por Carlos Javier González Serrano
¿Por qué hablar de dos aspectos tan humanamente centrales en la vida de cualquier persona como el dolor y la piedad en la obra de Antón Chéjov (1860-1904)? En su literatura podemos encontrar algunas características eminentemente filosóficas que le convierten en un autor del todo interesante. Frente a Dostoievski o Tolstoi, por ejemplo, Chéjov suele ser erróneamente considerado un autor afilosófico, más un narrador que un filósofo, y desde luego esto es así si nos atenemos a la vertiente meramente literaria de sus obras, desarrollada en lo fundamental a través de cuentos y obras de teatro. Sin embargo, el género elegido por nuestro autor no resulta indiferente. Frente a la tradición de la gran novelística en la que se inserta y de la que procede, Chéjov se decanta de forma deliberada por lo breve.
Si por algo se caracteriza el camino
artístico de Chéjov es por su decidida voluntad de hacer literatura de una
determinada manera, alejada de la tradición de sus predecesores; un camino
caracterizado por la brevedad y la simplicidad en
el discurso, la acción y las escenas. En Chéjov se produce una maravillosa
concentración, relacionada (y aquí damos con el primer
atisbo filosófico de su obra) con una remisión a la
subjetividad, al yo del autor y del lector, como podemos ver en sus
abundantes cartas y escritos autobiográficos. Él mismo dejó escrito que “La subjetividad es algo terrible“, pues “uno no debe
ponerse a escribir más que cuando se nota más frío que el hielo”. Aunque… ¿es
eso posible?
En la escritura, así como en la
lectura, el yo se enfrenta a sí mismo como si de un espejo se tratara. Esta subjetividad
remite pues a una fenomenología anímica, a un “encontrarse” (en terminología
heideggeriana). El yo siempre se dispone ante las cosas afectivamente, y este estado no es, para quien lo
experimenta, irrelevante. En una palabra: la indiferencia resulta del
todo imposible. El escritor se convierte, así, en una suerte de
escrutador, en un mago fenomenológico que, a base de describir lo externo,
acaba por horadar en y hacia lo más íntimo. Lo oculto se hace patente, para
Chéjov, en esta concentración que observamos en todas sus obras. Lo que se
busca, incluso en las escenas más insultantemente cotidianas, es el núcleo más
hondo de lo humano, el Urgrund primigenio
que da origen y sentido a todo.
Desoyendo los cánones más arraigados
de la Poética aristotélica, Chéjov no sólo anuncia una
renovación en las formas y en la extensión de lo literario, sino también y
sobre todo en el contenido, en el qué de la
acción. Si recordamos las palabras de Aristóteles, “el
elemento más importante de todos es la trama de los hechos; pues la tragedia es
imitación no de personas, sino de acción y de vida, y la felicidad y la
infelicidad están en la acción […]. De ahí que no actúen para imitar los
caracteres, sino que revisten los caracteres gracias a las acciones” (Poética, VI). Por su parte, en Chéjov la acción pasa a
un segundo plano, interesa más la forma dramática, la disposición literaria y
anímica que lo que los personajes llevan a cabo. Más el fondo que la acción,
más la hondura de las propias acciones que las acciones en sí mismas. Una acción carece de sentido si no es impulsada por aquel Urgrund primigenio.
En definitiva, la obra literaria debe convertirse en un laboratorio
experimental de la vida, donde no se busca tanto la narración de lo que se hace
como investigar las razones por las que se hace lo que se hace.
En su breve novela Mi vida: relato de un hombre de provincias (1896)
asistimos al doble andamiaje literario que practica Chéjov, al que añadiremos
un tercero. En primer lugar, la mencionada brevedad frente a la extensión. Se
da una concentración que siempre se asocia a los estados anímicos del protagonista.
Es la acción la que gira en torno al dáimon o
carácter de éste, y no al revés. En segundo lugar, frente a la prolijidad en
los detalles y largas descripciones, Chéjov pone su atención, muy a lo Baroja, en el modo en que
la realidad se presenta de una u otra forma en función de los pensamientos y
convicciones del protagonista. Hay, en este sentido, una llamada a la libertad, que sin embargo se ve eclipsada
permanente y violentamente por un duro y palpable determinismo.
