por Diego S. Garrocho
En un tiempo como el nuestro, en el
que la belleza queda restringida al cultivo de la imagen, no existe nada más
revolucionario que invocar la belleza del pensamiento. Hay algo inequívocamente
bello en el acto y, además, cada vez que argumentamos, reflexionamos, indagamos
o hablamos, lo hacemos conmovidos por el anuncio de una forma de belleza.
La belleza está
infravalorada. O, al menos, lo está en aquella antigua acepción que inauguraron
los griegos en la que lo bello adquiere, de forma casi prioritaria, una
connotación moral (aunque a veces también terrible). Tal vez por ello, hablar
de la belleza del pensar no es una novedad, sino que se trata, por más
sorprendente que nos pueda parecer ahora, de uno de los tópicos más genuinos de
nuestra tradición filosófica. La belleza antigua y trágica de aquella Grecia
guardaba una íntima relación con aquello a lo que aspiramos cada vez que,
movidos por quién sabe qué clase de ánimo, nos atrevemos a pensar. El que piensa ama, y el que ama –aquí sí que nadie podrá
sorprenderse– persigue el rastro de alguna forma de belleza.
Para ser justos,
los griegos nunca hablaron de la belleza. En un recurso lingüístico muy próximo
al que podríamos realizar en castellano, optaron por hablar de «lo bello»,
sirviéndose de la forma neutra del adjetivo. El término que emplearon fue tòkalón, un concepto de innegables connotaciones
morales semejantes a las que hoy atribuiríamos a las cosas nobles. Aquel vocablo
se tradujo al latín como pulchrum para,
tiempo después, dar lugar al adjetivo bellum, lo que de
forma explícita se emparenta ya con nuestra belleza. Recordemos que hubo un
tiempo en el que lo bello, lo bueno y verdadero eran una y la misma cosa, asegurando
así una proximidad entre categorías estéticas, morales y epistémicas. Basta una mirada al mundo para comprobar que algo de aquello
parece haberse perdido y, confieso, además, que siento una
escasa empatía por quienes lo celebran.
De la belleza y el
pensamiento pueden decirse muchas cosas, pero ninguna resulta tan evocadora
como la que llevamos veinticinco siglos leyendo a Platón en su Teeteto: «El que piensa bellamente es una bella y
excelente persona». Quien lo dijo no era un santo, ni un cursi, ni tan siquiera
un poeta. El que sostuvo esta afirmación es una de las
inteligencias más sobresalientes de la humanidad, y haríamos bien en
respetar aquella intuición. Sospecho, de hecho, que toda nuestra tradición
filosófica cabe en esa frase y que la belleza del decir y del pensar (en griego
resultan indistinguibles) inspiró casi todo lo valioso que hemos sido capaces
de concebir desde entonces. No es poco.
Para algunos,
estas palabras resultarán desmedidamente ambiciosas en un tiempo como el
nuestro, en el que la belleza, en su condición cosmética y apariencial, queda
restringida al cultivo de la imagen. Por este motivo, pocos gestos serían hoy
más revolucionarios que invocar la belleza del pensamiento que nos siguen
recordando los antiguos. Prolongando aquel influjo no solo habría algo
inequívocamente bello en el acto de pensar, sino que cada vez que argumentamos,
reflexionamos, indagamos o hablamos, lo hacemos conmovidos, en
términos literales, por el anuncio de una forma de belleza.
Un neoplatónico
ilustre como Lorenzo de Medici, como le gustaba recordarlo a Ortega, sostuvo
que el amor no es más que un apetito de belleza. Y es
probable que, si examinamos con sinceridad el aserto, el estadista florentino
estuviera en lo cierto. Agustín de Hipona diría incluso que la misión del
artista –y la del filósofo no estaría lejos– no es otra que buscar y
coleccionar vestigios de belleza en un mundo en el que lo bello, por propia
condición, se encuentra fundamentalmente ausente. La realidad próxima e
inmediata nunca es suficiente y, por eso, cada vez que pensamos emprendemos una
búsqueda hacia algo que no existe y que, sin embargo, no podemos dejar de echar
de menos.
