viernes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (136)

 Capítulo X

  

La muerte de los Sargentos y de la Mulita (5)

 

En tal instante, a cierta distancia, una sombra emponchada se desdibujaba al dar unos pasos y, así, perder el contraste con el fondo claro de la carpa.

 

-¡Mire usté qué cosa más grande!

 

Aquella sombra se detuvo para empinarse en forma de quien observa con preocupación. Luego se encaminó en dirección contraria e hizo lo mismo, con el mismo sigilo. Después, se agachó esa sombra y recogió luego del suelo, para levantarse en seguida, como haciéndose comodidad, las haldas del poncho. Su mano derecha, entonces, inició corto movimiento circular, igual al de quien con un hilo hace un envoltorio.

 

Más que intrigado observaba y observaba el Cuervo… cuando una oscuridad llegada de todos lados lo envolvió al de la maniobra. Miró el Sargento Segundo hacia el cielo y calculó que el espeso nubarrón que cubrió la luna debía tener quinientos metros, lo menos. Y le percibió de escolta, casi a las ancas, una bandada sin fin de otras nubes.

 

-Por lo menos un rato la luna se va a dejar de joder -pensó.

 

Nuevamente de vientre en el suelo, se arrastró hasta alcanzar el refugio que el Avestruz dijo ser el del Tamanduá.

 

-¡Trompa Tamanduá! ¡Escuche! ¡Soy el Sargento Segundo! ¡Levantesé y armesé sin hacer ruido, Trompa!

 

Al tiempo que hablaba, ya otra vez estaba en cuclillas resguardándose tras el ranchejo, los ojos fijos en la distante, ahora más borrosa sombra que seguía empeñada en su misterioso trajín de liar alguna cosa. Así, y con el oído al Tamanduá, aguardó, suspenso.

 

Pero si en el “bendito” del Terutero las cosas habían quedado, lo dijimos, como si allí sólo hubiera un muerto, aquí parecía haber dos o tres hacía ratos.

 

-¡Trompa Tamanduá! ¡Despìertesé!... ¡Trompa! -subió un poquito la voz el Cuervo, la mirada mientras tanto, siempre fija en el distante Cimarrón.

 

Después de breve espera infructuosa, tomó una resolución. Renegando con mucho cuidado de que sólo fuera en forma mental, se echó al suelo, enderezó como ariete la cabeza contra la ramosa pared del “bendito”, la atravesó y abrazó zamarreando al Tamanduá que, en el desgarrón del sueño, se prendió a su vez del Sargento haciéndole crujir los huesos y tratando de ponérsele arriba y ventajearlo.

 

-¡Nos ha atacado la gavilla de Don Juan! -se decía, cuando oyó que:

 

-¡Soy tu Sargento Segundo, canejo! -musitaba el Cuervo buscándole una oreja para ser escuchado sin alzar la voz, al tiempo que, estorbado por la mezcolanza de pilchas y de ramas, intentaba trabarle los brazos-. ¡Avisá si te vas a hacer el loco! -susurrábale al fin ya sobre un oído, viendo las estrellas en el dolor de la apretura y mezquinando el pescuezo para no dejarse ahorcar, mientras pataleaba la estorbante ramazón del ranchejo venido abajo-. Serenate, muchacho, ¡y reconoceme!

 

Por el aflojamiento -y muy a tiempo- de la terrible presión, el Sargento comprendió que había sido identificado. Entonces abrió también los brazos y ordenó, sintiéndose como un cinturón de fuego en las costillas:

 

-Agarrá tu sable y tu pistola. La carabina, no. No hablés palabra, no hagás ruido con el sable… y seguime… ¡Pero con razón tenés mentas de forzudo!

 

Apartando la confusión de ramas y varas y prendas del apero sobre la que se estuviera debatiendo, con cautela alzó el Sargento la cabeza para empezar a arrastrarse, ahora en retroceso y todavía dolorido, hasta el refugio del Soldado Avestruz. Este lo había abandonado ya; y con un inmenso facón a la cintura y con su sable estaba tendido de nuevo junto a Cabo Pato.

 

-¡Bruto misterio, hermano!

 

-¡Igual nunca vide!

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