La intención de este artículo era alejarse de cualquier planteamiento epistemológico "europeizante". Como puede verse, se trata de un reto sumamente complejo, casi imposible, pues los teóricos más socorridos siguen siendo los autores europeos. Cabe, eso sí, buscar la igualdad de las ideas de acuerdo a una visión decolonial.
Despierto. El progreso no existe. Es
un mito occidental, una fábula de engañabobos, un cuento malintencionado urdido
para devorar corderos ¿Qué es el progreso? ¿Una ficción, una pesadilla
colectiva con visos de buen sueño, como lo denuncian Fritz Lang y los hermanos
Wachowsky en sus películas Metrópolis o Matrix, de manera respectiva, a más de cincuenta años
de distancia una de otra? ¿Es una fantasía utópica cuya distopía siniestra,
verdadera, demostraron Ray Bradbury, Aldous Huxley o George Orwell en sus
novelas? No cabe duda de que, si lo permitimos, nuestra mente puede convertirse
en una prisión disfrazada de metas, una jaula en la que el ave decide
permanecer en encierro porque se considera libre, porque está cómoda.
Para los pueblos originarios la
visión progresista no existe, porque para ellos la vida no consiste en ir de un
lado a otro, o en andar a través del tiempo. La vida, en su honda esencia,
significa simplemente “ser”. No se llega a ser a través de escalones, a menos
que sean espirituales. Bajo la cultura occidental, en cambio, se tiene prisa de
cualquier cosa, se corre de un lado a otro como lo hace el conejo de Alicia en el país de las maravillas, junto a su
imprescindible reloj. Las trayectorias del conejo, sin embargo, son más largas
hoy en día; los viajes, más peligrosos. Las ciudades se han convertido en los
paraísos artificiales que mencionaba Charles Baudelaire, aunque con visos
funestos. Desde luego, con el home office y
el streaming se reducen horas valiosas, pero sólo
para atiborrar a los empleados de trabajo ¿Quién gana con ello? El nuevo amo feudal,
de nombre empresario. El oficinista es un siervo.
¿Eso es el progreso? ¿Trabajar doce
horas diarias, para llegar todavía a casa a terminar un pendiente de oficina?
Byung-Chul Han, pensador surcoreano (hoy la vanguardia no es sólo europea), nos
previene de este fenómeno en sus ensayos. Han expone una “filosofía de la
autoexplotación, y “una sociedad del cansancio”. Comenta: “En la orwelliana
1984 esa sociedad era consciente de que estaba siendo dominada; hoy no tenemos
ni esa consciencia de dominación”. Afirma, acertado: “Se vive con la angustia
de no hacer siempre todo lo que se puede, y si no se triunfa, es culpa de cada
quién. Ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es
la pérfida lógica del neoliberalismo, que culmina en el síndrome del trabajador
quemado”.
¿Autoexplotarse, buscar la excelencia
hasta enfermar, es esto el progreso? ¿A quién beneficia este sistema? Qué sería
de nuestra supuesta civilización sin el ágora griega. En la cosmovisión
occidental, estaríamos perdidos sin los platónicos o los pitagóricos. Lo
curioso es que, si alguien ha sido ajeno a la visión capitalista moderna, eran
aquellos filósofos a los que el positivismo y la era industrial han alabado
como canon del mundo. Diógenes “el perro” o Sócrates serían considerados unos
vagabundos, ciudadanos inútiles a los que se les habría orillado a trabajar
atendiendo el mostrador de cualquier cadena trasnacional de café, para la
satisfacción de los clientes y la tragedia de la filosofía. El mundo de las
ideas de Platón, bajo este esquema, no habría sido escuchado ¿Qué es aquello
que permitió la búsqueda del conocer, las bases del pensamiento occidental? La
respuesta es simple: el tiempo aparentemente muerto. Es decir, el ocio. Vivir
sin prisa.