Miraos bien y fijaos en la vida
inútil y triste que lleváis. Lo más importante es que la gente se dé cuenta de
esto. Y cuando lo entiendan seguro que construirán otra vida, una vida mejor
[…]. Yo no lo veré, pero lo sé, será una vida completamente nueva.
¿Dónde están estos héroes, se
pregunta Chéjov, dónde hay alguien capaz de enfrentarse a las circunstancias y
salir victorioso de ellas? En el fondo, siempre se da el esquema del eadem, sed aliter (lo mismo, pero de distinta
manera): los avatares históricos se repiten sin cesar en una cadena peligrosamente circular y acaso eterna. Lo
esférico, como ya dijo Schopenhauer, es la
figura en la que se desenvuelve la naturaleza. Así, Chéjov escribe
en Las tres hermanas (II):
Después de nosotros se volará en
globo, las chaquetas cambiarán de forma, quizá se descubra el sexto sentido y
lo desarrollen, pero la vida seguirá siendo la misma, difícil, llena de
misterios y feliz. Y dentro de mil años el hombre suspirará, como ahora: “¡Ah,
qué penoso es vivir!”, y al mismo tiempo, exactamente como ahora, tendrá miedo
a la muerte y no la querrá. […] La vida no cambia, siempre es la misma.
En tercer lugar, tales datos
literarios y hermenéuticos van a parar a una determinada concepción
antropológica que toma la forma de una revolución en contra de
Tolstoi. Si para éste el hombre se redime a través del trabajo
(incluso del sufrimiento, de la asunción de las propias penas), y la auténtica
moralidad acaba por imponerse en el corazón del hombre, para Chéjov, al
contrario, todo esto no es más que pura ilusión. En una de las cartas
enviadas a su editor, escribe Chéjov que “la moral de Tolstoi ha dejado de
influenciarme”, y más aún, en un texto bellísimo:
Escriba usted un relato de cómo un
joven, hijo de un siervo, que ha trabajado en una tienda, que ha cantado en el
coro de una iglesia, estudiante en un instituto y en la universidad, educado en
el respeto a los grandes títulos, enseñado a besar la mano a los sacerdotes, a
someterse a las ideas de los demás, a dar las gracias por cada pedazo de pan,
apaleado muchas veces, obligado a ir a la escuela sin chanclos, cómo este
joven, después de tantos sufrimientos, elimina gota a gota el esclavo que lleva
dentro, y cómo un buen día comprueba que por sus venas ya no corre sangre de
esclavo, sino sangre de verdad, sangre humana.
Así, en el hombre, y más
concretamente en el trabajador angustiado por sus condiciones de vida, existe
una definitiva escisión de base que le impide recomponerse de una sola
pieza; su yo se convierte en un auténtico infierno, en un
puzle imposible de rehacer o, más incluso, que ya hecho se siente inconcluso,
falto de piezas. De ahí la furibunda crítica que Chéjov lleva a cabo
sobre la idea de progreso: el capitalismo, más que incipiente
en su época, imposibilita que el ser humano sea redimido de su condena social, que se une a la existencial o
antropológica.
Yo expuse la siguiente idea: haría
falta que los fuertes no esclavizasen a los débiles, que una minoría no
fuese un parásito para la mayoría, o una bomba que le succionase crónicamente
sus mejores jugos; es decir, haría falta que todos sin excepción -fuertes y
débiles, ricos y pobres- participasen en la misma medida y cada cual por sí
mismo en la lucha por la existencia.
La existencia del hombre está marcada
a fuego, por tanto, por la imposibilidad del retroceso (para reconducir el
pasado) y de la antelación (lo impreciso del porvenir). Lo fundamental en
Chéjov es la conciencia de lo limítrofe: el hombre es el ser del límite,
de ahí la necesidad de concentración, de iluminación del yo mediante la
brevedad. Chéjov trata de dar con este límite, de exponerlo e incluso
asediarlo. Sus personajes no son grandes por lo que son,
sino por la conciencia de sí que poseen. “Nada pasa” (es
decir, eadem, sed aliter, eterna repetición de lo mismo), pero
a la vez, “todo pasa”, como nuestro protagonista asegura: “Todo pasa, y pasará
también la vida; por tanto, nada hace falta. O hace falta sólo tener conciencia
de la libertad, porque cuando el hombre es libre no necesita nada, nada, nada”.
