por Juan Cruz
Inteligente, potente y burlón, audaz
y profundo como su literatura, William Faulkner se sometió a tantas entrevistas
como le pidieron, pero dijo en ellas lo que le dio la gana sobre su origen o
sobre su vida. Fue educado, pero sorteó la solemnidad de las preguntas con la
habilidad de un campesino más preocupado por los caballos que por la eternidad
de sus respuestas. Según qué le preguntaran, era hijo de una esclava negra y su
historia era la de un continuo fracaso. Sentado sin otra pasión que ver pasar
el tiempo mientras su hija montaba a caballo, dejó que vinieran estudiosos o
periodistas a su granja de Oxford, Misisipi, y aceptó preguntas que él
respondía siempre explicando con desgana, pero con eficacia, las mismas cosas;
entre ellas, que no le interesaba la literatura, aunque aceptara que escritores
del pasado, entre ellos Cervantes, merecían figurar en su estantería. Leer lo
que decía a estudiosos ingenuos o curiosos sorprendidos por su ironía es una
auténtica gozada.
Javier Marías escribió de Faulkner: “Indagó
en las sombras con emoción y talento difícilmente comparables”. En León en el jardín, el Faulkner
entrevistado —ente 1926 y 1962, el año de su muerte— ratifica esa definición de
Marías. Pues aunque rehúya la respuesta directa sobre su modo de escribir, todo
lo que dice, hasta lo que cuenta sobre sus pasiones campesinas, tiene que ver
con la raíz misma de los materiales, reales o simbólicos, de su ficción. El
resultado de tantas entrevistas no es solo el retrato de un hombre en todas sus
dimensiones, sino el espejo de un escritor que marcó el siglo XX con las
sombras y la emoción a las que su colega español alude.
Faulkner muestra más interés por el
espectáculo de la hierba que por lo que fue naciendo de una imaginación que, él
dice, brotó de lo que la naturaleza (y también la naturaleza humana) le fue
dando. Inventó diabluras para que cada periodista se fuera con la sensación de
que hallaba una línea excepcional, cuando en realidad se iba con una mentira
mordaz o piadosa. En la raíz de sus respuestas siempre hay una verdad que se
repite: escribir es una pasión con la que convive, pero explicar esa pasión le
resulta tremendamente aburrido. Nunca se subió a un pedestal, ni aceptó el
pedestal en el que vivían muchos de sus contemporáneos; explicó con
consistencia su posición ante el racismo sureño, pero tan solo una vez (en esta
recopilación) replicó al periodista inglés que, según él, tergiversó sus
palabras.
Los editores de este gozoso material
subrayan algo que distinguió a Faulkner: “Como escritor, era despiadadamente
profesional, entregado a su arte y capaz de hacer sacrificios muy grandes por
él”. Entre esos sacrificios, algunos viajes, incluido el que lo llevó a
Estocolmo a recibir el Nobel en 1949. El más extraordinario de esos desvíos fue
el que lo llevó a Japón. Allí se encontró con estudiantes y profesores que se
empeñaban en asociarlo con las artes y los paisajes japoneses. Uno de ellos le
hizo esta pregunta: “A su parecer, ¿nuestros rostros son más interesantes que
otros?”. Como un profesional, él, que se había burlado de tantas ocurrencias,
respondió: “Es secundario que la cara sea japonesa o escandinava. Es el
semblante, la vida misma; la angustia, la misma angustia; el triunfo, el mismo
triunfo. No importa lo que sea”.
William
Faulkner.
Entrevistas editadas por James B. Meriwether y Michael Millgate.
Prólogo de Javier Marías.
Traducción de Antonio Iriarte.
Reino de Redonda, 2021.
(EL PAÍS España/ 1-5-2021)
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