La Historia, en pleno siglo XXI,
parece advertir que debemos detenernos un momento. Cuando una persona lleva una
vida agitada, digamos una estrella de rock, y para soportar las presiones o las
giras necesita el uso de las drogas, además de verse involucrado en dos o tres matrimonios
fallidos, episodios de violencia y autodestrucción, incluso de suicidio, ¿qué
le recomienda un terapeuta si su intención es salvarse? Detener el ritmo de
vida, reflexionar, tomar un respiro para saber qué se quiere, a dónde se va
¿Por qué, de manera colectiva, se juzga que es ridículo hacer algo así por la
humanidad? En Snowpiecer (2014), película
dirigida por el coreano ganador del Óscar, Bong Joon-ho (aquí les entrego una
validación eurocentrista), asistimos a una interesante metáfora del progreso
¿Podemos descarrilar el tren para recuperar el planeta? Desde luego, podemos,
porque el tren sólo existe en nuestro imaginario positivista. El mundo puede
ser como queramos. Porque el “mundo humano” no es sino una idea. Aristóteles
estaría de acuerdo con esta aseveración. Por cierto, la cinta Snowpiecer se basa en el cómic Le Transperceneige, novela gráfica francesa de ciencia
ficción postapocalíptica, creada en 1982 por Jacques Lob y Jean-Marc Rochette.
Sigamos con otros ejemplos. Es interesante
el caso de Whitman ¿Era Walt Whitman un cantor del asfalto, de la vida
“civilizada”? No, uno de los más grandes poetas que cimentó la literatura
norteamericana era amante de la naturaleza, del campo ¿Qué sucede entonces,
odiaba Whitman el progreso?; ¿cómo logró sustentar una tradición poética en un
país que hoy sólo se interesa en poéticas neoyorquinas? Otra respuesta fácil:
porque en el fondo, más allá de las hiperrealidades, la esencia del hombre es
la misma; se aspira a lo profundo, a lo natural, con o sin tecnología.
Es necesario, entonces, reconocer una
verdad reveladora: el arte no imita a la naturaleza, como lo hizo saber
Aristóteles; el arte tampoco supera, sublima, y está por encima de la
naturaleza, cual idea kantiana que tanto daño ha formulado a nuestros esquemas
de pensamiento. La cultura tampoco. El arte “es”, junto con la naturaleza.
Arte, Cultura y Naturaleza son el micro y el macrocosmos, son indisolubles. El
ser humano es el espejo del planeta, de las plantas y los animales; del mismo
modo que tales elementos son el reflejo natural del humano. Éste imita y
sublima, es cierto, pero lo hace, bajo esta perspectiva, desde una posición
horizontal, lo cual lo vuelve sabio. Esa debería ser la enseñanza de tantos
años, una cruda lección tras la pandemia del 2020. Si mañana le restamos
valor al dinero, si al resto de los seres humanos no le interesa, ¿qué precio
tiene un billete? El valor del dinero, del uso del suelo, de los
estupefacientes, de una colegiatura privada, todo está en nuestra mente y en el
imaginario colectivo.
Si la humanidad vio su nacimiento en
comunidades cercanas a la tierra, el supuesto desarrollo implicó la vida en
ciudades ajenas al bosque y la selva. El sistema de esa época se encargó, como
bien lo denunciaron Marx y Engels en su momento, de crear la ilusión de que el
futuro no estaba en el campo, sino en las fábricas citadinas. Por medio de
engaños, el campesino se vio supeditado a los primeros empresarios, y
necesitado de pagar un derecho por el uso del suelo. La ciudad moderna se
convirtió en un negocio: se comerciaba con la tierra, y de paso, con el hambre
de los obreros. Se presentó la especulación inmobiliaria. Desde luego, a las
comunidades rurales, en especial a los pueblos originarios que no aceptaban ser
parte de esta propuesta, se le chantajeó y boicoteó hasta convertirlos en
proletarios asalariados. Habría, en pleno siglo XX, que regresar a modelos
cercanos al campo. Podemos llamarles sustentables o ecológicos; en el fondo
sabemos o debemos saber que no se trata sino de dar la razón a los pueblos
“atrasados”, que aprendieron a convivir con la vegetación y los ríos desde
siempre. Les debemos una disculpa a esos pueblos.