La libertad queda traducida en un
desvelamiento o descubrimiento radical del sí mismo, que choca de
manera constante contra una realidad que recuerda mucho al en-sí de Sartre, a la molicie inamovible frente a la que la
propia libertad nada puede hacer (pensemos en los cuadros de parajes
helados de Caspar-David Friedrich). Ante este
hecho, sólo resulta posible huir hacia “lo maravilloso”, hacia el arte.
Chéjov se centra en pequeñas miniaturas de la vida donde notamos que ésta
“pasa”. Pero a pesar de la nihilidad de tales momentos, de su fugacidad, a
la vez cada uno de ellos va dejando un rastro, una huella que se traduce en
recuerdo y, a la postre, en emociones que poder evocar. Es por eso que uno de
los únicos alivios que le es dado al hombre en su vida es la piedad, la conmiseración con sus semejantes. Chéjov
desnuda el alma humana a fuerza de desterrar de sus creaciones a la acción, en
pos de una disección del presente, único lugar en el que puede encontrarse la
eternidad.
De todo lo dicho se desgaja,
además, una descarnada denuncia social. Por mucho que haya
sabios e intelectuales que hablen de la miseria humana, mientras sean sólo unos
pocos los que detenten el poder, no existirá solución. Como apunta Nabokov, los
relatos de Chéjov nunca acaban al finalizar la historia: mientras los
personajes sigan vivos, no hay conclusión posible. De alguna manera, muy al
hilo de lo sostenido por Philipp
Mainländer, la redención sólo es posible con el fin de la vida, con la muerte.
Frente a lo ingrato de la existencia,
tanto Chéjov como sus personajes buscan consuelo en la naturaleza, en un guiño
intempestivo hacia Rousseau. La naturaleza
ofrece todo lo contrario del bullicio de la ciudad, del ruido mundanal. Hemos de encontrar una serenidad o contención ante
la perpetua agitación de los asuntos humanos. Aunque, también como sucede en
Schopenhauer, Chéjov asegurar que el tedio es el otro polo, igualmente nefasto
-junto al dolor y el sufrimiento-, de la vida humana. De nuevo la libertad se
da de bruces consigo misma: estar arrojados a la vida implica aceptar la
dinámica a la que ésta nos expone, que, paradójicamente, se traduce en la obligación de vivir. No en vano el Chéjov más maduro
no dejará de buscar la esperanza (tanto en sus obras como en su propia
biografía).
A su juicio, la felicidad del hombre se debate en esta sempiterna lucha entre
la aparente libertad y el más férreo determinismo, y por eso se
convierte en una constante aspiración que nunca obtiene su objeto de deseo.
Incluso en los relatos más claros, menos tenebrosos, señala Chéjov
nuestros más hondos temores y asegura que la existencia se desdobla
irremediablemente en dos estratos: uno aparente, donde todo pasa y nada
permanece, y otro real, donde anida lo oculto, el sentido, lo que se esconde.
Sólo resta aquella ansiada serenidad: “En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada hombre,
reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido
de la vida sobre la tierra, de un perfeccionamiento constante” (“La dama del
perrito”).
Chéjov se encuentra muy cerca del
poeta Novalis: es en las catacumbas del yo donde se fraguan
nuestros deseos y ambiciones, es en la oscura noche donde (si existen)
encontramos el bien y el mal. Sin embargo, aunque la existencia se base en el
secreto, en lo subterráneo, es necesario actuar en el mundo,
salir a la palestra, en un gesto del todo arendtiano. De nuevo la libertad
encuentra nuevos cercos a su desenvolvimiento: en esta ocasión, el cerco social, el de los convencionalismos y la
pragmática kantiana. Es por eso que Chéjov, aunque reconozca la “maravilla” del
arte, le exige en cambio que muestre sin temor la realidad tal como es,
escapando de la mentira y el embuste en los que caen numerosos artistas.
