por Olga Amarís Duarte
Existe en la mitología eslava una criatura, mitad mujer, mitad
ave, que vive eternamente ajena en las inmediateces del paraíso sin poder
llegar a él, observando de lejos, y desde siempre, el convite de sus dioses
paganos. Pájaro de la clarividencia, el Gamayun es una figura profética que
sabe los secretos del más allá y aquello que el destino depara a los mortales.
Su canto, extraño, hermoso hasta el dolor e imposible de descifrar, guarda las
claves del devenir humano. Marina Tsvietáieva,
con su poesía órfica, sus “bienaventurados jeroglíficos” y sus diarios
prolépticos, uniendo el tiempo pasado con el que, irremediablemente ha de llegar,
son notas de este canto musitado a altas horas de la noche, cuando los niños
duermen, a la lumbre de un samovar de la época zarina, en una buhardilla
destartalada cuyo único tesoro es la biblioteca enterrada en el piso de abajo.
Por esta sutil confluencia entre lo cotidiano y lo remoto, la montaña y el precipicio,
la obra de Marina Tsvietáieva se torna inclasificable. En verdad, está escrita
por alguien que, perteneciendo a la época del zar Pedro I, tal vez mucho antes,
a la época de los bogatyres y de Ruslán y de Liudmila, recibe su primera
educación en la atmósfera decadente de finales del siglo XIX. Su padre, a
menudo ausente, es un notable filólogo e historiador del arte, profesor de la
universidad de Moscú y fundador del museo Pushkin. Su madre, María Mein, es una
pianista de talento, discípula de Rubinstein, de origen polaco e intransigente
con los devaneos ensoñadores de su díscola hija, a la que en vano intentará
corregir: “Tienes un don especial de no mirar a dónde debes, ni lo que hay que
mirar…”.
De los primeros albores del siglo
XX, Marina recibe la influencia de las corrientes acteístas y
simbolistas, sobre todo de Anna Ajmátova,
Aleksandr Blok y de Ósip Mandelstam, llegando a entablar conocimiento con las
grandes personalidades de la intelectualidad de la Edad de Plata rusa. Y aun
así, ella no pertenece a ninguna de estas épocas; como el Gamayun las observa
de lejos, “exiliada dentro del exilio”, escéptica y lúcida frente a los falsos
entusiasmos. En su ansia de indeterminación, queda suspendida en la brecha de
un tiempo que ni ha sido ni ha llegado todavía:
Unos me creen bolchevique, otros
monárquica, otros ambas cosas, y ninguno comprenden de qué se trata.
La esencia de la obra de Tsvietáieva es
trágica porque narra lo vivido en la intensidad de la inmediatez. En
oráculos, uniendo los presagios, la ficción y la mántica, relata a su manera,
como poeta y como mujer, las tres revoluciones que le tocó mal-vivir: la de1905
y las dos de 1919, además de la Guerra Civil, la Primera y la Segunda Guerras
Mundiales, el terror estalinista y el exilio. Joseph Brodsky, gran venerador de
la poeta, dirá al respecto:
Lo trágico no le llegó después, en su
biografía: había existido desde antes. Su biografía sólo coincidió con lo
trágico y le respondió como un eco.
Trágicamente poética, Tsvietáieva
escribe su autobiografía en versos como los que le remite a Boris Pasternak (amigo-confidente-mecenas-amante),
cuando éste le pide, en abril de 1926, que le haga una presentación para la
supuesta publicación de un diccionario bibliográfico de los escritores del
siglo XX:
Las cosas que más amo en el mundo: la
música, la naturaleza, la poesía, la soledad. Total indiferencia por la opinión
pública, por el teatro, por las artes plásticas, los espectáculos. Mi sentido
de la propiedad se limita a los hijos y a los cuadernos de trabajo. Si tuviera
un escudo, grabaría en él: “Ne daigne”. La vida es una estación, pronto
partiré: adónde no os lo diré.
