La muerte de los Sargentos y de la Mulita (7)
El Sargento Primero cuchicheaba con el centinela
Flamenco, quien poco a poco se iba recobrando de su adormilamiento.
-Sí, tengo un pálpito feo, mirá. Dejá la carabina
y te asomás a la Picada del arroyo. Para mí que las guardias duermen a pata
suelta hasta las barrras del día, como si estuvieran hospedados en una fonda.
Vo no te hagás sentir, ¿sabés? Vos observá bien… y después te venís tranquilo
con el “parte”, que yo me hago cargo de la guardia. ¡Dejá la carabina, te digo!
El Cuervo apreció cómo el Soldado Flamenco
depositaba en el suelo su arma, cómo hacía la venia y cómo se dirigía lento y
agachado hacia el bajo; y vio al Cimarrón quedar inmóvil, observando con fijeza
el alejarse. Cuando -avivando primero el rojo de sus bombachas y el azul de su
chaquetilla al cruzar junto al fogón; desvaneciéndose en seguida al
distanciarse- el Soldado se perdió en lo oscuro, tendió el Cimarrón una mirada
escudriñante por el contorno. Después, alzando la derecha del poncho sobre el
hombro, se encaminó al pasadizo. Volvió a mirar una vez allí, se asomó y, perfilándose,
movió varias veces el brazo en amplio voleo, como para tomar impulso y arrojar por
la estrecha abertura algo que tenía en la mano.
-¡Va a tirar lo que hoy estuvo envolviendo! -se
dijo el Cuervo adelantando un poco la pistola y haciéndose arco para disponerse
al salto. Sin respirar, con los ojos hincados en el Cimarrón, espero a que este
volcara el cuerpo hacia adelante en el envión final. Entonces apretó los dos
gatillos y, con el relámpago que se dilató, y con el doble estampido, se
abalanzó a los gritos.
-¡Entregate, traidor! ¡A ver qué tenés ahí! -y
bajó como un resorte la cabeza. Venida de atrás, silbando, había pasado una
bala.
-¡No
les recomendé que tuvieran cuidado conmigo, gran siete! -rugió sin detenerse ni
tornar la cara-. ¡No tiren más, ustedes, canejo! -Y arrojando la humeante
pistola ya sin aplicación, echaba mano al sable-. ¡Arma blanca, no más! ¡Y
apurensén!
Ya
su hoja fue bien parada en “quinta” por la de la espada del Sargento Primero
Cimarrón quien, dejando caer el bulto del misterio, simultáneamente la había
empuñado buscando situarse de espaldas a las piedras, mientras con su mano
izquierda trataba de sacarse de encima el gran estorbo del poncho para
enrollárselo al brazo y hacerlo escudo.
El
Cuervo advirtió el juego. Por eso empezó a punta y hacha sin darle alce, a fin
de no concederle aquella grande ventaja. Pero, entonces, pareció desistir de su
maniobra el Cimarrón porque su brazo izquierdo volvió a bajar, volvió a
desaparecer otra vez en el “patria”… y adentro del poncho se hizo un fuerte resplandor que le puso las
botas como de día y, en seguida, casi juntas, dos detonaciones estallaron en la
noche.
Voló
el quepis del Sargento Cuervo. El Soldado Mao Pelada, que todavía adormilado le
llegaba por atrás, de tan despierto quedó como a media mañana al sentir la
quemadura del roce de una bala..La ahora inútil pistola cayó a los pies del
Cimarrón. Su mano ya libre, mientras la del sable zigzagueaba a lo relámpago,
volvió a aparecer otra vez, en su insistencia por retirar el poncho.
-¡Busquelé
por la derecha, Cabo Pato! ¡Y ustedes dos, por la izquierda! ¡No me lo dejen
sacarase el poncho!
¡Vengasemén!
¡Ahora la cosa es conmigo! ¡Ahora no es con unos pobres infelices!
Al
vociferar así, el Sargento Cimarrón echaba espuma. Previo a cada paso, sin
bajar la vista porque los ojos los tenía sobre los atacantes, tanteaba el suelo
con un pie, reconociendo la condición de su terreno.
¡Vengansemén!
No hay comentarios:
Publicar un comentario