La muerte de los Sargentos y de la Mulita (17)
En seguida empezó a tomar disposiciones.
Dispuso que las guardias volvieran a sus apostaderos, recomendando mucho ojo.
Hizo traer los ponchos del finado Cuervo y del finado Águila a fin de cubrirles
las caras para que no les diera la luna. Y ordenó asimismo que el Soldado Gato
Pajero ensillara de inmediato y llevara el “parte” a la Comisaría.
-¡Yo también voy! -saltó el chillido
del Voluntario Terutero, su chiripá hecho una lástima con los rugosos goterones
del sebo-. ¡Yo también voy!
Justo al ir a tirarle una dura patada
se contuvo el Cabo Lobo. Pero por no quedarse con las ganas de hacerle algo, le
manoteó el sombrero, que aun oficiaba de pantalla, y sopló la vela.
Ya a la sola luz de la luna y al cada
vez más tenue fulgor del fogón -desde hacía rato olvidado de alimentar- volvió
a escucharse al noble Cabo.
-Y como el finado Sargento Primero está
fuera de la ley y no se entierra, alcenlón y dejenlón en el bajo, al lado del
Aperiá… ¡Pero se le deja el sable, ojo! Después, si el Comisario pone algún
pero, se va a incautarle el arma.
En el grupo de los que quedaban, quien
con más decisión cabeceó aprobatorio al oírlo fue el anciano Avestruz. De a
poco, de a poco, él se iba haciendo cargo de lo sucedido y de las consecuencias
para su corazón.
Calló el Cabo para agacharse en el pasto,
y se alzó con la desnuda espada del Sargento Primero.
-¡Pero si nos ha dado hacha que ni en
el monte!
Diciendo así, interponía entre sus ojos
y la mansa luna el terrible filo lleno de muescas.
El viejo Avestruz se aproximó por
detrás del Cabo y la contempló con arrobo aureolado de melancolía.
-Él siempre me decía: “¡Mirá, española
legítima”. Y se ve. Si no… ¡la parte!
Volvió a inclinarse el Lobo e introdujo
la espada en la fiel vaina sujeta a la cintura del cadáver. Después, por debajo
del cinto, corrió la pretina de las bombachas, muy pegajosa de sangre.
Entreabrió la chaquetilla militar. Observó las heridas del pecho… En la cara,
sólo rasguños. Pero allí no estaba la expresión bonachona que -pese al
fruncimiento del entrecejo asumido al salir de la “cuadra” ya lavado y peinado-
acompañó a lo largo de su vida al Sargento Cimarrón. Allí no estaba. Y en su
lugar había cuajado el aire de intrepidez de cuando, entre sus auditorios de
sonrisas solapadas o bajo la insaciable credulidad de su joven Asistente Macá,
gritaba, atemperando, que había gritado con voz de trueno, por ejemplo: “’Rindansé,
que por guapos les doy palabra de respetarles la vida!”
El Cabo Lobo jamás dio atadero a las
historias del Cimarrón. Muchas veces hasta se incorporó y abandonó el fogón sintiéndose
a punto de estallar, pues había momentos que las cosas ya pasaban de castaño
oscuro. Mas ahora, asomado sobre el con tanto heroísmo sacrificado, la
verosimilitud comenzó a hacerle retroceder en la memoria como una llama blanca.
Esta luz se abría paso entre el olvido, y ya dejaba encendida una meridiana
claridad de certeza al pie del irrumpiente recuerdo de cada confidencia
hazañosa de su Superior. Así, hasta le pareció que su Sargento jamás había
tenido otra expresión que la denodada que en ese instante él miraba y remiraba
bien patente.
-¡Está igualito, parece mentira! -se
musitaba meneando la cabeza.
El noble “clase” se irguió esforzándose
por no dejarse llevar de sus emociones hasta quién sabe dónde; capaz que hasta
a provocarle pucheros, que sería un papel; cruzó los brazos y se puso a
observar sombrío la diligencia con que se iniciaba el cumplimiento de sus
disposiciones. Advirtió entonces no sólo en el soldado Avestruz sino en el
Departamento entero la más decidida aprobación al honor de dejar al Cimarrón
con su espada. Entonces, como, total quien mandaba allí era él, y como nada le
costaba seguir haciendo las cosas bien, resolvió agregar:
-¡Ojo, no se me vayan a olvidar!
¡Llévenle también el poncho, y me le tapan con cuidado la cara!
Se quedó un momento, absorto, fruncido
el entrecejo. Luego, con brusco ademán, resuelto a seguir haciéndose el gusto,
detuvo a los que ya se disponían a recoger al muerto.
-¡Y el caballo, por favor! Soldado
Yacú, vaya y traiga al bayo de él para que lo acompañe… Y al ladito se lo atan
a la estaca. Pero no a lo indio, ¡ojo! La estaca la entierran a gatitas. Cosa
de que cuando se queden solos, si el bayito quiere ganar el campo, con un poco
de tironeo quede libre… ¿Y aquel, aquel señor de hoy, me estoy acordando…? -Y
señaló con precisión hacia ya no estaba la quietud sin gloria del Aperiá-.
Diganmén, ¿no tenía sombrero?
El Soldado Gato Pajero se adelantó
alargando el achatado chamberguito color canela con el luto, por él sorprendido
entre unas achiras.
-Mire, mi Cabo, le soy franco, para mí
que este sombrero era del señor.
Apartando compañeros el Soldado Cuzco
Overo tomó el sombrero, le elevó la abollada copa, lo puso a distancia de la
vista…
-Sí, no hay nada que hacerle; ¡es el
sombrero del señor! -aseguró.
-Bueno, entonces -dispuso el Cabo Lobo-
entonces lo llevan al sombrero también con ellos al pajonal, y se lo ponen en
la cara a su dueño, cosa que tampoco le dé a ella la luna.
No fue una voz; fue un coro el que
exclamó:
-¡Sí, claro!
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