La muerte de los Sargentos y de la Mulita (20)
El humo de los cigarros empezó a salir
por su cuenta, sin impulso alguno, de bocas y narices. El silencio se ponía
opresor. Bajo una fuerte necesidad de hacerlo retroceder un poco, por lo menos
hasta los primeros “benditos” y las primeras estacas de la caballada, el Flamenco
pensó que bien podía exclamar que la noche estaba fría o que al otro día iba a
desvasar a su tordillo. Optando por lo segundo se disponía a hablar, cuando se
contuvo. Era que el Avestruz empezaba, con el pescuezo cada vez más inclinado:
-¡Pucha, miren ustedes lo que son las
cosas! Toditos lo más amigos y, de repente… ¡Fíjensén lo que hemos hecho!
¡Hemos matado a un aparcero viejo!
-¡Yo no lo maté! -cortó el Mao Pelada
echándose atrás como si le amagara su bote una cascabel de años o le hubieran arrojado al pescuezo frío lazo
viscoso.
-¡Lo matamos todos, sí… porque lo
dejamos matar!
La voz de don Avestruz iba creciendo en
intensidad hasta que le vino el recelo de que las palabras pudieran andar
demasiado cerca de la carpa de los Cabos. Para evitarlo siguió bajito, pero en
compensación envolviéndose en violentos ademanes:
-Si en vez de estar haciendo pruebas
(esto lo digo por mí, sepan la gran verdá y por el Cabo Pato) o mirando la
función (esto lo digo por casi toditos ustedes) le hubiéramos dado un buen
sosegate al Sargento Segundo…
Interrumpiose con sobresalto el
Avestruz. Y todos, encandilados por tener el fuego delante, intentaron ver
quién producía aquel rasco de espuelas que por atrás llegaba.
Era el Soldado Gato Pajero, emponchado,
de tiro su ya ensillado medio redomón, dispuesto a marchar con el “parte” a la
Comisaría. El aire sombrío, sin sospechar que ponía el dedo en la llaga,
exclamó ya sobre sus compañeros:
-¡Pucha, qué me cuentan! ¡Hemos matado
a nuestro Jefe!
-¿No ven? ¡Sí, señor; él revienta con
la verdá! -retomó el Veterano Avestruz-. ¡Lo hemos matado nosotros, nosotros!
El Flamenco agachó la cabeza. Luego, se
revolvió como si hubiera dado entre las brasas que le brillaban enfrente.
-¡Y bueno, qué embromar! -estalló-.
¿Por qué no convidó a alguno a insubordinarse? ¿Por qué alguno no lo bajó de un
tiro al Segundo, y así se acababa todo, y al que no le gustara también se le
dejaba seco, y por qué no se le dio puerta franca a la Mulita y todo el mundo
levantó el poncho, eh?
Se interrumpió el Flamenco tomando
aliento, y miró callado conjunto de abatidos junto a los cuales cabeceaba
impaciente el picazo del Gato Pajero. Después, como quien hace fuerza hacia
abajo con la mano abierta, siguió:
-¡Y ahora, dele y dele decir que lo hemos matado y que lo hemos matado! ¡Claro que lo matamos! ¡Y ahora, caray -y frenético pateó el suelo ante un súbito recuerdo- ahora yo tengo que meterme de guardia para vigilar que la Mulita no escape… y todo esto es un relajo jamás visto!
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