Una faceta comprometida que Chéjov se
tomó muy en serio: el escritor debe ser un
observador tan sincero como incansable de la realidad, y más
que examinarla ha de exponerla. Una actitud casi científica que le viene dada a
nuestro protagonista por su formación médica. Tanto la medicina como la
literatura desnudan al hombre y le arrebatan todas sus caretas, mostrándole tal
como es en su más pura indefensión.
En definitiva, Chéjov intenta poner
orden allí donde todo parece remitir al caos. En una de sus
cartas explica que todo está hecho “de horrores, preocupaciones y mediocridades
que cabalgan unos tras otros”. La pregunta de Chéjov a sus lectores es, pues,
la de si es posible imprimir cierta racionalidad, cierto orden, a tan
pérfido e inerme panorama. En “Terror”, de 1892, observamos
tales características en todo su esplendor: la incomprensión sobre cómo funciona el mundo se convierte en la
auténtica y verdadera angustia, en el abismo inescrutable:
-Nos parece terrible lo que no
comprendemos. -Y ¿acaso nuestra vida es comprensible? Dígame: ¿entiende usted
mejor la vida que el mundo del más allá? […] Nuestra vida y el mundo del más
allá son igualmente incomprensibles y terribles […]. [L]e aseguro que nada de
eso me parecía más terrible que la realidad. Las apariciones son horribles, ni
que decir tiene, pero la vida no lo es menos.
También en “Las grosellas”, de 1898,
Chéjov conjuga la desigualdad social con una suerte de
intrahistoria unamuniana que siempre nos habla de una eterna escisión: los
sometidos y quienes someten:
Mis pensamientos sobre la felicidad
humana siempre han estado mezclados con elementos de tristeza y ahora, al ver a
una persona dichosa, me dominó una sensación penosa, próxima a la desesperación.
[…] Fïjense ustedes en esta vida: el descaro y la ociosidad de los fuertes, la
ignorancia y la bestialidad de los débiles; y por todas partes una pobreza
insoportable, apreturas, degeneración, embriaguez, hipocresía, mentiras…
Entretanto en todas las casas y calles reinan el silencio y la calma; de los
cincuenta mil habitante de una ciudad, no hay uno solo que grite, que se
indigne en voz alta. Vemos a los que van al mercado, comen de día, duermen de
noche, a los que dicen naderías, se casan, envejecen, llevan tranquilamente a
sus muertos al cementerio; pero no vemos ni oímos a los que sufren y lo más
terrible de la vida sucede entre bastidores. Todo está en calma y en silencio,
sólo protesta la muda estadística: tantos locos, tantos cubos de vodka bebidos,
tantos niños muertos de hambre… Probablemente ese orden es necesario;
probablemente las personas felices se sienten bien sólo porque los desdichados
llevan su carga en silencio; sin ese silencio, la felicidad sería imposible. Es
una hipnosis colectiva. Detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz
debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus
golpes que hay personas desdichadas, que, por muy feliz que uno sea, la vida le
enseñará sus garras más tarde o más temprano, que le sobrevendrá alguna
desgracia –enfermedad, pobreza, pérdida– y que nadie lo verá ni lo irá, de la
misma manera que él ahora no ve ni oye a los otros. Pero el hombre del martillo
no existe, el individuo feliz vive libre de cuidados, las menudas
preocupaciones de la vida le agitan tan poco como el viento los álamos, y toda
va a las mil maravillas. […] Apelan ustedes al orden natural de las cosas, a la
ley de los acontecimientos, pero ¿existen un orden y una ley que obliguen a un
hombre vivo y pensante como yo a quedarse quieto delante de una zanja,
esperando a que se cierre por sí misma o se cubra de cieno, cuando tal vez
podría saltar por encima o tender un puente?
En una suerte de vuelco
rousseauniano, Chéjov piensa que lo maravilloso deja de serlo
cuando lo humano se interpone entre el hombre y la naturaleza. La
simplicidad de la naturaleza no soporta ni se aviene al mundo artificioso de
los hombres, siempre resguardados tras sus máscaras. Por eso, y de ahí, el
impulso afilosófico de Chéjov, mal interpretado por los especialistas. El autor
ruso asegura que los escritores no son quienes han de ocuparse de resolver las
grandes cuestiones metafísicas. El artista no debe ser nunca un juez, sino un
testigo imparcial (aunque por eso mismo debe contarlo todo sin tapujos).
