que ni una vez siquiera se habían
topado en la vida con el Voluntario Terutero, el cual inútilmente había
intentado sobrepasarlos para llegar el primero y entrar antes que ellos en lo
que presumía apasionante conversación.
Como los demás, se
dio vuelta el anciano Avestruz, cada vez más triste porque iba percibiendo
crecer el número de vistas posadas, tan mansas, sobre él. Y como aquellas
conmiseraciones que despertaba le acentuaban la sensación de situarse más y más
en la condición privilegiada de “doliente”, con cierta inseguridad al principio
comenzó a asumir las consiguientes prerrogativas y deberes.
-Bueno, Cuzco Overo; y usté, Mao Pelada, aprontensén dos mates para esta gente, m’hijos. Y ustedes -dirigiose a los recién llegados- sientensén, no más, y estén cómodos.
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