por Alejandro Martínez Gallardo
Una de las cualidades más
sobresalientes que pueden encontrarse en la mayoría de las religiones antiguas
es la relación entre el aire (o el viento) y el ser, el sí mismo, el alma, la
conciencia o el espíritu. Antiguamente existía la noción de que lo
que somos en nuestra forma más esencial los seres humanos tenía que ver con
algo que existía en el mundo, en la atmósfera, en el cielo. Había una
continuidad y una transparencia de energía y de conciencia entre la
naturaleza y el ser humano.
En la mayoría de las tradiciones
religiosas –el hinduismo, el budismo, el taoísmo, el judaísmo, el
cristianismo, el islam, las religiones chamánicas y prehispánicas– se
equipara el espíritu o el alma con el viento o el aire. El lenguaje
expresa esto de muchas maneras: "respiración" y
"espíritu" son obviamente cognados: respirar es inhalar y
exhalar aire, espíritu. Anima ("alma" en latín)
proviene del griego ánemos, "viento", cognado también del
sánscrito anila. La voz griega psyché, que
significaba "alma" y en nuestra época refiere a todo lo mental, es
también originalmente una palabra asociada con la vida y con el soplo vital. Lo
mismo ocurre con pneuma, que significa tanto "aire" como
"espíritu".
En el cristianismo, todo lo que compete
al Espíritu Santo es "pneumatología", el discurso del espíritu,
su descenso al mundo y su permanencia como deleite, amor e
inspiración. En la fiesta del Pentecostés el Espíritu desciende como
"un vendaval" y como "lenguas de fuego", inspirando a los
apóstoles con el poder del Verbo. Y cuando Pablo habla del cuerpo
espiritual que tendrán todos los seres humanos en la resurrección universal,
habla de un sōma pneumatikos. El término hebreo ruach,
que aparece en el Génesis como el espíritu creativo de Dios que se mueve sobre
las aguas, es también otra palabra para "aire", que puede igualmente
traducirse como "espíritu".
En sánscrito ātman es
el pronombre reflexivo, el sí mismo y el alma, la cual es identificada con
el brahman, con Dios, con el Espíritu Universal. Pero el uso más
antiguo de esta palabra es "aire", "cuerpo" o
"vida". Incluso el budismo, que niega la existencia de algo como
un alma eterna o un dios creador, mantiene esta misma noción bajo el
entendido de que el continuum mental es un viento sutil que
transmigra y se condensa como los diferentes cuerpos, y que la
creación cíclica del mundo es el resultado de los "vientos del
karma". Incluso, siguiendo al hinduismo y sus nociones del prāṇa (que
desde las Upaniṣad es considerado la divinidad misma), la
iluminación es descrita por el budismo tántrico como el resultado de
una praxis contemplativa y un yoga pneumático. De esta manera se logra
la manipulación de los alientos vitales que penetran en el canal
central, suben por la columna hasta la corona y derraman una
sustancia ambrosíaca, una especie de elixir alquímico que permite que el
individuo despierte a una realidad luminosa en la que ya no percibe la
separación entre su subjetividad y un mundo de objetos externos.
Podríamos seguir con el qi de
los chinos o con el ik de los mayas y citar la misma
asociación entre los toltecas, mixtecos u otomíes (y básicamente
en todas las culturas prehispánicas). Lo importante es que en todos lados
vemos una correlación entre aire y espíritu, vasos comunicantes entre la
esencia del ser humano –su conciencia, voluntad o espíritu– y la energía del
cosmos, la fuerza dadora de vida.
Más allá de que creamos o no en un
principio espiritual que trasciende el mundo material o en un alma inmortal,
hay una enseñanza en esta noción de la continuidad entre el pneuma del mundo y
el aliento vital o entre el aire y la conciencia. Nos habla de una
interdependencia, de un entendimiento de unidad. Y quizá mientras
exista esta separación no habrá sanación o salvación individual ni
colectiva. La auténtica espiritualidad –o al menos la espiritualidad en su
sentido más literal e irreductible– es simplemente este entendimiento de la
interdependencia entre los seres vivos, que está dada fundamentalmente por el
aire, por el espíritu.
Como dice el filósofo judío Martin
Buber: "el espíritu no está en el yo, sino en tú y yo. No es como la
sangre que circula en ti, sino como el aire que respiras". Lo
espiritual es la circulación de la vida. Más aún, posiblemente una de
las cosas más misteriosas y preciosas del cosmos –la conciencia– sea un
fenómeno aéreo (o un éter erótico, según Bruno). Esto es lo que siempre han
pensado los hindúes y los budistas y quizá no esté alejado de la verdad y
de los nuevos entendimientos más "científicos" que actualmente se
acercan a nociones panpsíquicas. Como dice el filósofo natural y
arquitecto David Abram: "¿Es la conciencia una posesión especial de
nuestra especie? O, más bien, es una propiedad de toda la biósfera que respira.