La propia escritura ejerce aquí de
arúspice desvelando su misterio blasonado: “Ne daigne”, “No consientas”. La
fragilidad de la palabra de Marina se sustenta por esta aspiración a no ceder,
a no doblegarse ante la cotidianidad. Sublime sin interrupción, el arte de
escribir es una defensa contra el hielo color de tiza y contra “la bota del
destino sobre líquido barro”: la batalla ganada a una realidad que a la noche
se hilvana como telar de un sueño:
Me niego a vivir
en el manicomio de los monstruos;
me niego a aullar
con los lobos en las plazas.
En sus primeros textos, en Mi Puskhin, relatado desde una mirada de
niña-anciana, Tsvietáieva presiente lo que será su vida, unida de forma
irremediable a la de Rusia. Ella, como el Gamayun, son seres fatalmente
encadenados al curso de los acontecimientos sin poder batirse en retirada. En
esta época del saber naciente acontece el encuentro con la poesía,
con el poeta sublimado en la figura del negro Pushkin que muere de una bala en
las entrañas. La estocada final será la razón del dolor de estómago que
persigue al poeta toda su vida: “La eterna acción negra del asesinato del poeta
por la gentuza”. Del profundo vacío en las tripas procede también esa
inquietud, que algunos llaman hambre, y que ella alivió a su manera, comiendo
patatas congeladas aquel invierno de 1919-1920, cuando la hambruna se llevó a
su hija Irina. Y, mientras, Marina, ajena, mirando un “cielo oxidado” de
hojalata… Barriendo, anotando, cocinando, escribiendo, e intentando que no se
le fuese también la hija más querida, Ariadna, su heredera trágica, a la que
dedicó la primera pieza de lo que sería una trilogía clásica.
Del tiempo de la pequeña Marina,
Musía, es también El diablo,
reminiscencia semificticia del encuentro precoz con los libros prohibidos:
El diablo vivía en la habitación de
mi hermana Valeria arriba -exactamente en donde
terminaba la escalera-, una habitación roja, de raso de seda de damasco con una
eterna y oblicua columna de sol, en donde de manera incesante y casi
imperceptible
giraba el polvo.
El diablo-dogo, encerrado en una
biblioteca, entabla amistad con la pequeña y le propone un trato: su alma por
un instante de eternidad. Musía profiere entonces el primero de los muchos
juramentos de su vida: “¡Yo hasta el último suspiro de la muerte permaneceré
poeta!”. A la edad temprana del despertar, la niña-poeta pierde la inocencia,
pero encuentra, a cambio, lo elemental, el elemento que en tantas ocasiones la
salvará de las contingencias de lo humano:
El Libre Elemento resulto ser Poesía,
y no el mar; poesía, quiere decir, el único elemento, del que uno no se despide
nunca.
El trato con lo oscuro y con la
nigromancia de los gitanos de Pushkin le servirá, además, de conjuro contra la
rutina impuesta a las mujeres. Pese a protagonizar en la intimidad todas las
voces de su caudal versal, Tsvietáieva no se libra ni de las mediocres
preocupaciones domésticas ni del destino común de las que, como ella, nacieron
“damas” en aquel siglo infortunado: “Juro por el Estix que de haber vivido hace
ciento cincuenta años, habría sido, sin lugar a dudas, una Dama-Caballero”. De
ahí se entiende la pasión que le suscita la ambigüedad de la amazona, expresada
en Carta a la amazona, como imagen de un “no consentir” el
papel adjudicado a la condición de mujer:
Amo a algunas que nunca temieron la batalla.
Que supieron la lanza manejar y la espada,
Más sólo en la prisión de la cuna, lo sé,
Está mi -femenina- común felicidad.
Pero si la
escritura para Tsvietáieva es el Elemento, el amor es la esencia elemental.
Un amor trágico, imposible como el de Tatiana y Onegin, amor in absentia que acaba arrastrando como una
enfermedad crónica y por el cual seguirá “como un perro” a su marido Serguéi
Efrón, combatiente del Ejército Blanco, en sus múltiples huidas por Berlín,
Praga, París, Moscú, siempre a destiempo y a través del lado equivocado de la
historia. En 1912, Marina y Serguei se conocen en el celeste de la playa de
Crimea y, de nuevo, surge en la vida de la poeta el juramento: “Nunca nos separaremos. Nuestro amor es un milagro”.
