La muerte de los Sargentos y de la Mulita (19)
Allá lejos, los dos Cabos ya habían
cerrado la carpa, deliberantes. A través de la lona un resplandor denunciaba
que habían encendido otra vez la vela.
De la soldadesca, el primero en
reponerse fue el Veterano Avestruz. Por no empaparse los fondillos en el pasto,
buscó una piedra, se sentó con el sable entre las piernas y quedó callado, la
cabeza gacha, la mirada, de golpe vuelta muy torva, hacia las rayas amarillas
que filtraban las rendijas de la tienda donde, sin saber bien por qué,
conferenciaban los Superiores.
Este brusco cambio de actitud en el
viejo aparcero del difunto Sargento Cimarrón atrajo con viveza la atención de
los otros. Y les sopló las últimas risas, y empujoles asimismo el pensamiento a
converger sobre un punto idéntico.
-Sí, para don Avestruz… ¡es un golpe!
-musitó el Soldado Cuzco Overo al Soldado Mao Pelada, pidiéndole fuego-. Hay
que ver que eran como hermanos desde muchachones.
-¡Sí, pobre, hay que ver! -compartió el
confidente casi con un suspiro, al tiempo que le pasaba su yesquero-. ¡Hay que
ver! ¡Es un doliente, casi casi!
-Doliente derecho tiene que ser reconocido
por nosotros… -dejó caer absorto, como para sí mismo, el Trompa Tamanduá.
Tal como cuando los gurises, en lo
mejor de los chiveos,, ven de repente que con un empaque a lo toro están
teniendo al lado al mismísimo tata viejo, y cada cual hace un esfuerzo para ni
pensar siquiera en las diabluras que estaban haciendo ni en las que pensaban
hacer, y sin mirar sienten que el imponente los sigue mirando fijo, cada vez
más cerca, y busca un sitio donde sostener la tamaña quietud que la
circunstancia les reclama, así, de esta manera, ante el recuerdo del héroe
inaudito atraído por la atención a su aparcero Avestruz, se guardó brusco
silencio… tan intenso de pronto que desensimismó como trueno.
Los Soldados Gavilán, Tamanduá, Yacú y
Comadreja, seguidos -al principio sin darse cuenta- por el Voluntario Terutero,
se dirigieron lentamente adonde yacía el Cimarrón, lo alzaron y con él se
perdieron sin decir palabra rumbo al bajo. A medio “cuerpo” iba el bayo. Como
las nubes otra vez no se estaban quietas, ya se veían las caras, ya marchaban
con cuidado de no matarse contra el suelo.
En el fogón, sacudiéndose las bombachas
hechas sopa en la parte trasera, por el rocío, el Mao Pelada se levantó. Y se
quedó inmóvil, mirando la noche que perdía estrellas por el Este. Luego, se
acercó a la piedra de don Avestruz, quien con no habitual solicitud le hizo
sitio para que también la ocupara, y se sentó. Olvidado de su guardia, ya
estaba al lado el soldado Flamenco, en cuclillas, la carabina tendida en
tierra, delante de su tordillito, cuyo maneador empuñaba.
El cuzco overo iba a procurarse un
asiento cuando reflexionó y dijo:
-¡Pero muchachos, vamos a ponernos
cerca del fuego, mejor!
El Flamenco y el Mao Pelada se
incorporaron con resolución para seguirlo. Como a desgano, el Veterano Avestruz
se levantó, a su vez. Y exclamando casi para sus adentros:
-¡Qué se le va a hacer! ¡Así es la
vida; corta! -caminó muy lento tras los otros, cual si nada tuviera que ver con
ellos, la cabeza colgando como pilón de báscula y cuidadoso de no ir demasiado
cerca de las patas del tordillo, pues este, ahora no de curioso sino obligado
por el sobeo que su dueño retenía, también integraba el conjunto.
En torno al fuego asentábanse piedras y troncos muy cómodos. Allí se situaron todos menos el tordillo -sujeto al fin a su estaca pero a escasa distancia, el ojo siempre sobre el grupo- y todo el mundo quedó hecho poste.
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