Una cualidad en la que nosotros, junto con los pájaros carpinteros y las
enredaderas, participamos".
Quizá la conciencia no
está adentro ni afuera, sino en la relación entre nuestro cuerpo y la
tierra o entre nuestra mente y el cielo. Como señala el poeta Rilke:
"¿Qué es la interioridad sino cielo intensificado?". El fenómeno
(como indica la etimología de la palabra), cualquier cosa que aparece en
la mente, es luz; y la mente que conoce, ella misma, es también sólo
luz. La conciencia requiere necesariamente de un objeto, de un fenómeno.
Sin objeto, no existe el sujeto. Pero sólo es posible determinar la existencia
del objeto porque aparece como fenómeno en la conciencia. Esto lo supieron los
budistas y por ello determinaron que la mente está vacía; no tiene una
existencia sustancial, sólo relativa. Tampoco el mundo existe sustancialmente.
Lo que une al sujeto con el objeto, a la mente con la materia, es el aire, el
espacio, el cielo. Pues están vacíos y, sin embargo, son radiantes; dispersan,
como el viento, las semillas de la experiencia cognitiva.
Antiguamente se creía que la Tierra
y el cosmos eran un alma divina, a veces llamada anima mundi. El
alma humana participaba en la gran alma del mundo. Para Pitágoras y su
escuela, el alma humana era una emanación del alma del mundo, cuyo origen
era "el fuego central del universo". El filósofo de Samos
entendió el cosmos como una gran armonía musical, regida por
principios matemáticos. La salud y la sabiduría eran estados en los que el
alma entraba en ritmo o consonancia con las armonías de las esferas
celestes.
En el Timeo, Platón
habla del cosmos como un "gran animal divino". Y su alumno
Plotino observa: "Todos los acontecimientos están coordinados.
Todas las cosas dependen de todas las demás. Tal como se ha dicho: todo
respira junto". Por su parte, el filósofo estoico Crisipo de Solos
escribió:
La armonía entre la
psicología humana y la psicología del cosmos llega a su compleción: de la misma
manera que el pneuma psíquico anima todo nuestro organismo, también
el pneuma cósmico penetra las regiones más remotas de este gran
organismo llamado mundo.
Otro filósofo estoico, el esclavo
romano Epicteto, dice que es necesario tener un pneuma limpio,
bruñido, puesto a punto para que las imágenes se reflejen
claramente en el espejo de la mente y así podamos alcanzar el conocimiento
de la realidad y la virtud. Esto sugiere que nuestra capacidad de integrar
el Logos (la inteligencia, el conocimiento) depende del pneuma (el
espíritu, la energía).
Esta teoría
del pneuma reaparece en Giordano Bruno, quien combina la teoría
pneumática de Aristóteles –para quien el pneuma está presente en el
semen como un "espíritu análogo a las estrellas"– y su propia
doctrina erótico-mágica hermética. Según Bruno, el pneuma no
sólo establece una continuidad psíquica entre el ser humano y el cosmos sino
que es una especie de éter erótico, la fuerza aglutinante
y conectiva del cosmos.
Para Bruno y otros filósofos
neoplatónicos, el amor es esencialmente aquello que une, el
vínculo de vínculos: "vinculum quippe vinculorum amore est". Más
aún, esta energía erótica puede captarse y manipularse para ser empleada
con fines mágicos. Se podría decir incluso que es la sustancia
misma del poder mágico.
En palabras del historiador rumano Ioan
P. Couliano, la definición de Bruno sobre la magia es que esta es "el
proceso fantasmático que hace uso de la continuidad
del pneuma individual y
el pneuma universal". El pneuma, como había
sido entendido en la antigüedad, se transforma en "fantasmas" (phantasmatos),
es decir, imágenes, deseos, fantasías, iluminaciones de la conciencia.
El pneuma es la sustancia activa de la imaginación: el
pensamiento es el viento en forma de idea. Lo invisible se hace visible. Se
creía que ciertos vientos eran afortunados e incluso divinos, y podían inspirar
pensamientos también divinos. Los vientos no solamente traían tormentas y
cambios de estación –el Bóreas trae el invierno; el Céfiro, la primavera–;
también traían ideas, los cielos azules de la inspiración
poética.