Es imposible
pensar sin valentía, y todos coincidiríamos en que nunca somos tan valientes
como cuando nos enamoramos. Lo siento por quien no haya estado alguna vez
dispuesto a abandonarlo todo en un rapto amoroso, pues en ese todo caben, por
supuesto, también nuestras certezas. Un pensamiento que merezca tal nombre
exige siempre una dosis de arrojo y temeridad, y ese es el motivo por el que
abundan las metáforas que emparentan el conocimiento, la tentación y el riesgo.
Desde el Génesis hasta hoy. Kant, que retomó el sapere
aude de Horacio, propuso abandonar las «andaderas», y Hannah Arendt subrayó la
necesidad de pensar sin asideros en una apuesta que, siquiera
inconscientemente, volvería a recordarnos las palabras de Platón. Hay
muy pocas cosas en las que todas las grandes cabezas de la filosofía estarían
de acuerdo, pero creo que la proximidad entre la belleza, la valentía y la
propia acción de pensar sería una de ellas.
No hace falta que
nos refugiemos en el mudo antiguo para reconstruir la huella de la verdad y la
belleza. En una entrevista tardía, poco antes de su muerte, Michel Foucault
alcanzó a bautizar la escritura filosófica como un bello peligro –le beau danger–, reuniendo en el amor dos de los
polos de atracción más irrenunciables para la naturaleza humana. La belleza tiene algo de esperanza y amenaza, y
no lejos de aquella intuición todavía se reconocen distintas generaciones de
pensadores.
Así, en términos muy semejantes se expresa hoy Remedios Zafra,
quien señala que «en el gesto de escribir, hablar y compartir hay una belleza
que excede la del pensar, me refiero –dice– a la belleza de crear contagio y
pensamiento colectivo. Ahí se asume un riesgo, el de incomodar a una comunidad
acostumbrada o resignada». El hábito y la conformidad son las coordenadas
habituales de lo ya conocido, por lo que atreverse a pensar exigirá siempre
poner un pie fuera de lo inmediatamente previsible. En un mundo atravesado por
cámaras de eco y los sesgos cognitivos que imponen las redes sociales, parece
cobrar vigencia el imperativo nietzscheano que
recuerda que la misión del pensador es, sobre todo, resultar intempestivo.
Pensar contra el tiempo o contra la circunstancia presente es una de las
consignas más seductoras y la vez más complejas de la filosofía.
Zafra advierte
que «el pensamiento comprometido con la transformación del mundo resulta
perturbador al principio». No obstante, detrás de sus palabras se intuye la
silente esperanza de que el mundo posterior a esa transformación resulte más
bello, mejor y más justo que aquel otro que era anterior al
pensamiento. Así, dirá la ensayista, «el riesgo habita siempre
donde hay pensamiento que cuestione lo que nos viene dado como algo
inamovible».
Esta intuición
será retomada por Elizabeth Duval, para quien la belleza no es solo una
condición o un señuelo para el pensamiento, sino el objeto mismo que se pone en
riesgo cada vez que nos atrevemos a desafiar nuestras certezas: «Supongo que es
por algo así por lo que un artista o pensador tiene que estar en desajuste con
su época, que no es exactamente la misma sensación que sentirse atado al mundo
de hace unos cuantos siglos o al mundo que vendrá después. Es, simplemente, no
compartir un mismo horizonte de expectativas; en consecuencia, al no compartir
ese horizonte, la definición que uno tiene de la belleza (y
de lo buenos o bellos que sean los propios pensamientos) peligra y es
vulnerable cada vez que se contrapone a la de los demás, y sobre
todo a la que impera en una época dada o en una sociedad concreta».
El héroe, el
mártir o el filósofo –la heroína, la mártir, la filósofa– comparten la misma
vocación de trascendencia en la asunción de un peligro que pudiera incluso
resultar mortal. De hecho, estarán de acuerdo conmigo, hay una belleza que es
inherente a todo fracaso. El boxeador derrotado, el ángel caído o el
combatiente abatido son imágenes que prueban la irremisible belleza del intento
frustrado. Pero perdamos el miedo, pues por Sócrates sabemos que los verdaderos
pensadores no le deben temer a la muerte: al otro lado de la vida, si hemos de
creer al abuelo de todos los filósofos, podrían aguardarnos, por fin,
algunas bellas verdades.
