La muerte de los Sargentos y de la Mulita (9)
Acudían
desde sus ranchejos, machete en mano, más milicos, aun asediados por la soñera,
entre sentadas de mancarrones al tropezarles en los maneadores o al darles en
el propio bulto; aun sin lucidez saltando sobre el fogón y, alguno, hasta
pisando tizones en su apuro por acortar camino… Entre botas o pies descalzos
rodaron lejos dos calderas llenas de agua todavía tibia. Entonces, empapados,
los pastos tal vez pudieron creerse que ya soportaban encima heridos graves. Al
incidir en el fulgor de las brasas, las bombachas militares recuperaban un
instante su siniestro color sangre y volvían a confundirse con la opacidad de
todo lo que quedaba fuera del espacio donde la luna, siempre, siempre apurada,
ahora de lleno conseguía otra vez darse.
-¡Es
un desacato del Jefe! ¡Se ha desacatado!
-¡Qué
escándalo!
Delante
avanzaba el Cabo Lobo, el sable a medio desenvainar en la irresolución de su
sorpresa.
A
mitad de camino, el veterano Soldado Avestruz, que venía comprobando que él no
distinguía bien en aquel entrevero, tuvo una idea. Ejecutándola, del atado de
ramas yaciente a un lado del fogón arrojó en rápida selección a las brasas un
montón de las más delgadas. Siguió corriendo, sí, pero dejando atrás, ahora,
crepitación, chisporroteos y, en seguida, unas vivaces llamas que se alzaron
blandiendo entre ellas, asomadas al mundo con alegría.
-¡Pero
gran siete! ¿A quién se le ocurrió? ¡Así nos encandilamos todos!
·El
anciano Avestruz se paró en seco; mas no por el tono de la reprimenda, ya que
entre tamaño embrollo el causante de la flamígera perturbación quedaba en el
anonimato. No. Lo que produjo su pasmo fue como una visión de pesadilla, sólo
del sueño, y que dura poco porque, precisamente, enseguida provoca el despertar.
Quien estaba haciendo frente al destacamento y, por consiguiente, con quien él
iba a tener que cruzar su ya desnudo machete de punta rota, era, era, no más, su
amigo viejo; ¡era su aparcero Cimarrón!
-¡Barbaridá!
¿Pero qué es lo que ha pasado en un ratito? Pero… pero…
Allí,
recortándose nítidos bajo la luna, como adrede, apartó las nubes, dije, y
estaba bajando otra vez la luz a raudales sobre el campo, el Sargento Cimarrón,
con el vientre ahora también manchado de sangre, se había convertido en el
protagonista de uno de los infundios. Gracias a la experiencia adquirida en tan
constante abordar al tema en sus mentiras, ya llamaba falsamente la atención
con un astuto movimiento de piernas, ya atajaba golpes y estocadas en fatigante
aumento para lanzar como rayo sus respuestas; cuidadoso de no resbalarse en el
rocío desplazábase un ancho trecho cuando lograba zafarse del asediante sablear;
uno tras otro desafiaba vertiginosos molinetes. Y al fin, consiguió pasarse el
poncho por sobre la cabeza y enrollarlo en el brazo, aunque a medias debido al
tanto apuro. Arrebatado entre sus pliegues, el quepis había rodado en el pasto.
La testa del desponchado, pues, surgió por entero al descubierto y le imprimió
así mayor solemnidad augusta a toda la figura.
¡Aquí
estoy! ¡Aquí está el Sargento Primero Cimarrón! ¡Mirenlón bien quién es!
¡Mirenlón!
Semejante
a cuando sobreviene, no se sabe cómo, uno de esos pamperos brutos que, aun
cuando no llega a hacer volar el techo, aun estando la puerta y la ventana con
sus trancas, a uno le hace resultar lo mismo que hallarse sentado arriba de un
cerro porque se le mueve hasta la ropa puesta; tal como si uno, debido a no
llevar bajado el barboquejo, clava nazarenas al flete y, sofocado por el
poncho, no consigue acortarle distancia
al sombrero que se va a los tumbos entre el polvo y nubes de hojas y yuyos
secos; así quienes a los saltos acudían perdían en el camino la conciencia de
sus responsabilizante condición de milicos. Con la gran diferencia de que ellos
no se daban cuenta. Y muchísimo más lejos les iba a aparar al sujetarse delante
del furibundo remolino de impetuosos hachazos y de lisas tiradas a fondo; de
esquives capaces de descoyuntar, de bombachudas piernas rojas que se fundaban
con el peso de la piedra en la gramilla o en el playo de la entrada de la casa
del Peludo, y que, de súbito vueltas elástico, iban a dar por el aire a otro sitio
-como ahora saltó el Soldado Águila- mientras las sombras de los combatientes
hacían con propia cuenta su pálido juego sobre el pasto en molinetes, en
francos sablazos sin ruido. Tamaño estupor se debía a que aquello tan, tan semejante
a los desaforados embustes del Cimarrón (mas testimoniando ahora con sangre su
verdad) mostraba en el mismísimo Sargento Primero a su personaje decisivo, de
nuevo atenuada en este instante su imagen por el arrebujamiento de tinieblas
que la ocultación de la luna provocó otra vez.
-¡Pero mirá vos qué nene había resultado el maragato!
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