Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
EL
INDIVIDUO Y EL GRUPO
I
– PASEOS DICHOSOS, VAGAR PATÉTICO (2)
Este
será también el caso de Suaid, el personaje principal de Avenida de Mayo - Diagonal
- Avenida de Mayo, cuyo deambular se identifica con la necesidad de
fantasía, movilidad y espontaneidad de un Eladio Linacero. Claro que el héroe
de El pozo es un cuarentón aplastado por la vida, aunque no será menos
un rebelde que se niega a dejarse encepar por los moldes de la sociedad
burguesa “rioplatense”, y trata de reconquistar el espíritu de su juventud
perdida. Eso queda bien claro en el curioso pasaje donde Linacero induce a su
esposa Cecilia a repetir -como en un ritual mágico- una escena del pasado
intentando, sintomáticamente, recuperar la soltura indolente y emblemática del
cuerpo de la muchacha:
Pero
aquella noche no vino ninguna aventura para recompensarme el día. Debajo de mis
párpados se repetía, tercamente, una imagen ya lejana. Era precisamente la
rambla a la altura de Eduardo Acevedo, una noche de verano, antes de casarnos.
Yo la estaba esperando apoyado en la baranda metido en la sombra que olía
intensamente a mar. Y ella bajaba la calle en pendiente, con los pasos largos y
ligeros que tenía entonces, con un vestido blanco y un pequeño sombrero caído
contra una oreja. El viento la golpeaba en la pollera, trabándole los pasos,
haciéndola inclinarse a penas, como un barco de vela que viniera hacia mí desde
la noche. Trataba de pensar en otra cosa; pero, apenas me abandonaba, veía la
calle desde la sombra de la muralla y la muchacha, Ceci, bajando con un vestido
blanco. Entonces tuve aquella idiota como una obsesión. La desperté, le dije
que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una
posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo no
podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no sabiendo para
qué (4).
La
ausencia de todo cálculo que caracteriza al vagabundeo de Suaid, por ejemplo,
será presentada en la obra de Juan Carlos Onetti como un testimonio de
autenticidad, como una forma de libertad suprema. Este elogio del azar, que no
distancia mucho a Juan Carlos Onetti -más allá de lo que él haya manifestado al
respecto- del espíritu surrealista (5), surge junto al amor por los espacios
abiertos que provocará el descubrimiento de la ciudad. Porque a lo largo de sus
paseos, los héroes onettianos recorrerán una cantidad de lugares cuya suma
pretende reconstruir aproximadamente la imagen de la ciudad que intentó
precisamente captar el novelista en los años treinta. El vagabundeo se
transforma entonces en un vector hacia la revelación: es el mundo mágico e insospechado
que surge, durante los paseos solitarios, ante los principales personajes de
los relatos juveniles. Pero no hay por qué volver aquí a los análisis ya
realizados en el primer capítulo.
Por
otra parte, esta forma despreocupada del errar, ligada al maravilloso
descubrimiento de la ciudad, está lejos de poder caracterizar al conjunto de la
obra onettiana. Se trata de una primera etapa en la construcción de un mundo
urbano que pasará a ser inmediatamente aprehendido de un modo mucho más dramático.
El deambular cambia entonces de significado. Ya no será la improvisada y
dichosa apropiación de un espacio ofrecido, sino el signo de una coacción
impuesta desde el exterior o trágicamente interiorizada y asumida hasta las
últimas consecuencias. Así, la joven protagonista de Mascarada, lejos de
moverse libremente en un espacio hospitalario, tropezará, en forma sintomática,
con mil obstáculos imprevistos:
María
Esperanza entró al parque por el camino de ladrillos que llevaba hasta el lago
entre sombras de árboles y torcía justamente al llegar a la orilla, chocando contra
la luz de los reflectores, las espaldas todas negras de la gente que miraba
deslizarse las lanchas con banderines y música, los danzarines en la isla,
artificial. Estaba cansada y los tacones, tan altos como nunca los había usado,
le hacían arder un dolor como una herida en los tendones de los tobillos. Se
detuvo; pero no era ahí, sentía sin saber por qué, que no era y además tenía
miedo de aquellas caras absortas, graves o sonrientes, miedo porque eran caras
tan semejantes a la suya misma bajo la violencia, blanca, roja y negra de la
pintura con que la había cubierto, miedo de que las caras miraran comprendiendo
su fraternidad y la miraran en seguida con odio por estar haciendo algo que no
debía hacerse cuando se tenía una cara así, cuando la había tenido, unas pocas
horas antes, sin pintura y limpia frente al espejo, luminosa, alegre, con el
despeinado cabello goteando agua y sin
vergüenza (6)
La
agresividad subyacente del mundo urbano se transparenta a través de la cadena semántica
que constituyen términos como “chocar”, “dolor”, “herida” y “violencia”. Una
agresividad que se intensifica en las páginas siguientes, contribuyendo a
subrayar con toda nitidez la notable modificación que sufre la visión de la
ciudad. El vagar de la buscona principiante que comprende por fin que podrá “cumplir
con el negro, espantoso recuerdo, con la orden breve de buscar hombres y volver
con dinero” (7) resulta pues tanto más desgarrador cuanto que se nos revela muy
tardíamente (8) el verdadero objetivo de este particular y sórdido paseo.
Notas
(4)
El pozo, pp. 32-33.
(5)
Ibíd., p. 24: “¿Por qué hablaba de comprensión unas líneas antes? Ninguna de
esas bestias sucias puede comprender nada. Es como una obra de arte. Hay
solamente un plano donde puede ser entendida. Lo malo es que el ensueño no
trasciende; no se ha inventado la forma de expresarlo, el surrealismo es
retórica. Sólo uno mismo, en la zona de ensueño de su alma, algunas veces”.
(6)
Mascarada, en Tiempo de abrazar, p. 49.
(7)
Ibíd., p. 53.
(8) Señalemos al pasar que este texto, construido a partir de un enigma inicial que no se despejará sino en la última frase, no deja de recordar por su tonalidad algo escabrosa y la noción misma de secreto que lo vertebra un conocido cuento incluido en Ficciones, de Jorge Luis Borges: La secta del Fénix. Aquí también las líneas más significativas se ubicarán al final del texto: “El Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él. No hay palabras decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o, mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque sintieron que yo había tocado el Secreto. (…) He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que es aun más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo rato es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles; alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo”. (Ficciones, Emecé Editores, pp. 184-185).
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