jueves

HACIA UN TEATRO POBRE (34) - JERZY GROTOWSKI

  

 EL DOCTOR FAUSTO: MONTAJE TEXTUAL (*) (4)

 

EUGENIO BARBA

 

(*) Ni una sola palabra del texto original de Marlowe ha sido cambiada, pero el script se ha rehecho mediante “montajes” en los que la sucesión de escenas fue modificada; nuevas escenas se añadieron y algunas de las originales fueron omitidas. Existen notas de esta producción que Eugenio Barba grabó. Este texto ha sido publicado en la Tulane Drama Review (Nueva Orléans, t. 24, 1964) y en Alla ricerca del Teatro Perduto (Marsilio Editori, Padua, 1965).

El Doctor Fausto fue producido por Jerzy Grotowski. Los trajes diseñados por Waldemar Krygier y la arquitectura escénica por Jerzy Gurawski. Fausto: Zbigniew Cynkutis; Mefistófeles el Andrógino: Rena Mirecka y Antoni Jaholkowski; Benvolio: Ryszard Cieslak.

 

¡Oh Fausto,

no tienes más que una hora de vida

y serás condenado a perpetuidad!

                                                         (V, II, 130-131)

 

En el texto original este monólogo expresa el lamento de Fausto por haber vendido su alma al Diablo; ofrece volver a Dios. En esta producción se presenta como una lucha abierta el gran encuentro entre el Santo y Dios. Fausto gesticula para argumentar con el cielo e invoca al auditorio como testigo; insinúa que si Dios hubiese querido salvar su alma lo habría hecho si fuese lo bastante misericordioso y omnipotente para rescatar un alma en el instante de su condenación. Fausto propone, en primer lugar, que Dios detenga las esferas celestiales -el tiempo-, pero todo es en vano.

 

Detén tus continuamente móviles esferas celestiales, que el tiempo cese y que la medianoche nunca sobrevenga.    

                                                          (V, II, 133-134)

 

Se dirige a Dios pero se contesta a sí mismo: “¡Me voy hacia mi Dios! Pero, ¿quién me conduce hacia abajo?

                                                          (V, II, 142)

 

Fausto observa un fenómeno interesante: el cielo está cubierto de la sangre de Cristo y bastaría sólo una pequeña gota para salvarlo. Exige la salvación:

 

¡Mirad, mirad, la gota de sangre de Cristo crece en el firmamento!

¡Una gota hubiera salvado mi alma, aun media gota…!

                                                          (V, II, 143-144)

 

Pero Cristo desaparece aunque Fausto lo implora; y por ello dice a sus huéspedes… “¿Dónde está? ¿Se ha ido?”

                                                          (V, II, 147)

 

Entonces la faz enojada de Dios aparece y Fausto tiembla:

 

¡…Y, mirad, Dios alarga su brazo

y doblega sus cejas iracundas!

                                                        (V, II, 147-148)

 

Fausto desea que la tierra se abra y lo trague y se arroja sobre el piso.

 

Montañas y montes, venid y caed sobre mí,

protegedme de la pesada ira del Señor.

                                                       (V, II, 149-150)

 

La tierra permanece sorda a sus lamentaciones, cuando se levanta grita: “¡Oh no, nunca em albergará!” (V, II, 153) El cielo resuena con la Palabra y en todos los rincones del escenario los actores escondidos recitan como monjes, cantan oraciones como el Avemaría y el Padrenuestro. Suena la media noche y el éxtasis de Fausto se transforma en su Pasión. El momento llegado, el santo, después de haber mostrado a sus huéspedes la indiferencia culpable y hasta el pecado de Dios, está listo para su martirio: la condenación eterna. En éxtasis, su cuerpo es sacudido por espasmos. Su voz no responde al éxtasis y se convierte en el momento de la Pasión en una serie de gritos inarticulados: los aullidos penetrantes y lastimosos de un animal en su trampa. Su cuerpo tiembla y después sobreviene el silencio. El doble Mefistófeles, vestido como los demás sacerdotes, entra y conduce a Fausto al infierno.

 

Mefistófeles carga a Fausto sobre su espalda, lo toma de los pies y la cabeza del santo casi toca el suelo, mientras sus manos se arrastran. Así entra en su eterna condena, como animal de sacrificio o como alguien que es conducido a la Cruz.

 

El Mefistófeles hembra lo sigue entonando una marcha triste que se convierte en una canción religiosa melancólica (la Madre Dolorosa que sigue a su Hijo al Calvario). De la boca del santo surgen gritos roncos; esos inarticulados no son humanos. Fausto ya no es un hombre sino un animal atrapado, un despojo, alguna vez humano, que nadie reclama y que gime sin dignidad. El santo contra Dios ha alcanzado su “cima”, ha sufrido la crueldad de Dios. Es el victorioso: moralmente. Pero ha pagado el precio total de su victoria: el eterno martirio en el Infierno donde todo se le quita, hasta su dignidad.

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