Los vientos no sólo
traían recuerdos, a veces también eran los mensajeros del amor
o de la muerte. Céfiro, el viento favorito de los poetas, el Favonius
romano (el que concede el favor y hace florecer), es el sirviente de Eros y
transporta a Psique (al alma), sobre lo que Apuleyo llama "la
brisa más suave", a la morada del dios en el valle, a su jardín de
deleite en medio de flores y fuentes. Por otra parte, Céfiro también puede
ser el instrumento de la muerte, como lo fue según el mito para
Jacinto, amante de Apolo. Asimismo, en Grecia y en Roma, la imagen de
las divinidades del mar, del cielo y del clima, podía distinguirse porque su
epifanía era siempre acompañada de un viento, de una ondulación celeste o marina.
Podemos ver esto en las representaciones del arte clásico en el llamado velificatio,
"movimiento vigoroso", la "bóveda celeste" que se hace
patente en la ondulación de la vestimenta de una diosa o un dios y por la cual
suele atisbarse una parte íntima del cuerpo.
Esta noción de la continuidad
pneumática, de que existe una continuidad entre nuestra vida mental y la
naturaleza, entre la calidad de nuestro pensamiento y el aire que respiramos o
entre nuestra conciencia y el cosmos, es esencial para resolver el predicamento
en el que se encuentra nuestra civilización: agotada de ideas, casi abortada,
abdicando su espíritu en favor de las máquinas.
Como dice Nietzsche, el "genio
está en las fosas nasales". Por lo tanto, "¡respiremos aire fresco!
¡aire fresco! ¡Y mantengámonos alejados de los manicomios y hospitales de
nuestra cultura!". La "gran salud", que es la salvación (no en
un sentido trascendente, sino inmanente) de la continuidad y el crecimiento de
la vida, depende del aire, del pneuma, del espíritu. Pues si hemos llegado
a un impasse de la imaginación y no podemos liberarnos de una
visión pesimista, poco poética y probablemente funesta de lo que es el mundo y
lo que podemos ser los humanos, es porque no somos capaces de concentrar el
pneuma y crear nuevas formas de ver el mundo y relacionarnos.
El espíritu es lo que circula entre los
seres vivos, y necesitamos espacios abiertos, ritmos y ritos de conexión,
espacios para la resonancia y la comunión para pensar y reimaginar. Como
escribí anteriormente, en un artículo relacionado a este:
la pandemia es una
enfermedad respiratoria y, por lo tanto, necesariamente, un problema
del espíritu. La respiración es también la conexión que tenemos con el mundo,
aquello que recibimos y aquello que transmitimos de regreso: una corriente de
información viva. Vivimos también un problema de resonancia, de no
saber respirar juntos, de no saber circular la vida, la energía de la tierra y
el cielo.
El problema fundamental de nuestra
civilización es esta disociación entre la mente y la naturaleza o entre lo que
Descartes llamaba res cogitans y res extensa. Una
de las maneras de acabar con esta desconexión consiste en entender la conexión
que tenemos con toda la vida a través de la respiración. Todo respira junto,
como dice Plotino, y en ese respirar está la posibilidad de entender e
imaginarse juntos. Como dice uno de los textos fundacionales de la āyurveda, el Caraka-samhita:
"En verdad, el aire es divino". Esta es la conciencia sagrada
necesaria para poder sustentar la vida y el proyecto humano: ver a la vida como
la divinidad misma y a la tierra como la madre de la divinidad.
Roberto Calasso, quien se ha dedicado a
entender y mostrar las irrupciones de lo divino en la civilización,
comenta un pasaje de las Leyes de Platón en El
cazador celeste:
"En cuanto a los
lugares, no debemos caer en el error de pensar que no haya algunos más
propicios para volver a los humanos mejores o peores". [Platón,
Leyes] ¿Por qué? Obviamente por razones climáticas, por la abundancia o la
escasez del agua, por la exposición a los vientos? Pero no sólo eso.
Determinados lugares, dice el ateniense, tienen un ‘aliento divino’
‘theía epípnoia’ y esto los distingue de todos los demás… Lo prueba el
hecho de que, a lo largo de los siglos, las construcciones han sido
incendiadas, demolidas, devastadas. El ‘soplo divino’ de los lugares, sin
embargo, ha permanecido.
Cuidar y cultivar ese theía epípnoia,
el divino pneuma del cuerpo y de la tierra, es la más grande labor.
(pijamaSURF / 22-5-2021)
No hay comentarios:
Publicar un comentario