jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (148)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (16)

 

Calló el Segundo, ahora bien atento a la aparición de otros regüeldos. Y cuando escuchó a alguien, que le pareció ser más o menos el Cuzco Overo:

 

-Bueno, muchachos, este estira la pata ahora mismito.

 

Fue a negar, contando con el fluir que ya le andaba por el estómago. Pero sólo consiguió articular:

 

-Avisá si… -porque no le salió más que un hipo; uno solo.

 

Varios soldados se apartaron del grupo, obedientes. El Cabo Lobo, ya parado, alargó el Cabo Pato la botella. Iba este a agarrarla cuando, con cortés diligencia, la intentó abarajar el Soldado Cuzco Overo.

 

-¡No, usté sí que no! ¡Porque usté se la chupa, como lo vino haciendo cuando la trajo!

 

Como esto era una verdad de a puño, el Cuzco, en silencio, inclinó la frente.

 

Cuando agarró el frasco quien, no sin vacilar aun, él hubo elegido, partió ese Cabo Lobo con marcial paso bien deliberado tras los buscadores.

 

Uno de estos, ya registrando casi en la triste entrada misma del pasadizo después de meter la diestra en la frialdad de una bosta, pues él mismo interceptaba la luna de pronto aparecida y se hacía sombra, tropezó con un blando envoltorio. Lo recogió, lo olió… y quedó estupefacto.

 

Por su parte, el Gato Pajero se aproximó portando una cosa en cada mano: el quepis del Sargento Segundo Cuervo con una rozadura de bala, que recogió entre los pastos, y un sombrerito de “particular”, color canela, con un luto alrededor de la base de la copa, sorprendido bajo unos cardos. Iba a entregarlos al Cabo Lobo, que observaba el registro con la mano apoyada en una piedra, cuando el del primer hallazgo se adelantó:

 

-Mi Cabo, este bulto debe ser el bulto, derecho viejo.

 

Lo agarró el Cabo Lobo, también lo olió y:

 

-¡Esto es asado, che! -exclamó asimismo más que sorprendido.

 

Como sabía que el Cuervo tenía contados los instantes, postergó al pensar en aquel misterio por temor de no llegar a tiempo, y corrió, estirando adelante la voz para que, por lo menos, ella llegase:

 

-¡Es asado! -gritaba-. ¡Es un pedazo de asado fiambre, mi Sargento!

 

Pero al llegar, por lo enhiesto de los cuerpos del destacamento, y por sus caras, comprendió el Cabo Lobo que el Sargento Segundo había fallecido.

 

Entonces, en medio de aquel silencio que, por las diferencias de estatura permitía percibir en zigzag un cúmulo de respiraciones; entonces, bajo la limpidez de la luna, la cual alejadas unas nubes, ya no se deslizaba rauda como otrora y tomaba aliento entre la desnudez plateada de estrellas de la altísima comba; entonces el Cabo Lobo se agachó, depositó el chamuscado quepis sobre el pecho ya como tabla de su Superior, y se paró, diciendo:

 

-Bueno, esto queda terminado.

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