Hay algo más
importante que cada uno de nosotros, e igual este es el motivo por el que
Kierkegaard recordó que una causa por la que morir es, propiamente, la única y
verdadera causa por la que valdría la pena vivir. La expresión «valer la pena»
no es desde luego azarosa, y aunque el danés no la enunciara en tales términos,
sí lo hizo, algún tiempo después, Albert Camus. Hablar de
la vida como aquello que merece la pena es como reconocer que la condición
penosa y doliente de nuestra existencia puede adquirir, ojalá
por medio del pensamiento, algún valor que enmiende el daño.
Dónde y cómo
pensar las condiciones contemporáneas del pensamiento son preguntas que no
resultan sencillas de resolver, ya que ahora, puede que más que nunca, la
reflexión y el diálogo parecen encontrarse fuera de lugar. La cuestión material
del pensar y del decir nunca fue algo menor: también los tratadistas clásicos
examinaron el ritmo, el tono y la manera en la que se enunciaron las verdades
antiguas. De igual modo, las formas actuales de
reflexión y comunicación se harían ininteligibles sin atender al arraigo
material y performático de los nuevos soportes digitales. Así
lo describe Alex Saum, profesora de la Universidad de Berkeley, quien encuentra
una forma de «belleza no humana» en estos procesos. «El objeto digital es uno
con un cuerpo muy material, compuesto por elementos físicos que ocupan un lugar
concreto en el mundo, cuya experiencia, sin embargo, no remite a este cuerpo
sino a su performance en otros cuerpos sobre los que parece materializarse mágicamente»,
advierte. En este sentido, el acontecimiento físico y tecnológico que alberga
un proceso informático podrá replicar sus consecuencias prácticamente en
cualquier parte.
Esta
deslocalización del pensamiento nos devuelve un concepto enormemente fecundo y
también propio del mundo antiguo. En griego, el vocablo atopos servía para nombrar, en términos literales,
lo que no tiene lugar, lo que está fuera del espacio, aquello imposible de
incardinar. Lo atópico, sin embargo, era también lo maravilloso, lo
absolutamente excepcional y, al mismo tiempo, lo disparatado o absurdo. Todos
estos rasgos, puede que incluso por causa de su contradicción, resultan perfectamente conectables con el modo en el que se ejerce y
se declina el pensamiento en un mundo contemporáneo en el que los entornos
digitales nos procuran una insólita inflación opinativa.
En cualquier
lugar, siempre y sobre cualquier objeto, podremos encontrar una opinión
prevalente o disputada, pero siempre sometida al escrutinio de incontables
observadores. La tentación de nuestra generación es sin duda el narcisismo.
Puede que pocos periodos en la historia hayan resultado tan autorreferenciales
como el actual. Allá donde miremos, todo se anuncia inminente, disruptivo o
novedoso. Cada cambio aspira a convertirse en una revolución y en cada gesto
ambicionamos no solo ser los primeros sino, aún peor, a ser irrepetibles. Una
de las cosas más ridículas de nuestra época es el afán autofágico en el que,
con puntual insistencia, se nos invita a reflexionar sobre
nosotros mismos, subrayando no ya la conveniencia, sino una imperativa urgencia
para «pensar el presente». Nosotros, siempre nosotros.
Es probable que, después de todo, no seamos tan novedosos, ni tan dignos, ni tan importantes como para volver a pensarnos de nuevo. Una de las estrategias más clásicas del pensamiento sugiere la necesidad de salir de sí para ganar una lucidez distinta y mayor de la que nos procura el encierro en la peor versión de nosotros mismos. Tal fue el reto de Ulises, y tal fue también el afán de Sócrates y el de cualquiera que se haya expuesto al bello y sano riesgo de perderse. A perderse, desde luego, a partir de la desorientación forzosa que nos impone la puesta en cuestión de nuestras más íntimas certezas. Pero a perdernos, sobre todo, en la bella y valiente esperanza de ganar algo distinto y, ojalá, mejor de lo que somos.
(ethic / 10-6-2021)
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