Además, si el artista cobra consciencia de algo, es de que el mundo, por
entero, es incomprensible. Así leemos en una de sus cartas fechada en 1888
que “Sólo los imbéciles y los charlatanes comprenden y lo saben todo”.
A causa de esta incomprensión, Chéjov
siempre permaneció independiente en términos políticos. El deber del escritor no es el de acusar ni mucho menos el de
perseguir, sino el de exponer la realidad tal y como se presenta.
Una tarea que, a su vez, encierra una tenebrosa faceta, como explica en el Acto
II de La gaviota: el escritor emplea su vida en esa
mostración, en la manifestación de la vida, mas en tal mostración se da, a la
vez, el absurdo de la vida. Y es que, al igual que explica Virginia Woolf en su relato
“La velada”, el lenguaje se convierte a menudo en una red por la que
escapan los más importantes detalles. Además, como apuntaría Unamuno, el
lenguaje puede traicionarnos. Así, escribe Chéjov en “Enemigos”:
Una frase, por muy hermosa y profunda
que sea, sólo surte efecto en personas indiferentes, pero no siempre puede
satisfacer al hombre feliz o desdichado; por esa razón, la mayoría de las veces
la expresión más sublime de felicidad o desdicha consiste en el silencio; los
enamorados se comprenden mejor cuando callan y un discurso arrebatado y apasionado,
pronunciado al pie de una tumba, sólo conmueve a los extraños, mientras a la
viuda y a los hijos del difunto se les antoja frío e intrascendente.
Por eso, recordamos, la
importancia de la concentración, de la condensación y de la escasa prolijidad
de datos que Chéjov pone sobre la mesa en sus creaciones. La vida transcurre por sí misma y no es necesario adulterarla ni
aderezarla. La impronta filosófica de los relatos de Chéjov no está,
pues, en la acción, sino en lo que ésta connota. El tiempo se nos escapa, como arena entre las manos, y la vida
consiste en ese mismo transcurrir, tan etéreo pero tan real. Chéjov
captura ese tránsito existencial en momentos puntuales, como si la densidad y
la hondura de la vida que se nos arrebata se esculpiera en puntos determinados
del tiempo, de la vida, perfectamente delimitables. Mas este “punto” puede ser
cualquiera, pues lo fundamental en Chéjov es la ausencia de toda salida a la
fuerza de la vida: nos vemos obligados a vivir. En nuestra existencia, así como
en los cuentos de Chéjov, no hay desenlaces posibles. Él es, como ningún otro, el retratista de lo trágico en las
pequeñas cosas.
La felicidad en Chéjov siempre se
encuentra bien en el paso del tiempo -cuando éste marcha indolente-, en el
pasado idealizado o en un mundo trascendente. No existe posible redención, o al
menos no existe redención definitiva, pues la existencia misma carece de
lógica (sólo la que, con el fin de subsistir,
erigimos nosotros mismos). En conclusión: en Chéjov la vida nos vive,
somos vividos, y en ella el dolor y el hastío parecen los motores que
constituyen su movimiento. Sólo cabe una posible vía: la esperanza en el descanso. Como leemos en El tío Vania, IV:
¿Qué hacer? ¡Hay que vivir! Nosotros, tío Vania, seguiremos viviendo. Viviremos una larga serie de días, veladas interminables; soportaremos pacientemente las pruebas que nos envíe el destino; continuaremos trabajando para los otros, hoy y cuando seamos viejos, sin descanso; cuando nos llegue la hora, moriremos resignados y más allá de la tumba diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que la vida nos ha sido muy amarga. Dios se compadecerá de nosotros y entonces, tío, mi querido tío, veremos una vida luminosa, bella, encantadora; entonces nos sentiremos contentos, miraremos nuestras desdichas de hoy con una sonrisa emocionada y descansaremos. Yo creo, tío, yo creo ardiente, apasionadamente… […] ¡Descansaremos! Oiremos a los ángeles, veremos el cielo cubierto de diamantes, veremos cómo todo el mal de la tierra, todos nuestros sufrimientos, quedan ahogados en la misericordia que llenará el universo, y nuestra vida será tranquila, tierna, dulce como una caricia.
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