Si tocamos el asunto de la economía,
descubrimos que es, en apariencia, imposible hacer cambios en la forma en que
funciona en la actualidad. La razón de ello es que se ha tejido una red global,
un campo de juego, como lo definiría Pierre Bourdieu, donde se reproducen las
reglas de unos cuantos ¿Qué pasaría si comenzamos a jugar en otra cancha? El
punto límite del capitalismo, es posible verlo, es la institución del
narcoestado. El narcotráfico es la forma suprema del capitalismo tardío, mejor
conocido como capitalismo salvaje. Lo importante, ha enseñado un sistema fuera
de control, es hacer dinero, no importa bajo qué medios: la extorsión, los
actos corruptos, el asesinato, el exterminio. De ningún modo los E.U. y Europa
escapan a este horror: en gran parte lo provocan. Es fácil criticar o hacer
mofa de los países pobres, o repudiar a sus habitantes, cuando la comodidad de
las vidas europeas o norteamericanas se paga con la explotación de los
supuestos subdesarrollados que denigran. El narcotráfico se ha vuelto la única
forma posible de superación inmediata para los latinoamericanos, a falta de
oportunidades. Los países ricos sufren la invasión de miles de inmigrantes,
porque esos mismos países provocan tal fenómeno; han asfixiado la economía de
las naciones explotadas a tal punto, que las poblaciones oprimidas corren o
nadan en busca de comida. Y tienen derecho, tanto derecho de vivir como los
europeos o los estadounidenses. Tanto derecho a la cultura y la educación como
un británico ¿No era aquello lo que persiguió alcanzar la Revolución Francesa,
igualdad, libertad, fraternidad? ¿El liberalismo es entonces un mero discurso?
Marina Garcés, estudiosa argentina, propone por ejemplo una nueva ilustración
radical, revisionista de estas carencias. Coincido con su propuesta.
¿Qué es entonces el progreso?
¿Aquellos títulos universitarios, certificados, expedidos por universidades
extranjeras; este sepultar flores bajo el concreto; aquel desesperado derroche
de tarjetas de crédito para comprar ropa de marca en medio de la pobreza y
dentro de un ostentoso centro comercial? ¿Debe un pescador vestir un traje Versace para progresar; no podría significar vivir
al lado del mar el mayor alcance en la vida de un hombre? ¿Acaso no son
hermosos y elegantes los vestidos de fiesta mixes o tojolabales? ¿Debe un poeta
chicano dejar de escribir poesía identitaria, en spanglish, para entrar a la élite norteamericana? ¿Una
poeta afroamericana sólo puede escribir textos de denuncia, porque la alta
poesía es sólo la escrita por la academia, un asunto de blancos? El progreso se
ha convertido en una historia de terror.
Y es que la idea de un supuesto desarrollo favoreció, desde su invención, al imperio económico y cultural de ciertos países anglosajones o germánicos. La raza blanca, hay que reconocerlo, se apropió del mundo porque mostró una ambición desmedida e insana, civilizada pero salvaje. De este modo, Europa se convirtió en la centralidad política y cultural del mundo. Luego lo hizo Estados Unidos, en pleno siglo XX. Los museos, las bibliotecas, las enciclopedias, los teatros fueron instrumentos, aparatos culturales que se encargaban de certificar la cultura desde la visión europea. Lo románico era considerado arte; lo indígena, artesanía. La ópera y la música clásica eran excelsas; los cantos Reiki de Japón, una mera curiosidad. De esta apropiación de la cultura habla por ejemplo Antonio Gramsci, quien nos enseñó a concebir el arte dentro de las supuestas “bajas” culturas, las culturas populares. A fines del siglo XX, se derrumba un tanto esta mitología elitista; por ello es posible admitir en la academia a los poetas beat y leer sin ningún remordimiento, en México, un ensayo de Carlos Monsiváis acerca de la influencia de Juan Gabriel o las vedettes en la identidad mexicana. No quiero que se me malinterprete. Amo los muesos y las bibliotecas, pero amo también la tradición oral de los pueblos indígenas, y el haikú japonés. Los amo con la misma pasión. No nos engañemos, la alta cultura es una invención, un intercambio lúdico donde la mirada europea se ha visto beneficiada durante siglos. Es tiempo de hacer el cambio. Iniciemos, por ejemplo, por la ruptura mental de lo aprendido.
Incluso una obra de arte no tiene
otro precio, sino el que le ha asignado la mercadotecnia o su contexto
histórico. Lo que hoy conocemos como arte, es una idea colectiva que nace de
una postura occidental, bien individualista por cierto ¿Por qué no existen
concursos de poesía o cuento, escritos de manera grupal, para aprender a
superar los límites del ego? Más allá de que la muerte del autor ha sido ya
propuesta, desde luego, por Roland Barthes, es necesario revisitar las entrañas
epistemológicas y gnoseológicas de la creación. Por cierto, si hay interés en
comprender cómo el arte no ha sido siempre lo que hoy conocemos como tal, es
recomendable leer a Wladislaw Tatarkiewickz. De este modo, si nos alejamos de
los fundamentos estéticos aprendidos, hallaremos sorpresas gratas. Por ejemplo,
los tojolabales producen arte (según me explicó alguna vez el artista visual
Luis Alanís Téllez), pero ni siquiera tienen una palabra para definirlo, no les
interesa definirlo.