Sea por orgullo, sea por “no consentir” al desgaste de la promesa, Tsvietáieva
experimentará el resto de sus múltiples amores a la sombra de este vínculo
sobrehumano con el padre de sus tres hijos. El amor, para ella, no es un
estado, es una forma de permanecer en la vida -es la vida-. Por ello, Marina
enamorada es sinónimo de Marina en desamor, siempre a la espera “del arco tenso
de la ruptura” y presintiendo la caricia como el síntoma de la sutura que habrá
que coser a la postre:
Toda la pasión en mí de un
desgraciado, no-recíproco, imposible amor. Desde aquel mismo momento no quise
ser feliz, y con eso me he condenado al d e s a m o r.
Preparándose para el mal de amores futuro, se muestra déspota, exigente
hasta la asfixia e intolerante con los amores presentes. Nadie sale indemne del
desgarro de su abrazo. Ni Sofia Párnok, ni Evgueni Lan, ni Sónechka Holliday,
ni Abraham Vishniak, ni Borís Pasternak, ni siquiera el anciano y enfermo
Rainer Maria Rilke logran sobrevivir a la pasión furiosa de “un alma que no
conoce la medida”:
El ser y el no ser en el ser amado:
jamás quiero descansar sobre el pecho, ¡siempre quiero entrar en el pecho!
Jamás ¡adorar! ¡Siempre perderme (en la infinitud)!
Tal vez, el único más cercano fue el
marido tránsfuga al entender que, solo de lejos, protegido en la distancia, era
posible conservar a aquella ave insaciable sin abrasarse en su flama:
¡Soy el ave Fénix, sólo en el fuego canto!
¡Sostened, conservad mi elevada suerte!
Me abraso en la altura, me quemo hasta ser pavesas,
¡que la noche os sea más luminosa!
¡Hoguera de hielo, fuente de fuego!
En alto sostengo mi erguido porte,
en alto mantengo mi sublime jerarquía:
¡soy la Interlocutora, soy la Heredera!
También el “suprematismo verbal” de
Tsviétaieva, según el calificativo de Severo Sarduy, es resultado de esta misma
zozobra del alma que no hace concesiones. Con un sable afilado de signos
lingüísticos, la poeta corta el lenguaje, abre heridas de donde brota un
magma lírico que es pura música, una partitura rítmica de tildes,
guiones, corchetes y paréntesis. La palabra lacerada de Poema del fin o de Carta de
año nuevo propone una nueva forma de entender el lenguaje,
desde su descomposición, desde el origen en el que todas las significaciones
eran una posibilidad de ser, o de no ser. Leer, es, así,
volver a escribir el poema desde el hálito genial de quien así lo concibió:
des-ha-cién-do-se.
En 1939, Tsvietáieva rompe su promesa
y consiente. Atendiendo a los deseos de sus familiares, vuelve con ellos a la
Unión Soviética, aunque ella sabe-adivina-predice las consecuencias fatales de
tal consentimiento: Serguéi-Serioschka será ejecutado, Ariadna-Alia torturada y
pasará casi diez años en campos de trabajo del Gulag, y el último hijo,
Gueorgi-Mur, se convertirá en un huérfano a los dieciséis años, y morirá poco
tiempo después en su primer combate junto a cientos de soldados inexpertos del
Ejército Rojo en Bielorrusia.
Dice la leyenda que el Gamayun muere
cuando le arrancan su canto. El 31 de agosto de 1941, al arrebol, como ella
quiso, sin la Iliada a mano, como a ella le hubiese
gustado, Tsviétaieva escribe su última nota de despedida a Mur y se ahorca:
A papá y a Alia diles, si los ves,
que los amé hasta el último minuto y explícales que caí en un callejón sin
salida.
Nadie sabe el lugar exacto donde se encuentran los restos de la poeta, ajena como siempre en su paso por el tiempo. Tan sólo piedras, el ónfalo de Delfos, delatan el rastro de la Sibila, encorvada ya de tanta clarividencia en una Rusia que ya no es, ni volverá a serlo
(El vuelo de la lechuza)
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