Capítulo X
La muerte de los
Sargentos y de la Mulita (12)
Ante una amagada del Cimarrón, echó un salto atrás
y agregó en susurros:
-Pero salvación no
tiene. Y si desertamos usté y yo y nos pasamos a él, nosotros tampoco la
tendríamos. Sería un escándalo al santo botón.
-¡Claro! Pero si
nos hubiéramos podido apalabrar con los compañeros…
-¡Claro! Así, se
sopetón… usté ve que…
-Con tiempo, el
Segundo quedaba uniquito, como la luna.
-Como el ombligo,
mejor dicho en este caso.
Estos disimulados
cuchicheos fueron advertidos por el Cimarrón y lo pusieron sobre aviso.
Receloso, pues, mientras atendía al Soldado Tamanduá que ya había descansado,
quedó a la espera, por el lado de sus compadecedores, de alguna aviesa maniobra
sorpresiva. A cada instante atajándose con el poncho o con el sable, y
devolviendo de alma -el Sargento Segundo era un remolino y, por su parte, el
Soldado Tamanduá, dije, estaba otra vez fresquito- ya no dejaba de mandar
furtivas miradas hacia los tristemente incomprendidos Cabo Pato y Soldado
Avestruz, ¡su aparcero viejo! Precisamente por ser el sector de ellos el menos
agresivo, pensó el Cimarrón que ambos estaban haciendo acopio de fuerzas, y que
lo que en los cuchicheos habrían fraguado se iba a producir de un momento a
otro; tal vez cuando lo consideraran más extenuado. Convenciéndose de que,
aunque no tenía inteligencia, por veterano el Avestruz se le vendría con alguna
treta, ahora le costaba atinar a la vez al combate (el Tamanduá era lento, pero
sus golpes parecían garrotazos a pesar del resguardo del poncho) y a una amargura
que abrió su tétrico resplandor frío derramándose en él. No de su parte, por
cierto, pasase lo que pasase, sino del lado de su entrañable amigo Avestruz,
creyó que el vínculo que juntos fueron trenzando en tanto quererse tantos años
acababa de ser cortado con tajo desgarrante, como hecho a cuchillo mellado.
Ahogado por la acongojante, falsa comprobación, al ver venírsele por su
izquierda al Tamanduá, al Segundo Cuervo, al Gavilán, dio un salto atrás el
Cimarrón al tiempo que sintió el ardor de un nuevo rasguño en el brazo, y se
alejó de las fulgurantes puntas de tanto sable.
En la brusca tregua
que se hizo, porque también los demás, bajas ahora las armas y expectantes,
aprovecharon aquel resuello y echaban mano a las puntas de las rojas golillas
para enjugarse el sudor, el Cimarrón se secó la frente con el propio brazo
emponchao. Su mirada intensa, de fiebre, apagósele un instante sobre el
Veterano Avestruz. Por suerte este no comprendió el sentido del triste cabeceo
de reproche -¡tan injusto!- que quedó tras aquella mirada perdida en lo oscuro,
a mitad de camino. Menos pudo oír, porque no pasó la jadeante boca, el doliente:
-¡Vos también en
contra, hermano! -del Sargento Primero Cimarrón.
Lo que el Veterano
Avestruz vio claro -y le cobró como tranquilizante porque él andaba en ascuas-
fue que su aparcero viejo, de golpe, se había dado cuenta del peligro de tener
un tala atrás; y que, a objeto de separarse de él, y de tener las espaldas
libres para retrocesos esquivadores, se debió su lanzarse otra vez de punta y
hacha sobre el resollante grupo cuyas espaldas abríanse otra vez y los pies
otra vez se apoyaban, recelosos, en el resbaladizo suelo que el rocío hacía
brillante y helaba más y más…
-¡Adiós, mi plata! ¡Qué fatalidá!
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