Hoy, por fortuna, la supuesta
superioridad cultural y económica “progresista” puede ser contemplada bajo la
mirada crítica. En la centuria pasada nació la Teología de la liberación,
corriente religiosa que contradice viejos dogmas eclesiásticos; a su vez, en
este siglo aparecieron movimientos decoloniales del pensamiento en diversos
autores latinoamericanos, entre ellos Bolívar Echeverría y Enrique Dusell.
Dichas ideas nacieron, se aplicaron y se aplican escasamente en los países
pobres (que no subdesarrollados o de tercer o cuarto mundo). Dichas teorías
permiten revisitar los hechos históricos, tan repetidos, aunque esta vez desde
una postura distinta, más equitativa.
Con la llegada del feminismo, la
crisis de lo establecido se intensificó (aunada a los movimientos
anti-racistas, que en el propio USA han conseguido la conquista de ciertos
derechos humanos a través de grandes batallas políticas,). El feminismo es un
movimiento fundamental, porque ha generado grandes cambios. Se ha encargado de
cuestionar un patriarcado asfixiante, violento. El mundo, si se tratara de una
pirámide, nos mostraría en el poder a un tipo blanco, hombre, por supuesto, con
una visión conservadora, occidental. Un Júpiter en su trono. El progreso se
representaría, así, con la imagen de un tipo maduro, patriarcal,
individualista, heterosexual y homofóbico. Contra esta esta idea de género
lucha el feminismo. Contra esta idea, haciendo contracultura, combate la
decolonialidad.
Es probable que por ello el verso
medido sea cuestionable en estos días, lo mismo que las referencias a las
figuras de la mitología griega, tan socorridas por clásicos, románticos e
incluso poetas modernos. Margo Glantz, en un ensayo brillante, nos hace
comprender, a través de un análisis hermenéutico, que Zeus no era un seductor,
sino un violador. En adición, no hay peor injusticia que la que se comete con
Medusa, a la que se le adjudica el título de monstruo, y cuya única falta (esto
es incomprensible) fue haber sido atacada sexualmente por Poseidón.
El mito occidental comienza su
derrumbe. Pienso, sin embargo, que este derrumbe no puede ser total, pues
siempre habrá mucho que aprender de los griegos. El asunto está en dejar de
tenerlos como norma, en virar hacia nuevas cosmogonías orientales, indígenas,
árabes, para complementar el conocimiento. De algún modo, autores como Jorge
Luis Borges hicieron lo propio; de forma muy anglosajona, pero lo hicieron.
La Historia valida la decolonialidad
cultural ¿Era París más grande, higiénico o esplendoroso que la antigua
Tenochtitlan? No lo era. En aquellos años, la capital mexica tenía una
población más amplia, y una mejor ingeniería que la misma Constantinopla o la
capital francesa. De su esplendor dejan constancia las crónicas de Bernal Díaz
del Castillo y Hernán Cortés ¿Era Sor Juana una poeta menor en comparación con
Góngora, Quevedo o Lope de Vega? ¿En qué sentido podía ser menor? Sólo bajo las
reglas castellanas. En el caso de la literatura del siglo de oro español, ¿no
es cierto que su métrica y su esencia se construyeron en gran parte bajo la
influencia de la cultura árabe y sufí? ¿No es Andalucía mucho más pluricultural
que aquello que llamamos España? ¿Andalucía es verdaderamente España?
El progreso no existe. Si algo nos
han enseñado las teorías de la física y la mecánica cuántica, es que no hay
linealidad alguna en el tiempo. Por lo tanto, no vamos a ninguna parte, no
tenemos obligación de alcanzar ninguna meta como humanidad. Por lo tanto, el
término cuyo origen etimológico proviene del latín progressus, derivado de progredi,
que significa “caminar adelante”, ha sido aplicado de forma inadecuada durante
los últimos siglos. Paul Ricoeur, en alguno de sus ensayos, hizo saber que fue
la Iglesia Católica quien instituyó, en gran medida, la idea del inicio y el
fin de los tiempos. Si hubo un Génesis, se debe esperar el Apocalipsis (según
tal versión religiosa). Esta idea habría de retomarla, para su beneficio, la
era industrial. Si debemos perecer, entonces la consigna es explotar el planeta
y la fuerza de trabajo con demencia, porque el fin está próximo ¿Próximo? ¿No
es verdad que cada cien años se concibe un fin del mundo que nunca ocurre? La
humanidad ha ingresado, bajo esta lógica, a una loca carrera que ahora sí
promete su extinción y que, para desgracia de los habitantes de la Tierra, no
ocurrirá en un solo día, de forma inmediata, sino que se presagia lenta,
dolorosa, si no enderezamos el rumbo.
