jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (152)

 Capítulo X

 

La muerte de los Sargentos y de la Mulita (21)

 

Junto a su picazo ya asomando espuma en la boca, sobre el relucir -ahora rojizo por el resplandor- del charol de sus muy lindas botas nuevas, al Gato Pajero le bailaban los ojos sobre el enardecido. Esperando la continuación del desahogo miró asimismo al grupo en pesadumbre. Luego, ladeándose el quepis, sin decir palabra desdeñó el estribo, montó de un salto y salió desviando los ranchejos para, en seguida al galope, como flotar sobre el campo ya con un poco de baja cerrazón ahora visible por haberse zafado otra vez la luna de los nuberíos.

 

Extrañamente, este distanciarse acentuó la necesidad de silencio en los sentados. El jinete cabalgaba ya lejos; su presencia se habría borrado del todo de no ser el redoble del galope que, a su vez, también se iba desvaneciendo, y todavía a ninguno de ellos le hubiera sido posible hallar en sí las llamaradas de encono que momentos antes se habían estado alzando. Cual las enhiestas flores cuando empiezan a sentir el peso del sol, así se agachaba, se amustiaba cada ímpetu. Y una marejada de mansas evocaciones, llegadas desde muy adentro, crecía y crecía en cada cual.

 

El Veterano Avestruz ahora tenía delante al mismísimo mangrullo de la Comisaría. Delante, sí, y un poco retirado. Y sin nadie al pie; sin nadie. No como tan frecuentemente hasta la semana pasada, con él y el Sargento Cimarrón allí, tomando mate, envueltos en humos, proseando de bueyes perdidos, que es cuando más lindo resulta prosear, porque las palabras de cada cual, en vez de meter barullo en el pensamiento del otro, apenas si se lo van meciendo de abajo, para después, con el solo efecto de aquel impulso, dejarlo haciéndose dulces gustos; ya retrocediendo entre sus memorias en un desandar la vida, ya a capricho llevando prendas hasta allí donde no puede haberlas, porque hasta allí el tiempo no ha llegado todavía…

 

“-¿Vido?

 

“-¿Qué?

 

“-Se corrió una estrella.

 

“-No, no la vide.

 

“-¡Tan linda, y vaya a saberse a dónde puta irá a parar!

 

“-En cualquier lado que sea, será lindo para ella. Allá arriba, compañero, no es como aquí abajo… ¿Qué le iba diciendo?...”

 

El mencionado alto mangrullo también acababa de aparecerse a los otros soldados. Pero en forma distinta. Como tan frecuentemente hasta la semana pasada, no como lo sería de esa madrugada para adelante; no solitario sino con el finao Sargento Primero y el viejo Avestruz de mucho mate y mucho naco brasilero, el Asistente Macacito ronceándolos… y sentándose en la rueda a escuchar embebecido, en cuanto querían acordar.

 

Primero una mirada, después otras dos, en seguida la del Soldado Flamenco -que llegó como de tiro, pero llegó- todas las vistas cruzaron el trecho y se posaron compasivas sobre el agobiado servidor.

 

Uno de entre los milicianos, el Cabo Pato, musitó bajando deliberadamente los párpados para adecuarse bien a la situación:

 

-¡Y qué se le va a hacer! ¡Hay que tener paciencia!

 

-‘Sí, m’hijos, es claro! -arguyó el anciano soldado, y dejó salir desde sus adentros-: ¡Contra el destino no hay caso!

 

-Bueno, la orden se cumplió -cortó desde las tinieblas el Soldado Gavilán.

 

Adelante él de su sombra y de la correspondiente del Trompa Tamanduá, ambas largándose y acentuándose a medida que se acercaban a las llamas, tanto un policiano como el otro trataban de evidenciar en el semblante que ni una vez siquiera se habían topado en la vida con el Voluntario Terutero, el cual inútilmente había intentado sobrepasarlos para llegar el primero y entrar antes que ellos en lo que presumía apasionante conversación.

 

Como los demás, se dio vuelta el anciano Avestruz, cada vez más triste porque iba percibiendo crecer el número de vistas posadas, tan mansas, sobre él. Y como aquellas conmiseraciones que despertaba le acentuaban la sensación de situarse más y más en la condición privilegiada de “doliente”, con cierta inseguridad al principio comenzó a asumir las consiguientes prerrogativas y deberes.

 

-Bueno, Cuzco Overo; y usté, Mao Pelada, aprontensén dos mates para esta gente, m’hijos. Y ustedes -dirigiose a los recién llegados- sientensén, no más, y estén cómodos.

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