La búsqueda de la planta mágica Ska María Pastora (2)
Paseo
a lomo de mula a través de la montaña mejicana (2)
Nos dieron de comer en casa
de una vieja mazateca, que comandaba a una joven cocinera y a dos ayudantes.
Vivía en una de las típicas chozas mazatecas. Se trata de construcciones
rectangulares simples con tejados a dos aguas de paja y muros de pilares de
madera enfilados, sin ventanas; los huecos entre los pilares ofrecen suficientes
posibilidades de mirar hacia afuera. En el centro de la choza, en el suelo de
barro apisonado, se encuentra un hogar abierto, construido con barro disecado o
con piedras y elevado. El humo sale por grandes aberturas en las paredes debajo
de ambas cumbreras. Como lechos usan unas esteras de librillo que se encuentran
en un rincón o a lo largo de las paredes. La choza se comparte con los animales
caseros, con cerdos negros, pavos y pollos. Nos dieron de comer pollo frito,
habas negras y, en vez de pan, una tortilla de harina de maíz. Bebimos cerveza
y tequila, un aguardiente de agaves.
A la madrugada siguiente
se formó nuestro grupo para la cabalgata a través de la Sierra Mazateca. De la caballeriza
del pueblo se habían alquilado mulas junto con un grupo de acompañantes.
Guadalupe, el mazateca que conocía los camino, asumió la conducción en el
animal de guía. Gordon, Irmgard, mi esposa y yo fuimos en el medio, montados en
nuestras mulas. El final de la columna la formaban Teodosio y Pedro, llamado
Chico, dos muchachos que iban a pie al lado de las dos mulas que llevaban
nuestro equipaje.
Pasó un rato antes que pudiéramos
acostumbrarnos a las duras sillas de madera. Pero luego esta forma de
transporte resultó la mejor manera de viajar que he conocido. Las mulas seguían
al animal guía una tras otra con paso regular. No necesitaban ninguna
indicación por parte del jinete. Con una habilidad sorprendente elegían los
mejores pasos del sendero más transitable, en parte rocoso, en parte pantanoso,
y que a veces cruzaba arroyos y seguía por laderas escarpadas. Liberados de
toda preocupación por el camino podíamos dedicar toda nuestra atención a la belleza
del paisaje y de la vegetación tropical: selva virgen con árboles gigantescos
rodeados de lianas, luego claros con arboledas de plátanos o plantaciones de
café entre grupos de árboles aislados, flores a la vera del camino, sobre las
que bailoteaban unas mariposas bellísimas. Hacía mucho calor y el aire estaba
húmedo. Ya subiendo, ya bajando, nuestro camino siguió a lo largo del ancho
lecho del río Santo Domingo valle arriba. De pronto, un fuerte chaparrón
tropical, del cual nos protegieron muy bien los largos y amplios ponchos de
hule de que nos había provisto Gordon. Nuestra compañía india se protegió del
chaparrón con hojas enormes con forma de corazón, que cortaron velozmente en la
orilla del camino. Teodosio y Chico parecían grandes langostas verdes cuando
corrían cubiertos con hojas al lado de sus mulas.
Ya comenzaba a oscurecer
cuando llegamos a la primera población, a la finca “La Providencia”. El patrón,
don Joaquín García, cabeza de una familia numerosa, nos recibió hospitalario y
digno.
Gordon y yo colocamos
nuestros sacos de dormir al aire libre debajo del sobretecho. A la mañana siguiente
me desperté cuando un cerdo gruñó sobre mi cara.
Después de otro día de viaje en los lomos de nuestras fieles mulas llegamos al poblado mazateca de Ayautla, muy repartido en la ladera de una colina. En el camino me habían deleitado en los matorrales los cálices azules de la enredadera ipomoea violacea, la planta madre de las negras semillas de ololiuqui. Aquí crece salvajemente, mientras que en nuestros jardines se la conoce sólo como planta de adorno.
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