¿Qué es el progreso? ¿Ir hacia adelante con respecto a la preponderancia del sistema económico?; ¿es comprar un automóvil, una casa, producir hijos para la industria o los futuros of sourcing? Lo decía Mark Renton, el protagonista de Trainspotting, al final de aquella película estrenada en 1996: “Elige tu futuro. Elige una vida…pero, ¿por qué tengo que elegir todo esto”? Se dice de manera recurrente “hay que avanzar”, ¿avanzar hacia dónde? La velocidad vertiginosa a la que viajamos produce una epidemia de ciegos, que bien describió José Saramago en una de sus novelas célebres. Marshall Berman, por su parte, muestra cómo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, utilizando una frase de Marx para describir la paranoia cuando las cosas cambian de un día para otro, sin darnos cuenta. Donde ayer hubo una panadería, en un mes habrá un restaurante, y dos meses adelante se encontrará un bar. No existen anclas, referencias urbanas o identitarias. No se puede ser en lo que no permanece. La búsqueda de actualidad es enferma. Pretender ser modernos, en el sentido hondo de la palabra, se transformó ya en una obsesión suicida. Gilles Lipovevsky, Noam Chomsky, Zigmunt Bauman y Slavoj Zizek advierten los peligros antropológicos y sociológicos cercanos: entramos a la era del vacío, la modernidad es líquida en las manos; nos ahogamos, caemos al fondo del abismo; un abismo que por desgracia no es el de nosotros mismos, como propone el poeta Vicente Huidobro en su poema más célebre.
Quise escribir este artículo, bajo
estos argumentos, para demostrar una idea. Quise hacerlo, por cierto, sin el
empleo de citas académicas o bibliográficas. Las fuentes son fidedignas. No
quise, por congruencia, recurrir a los recursos occidentales eurocentristas, en
este aspecto. Pretendí, en todo caso, volver a la esencia del ensayo como lo entendía
Montaigne, con el riesgo del error implícito (habría que ver desde qué punto de
vista hablamos de errores). Lo que pretende este artículo es la ingenuidad de
un tipo común, que expone lo que ve del mundo. De este modo cobro una pequeña
revancha sobre lo que me han enseñado. Podrá criticarme la academia a placer.
Podrán llamarme bárbaro los protocapitalistas. Nunca progresaré lo suficiente.
No importa. Porque tengo claro, oh árabes que fundaron la primera universidad,
oh poemas existenciales del príncipe Nezahualcóyotl, oh, Emily Dickinson que
amabas tu ventana en medio del campo, que aquello que entendemos por progreso
no existe, si no permitimos que exista. Saberlo me hace feliz. Lo escribí al
inicio de este artículo, y lo repito, como un mantra sanador de sueños: El
progreso no existe. El progreso no existe. El progreso no existe.
Ulises Paniagua (Autor). México, 1976. Narrador, poeta y dramaturgo. Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, en Colombia (2019). Ha sido considerado en una antología, en Rusia, como uno de los más interesantes poetas contemporáneos de Latinoamérica. Posee dos posgrados en la especialidad de imaginarios literarios. Es autor de dos novelas, siete libros de cuentos y cuatro poemarios. Ha sido divulgado en antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo Nocturnario, El búho, Círculo de poesía, Nexos, Siempre!, El Sol de México, Ígitur, Letralia, Altazor y Jus. Es parte del catálogo de autores del INBAL. Publicado en la Academia Uruguaya de Letras, en España, Italia, Perú y Venezuela, su obra ha sido traducida al inglés, ruso, checo e italiano. Correo electrónico: sesilu7@yahoo.com.mx.
(Taller Igitur / Revista Literaria / 5-10-2020)
1 comentario:
Uf… sin palabras.
Todos a las cuevas y veamos quién recita más nombres de poetas y ‘pensadores’… y no faltará el que diga que Tenochtitlán era mejor que Paris alrededor del año 1450 :P
Espero que el escrito sea sarcástico, porque de no ser así, es de tan ridículo, chistoso.
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