Capítulo X
La muerte de los Sargentos y de
la Mulita (5)
En tal instante, a cierta distancia, una sombra
emponchada se desdibujaba al dar unos pasos y, así, perder el contraste con el
fondo claro de la carpa.
-¡Mire usté qué cosa más grande!
Aquella sombra se detuvo para empinarse en forma
de quien observa con preocupación. Luego se encaminó en dirección contraria e
hizo lo mismo, con el mismo sigilo. Después, se agachó esa sombra y recogió
luego del suelo, para levantarse en seguida, como haciéndose comodidad, las
haldas del poncho. Su mano derecha, entonces, inició corto movimiento circular,
igual al de quien con un hilo hace un envoltorio.
Más que intrigado observaba y observaba el
Cuervo… cuando una oscuridad llegada de todos lados lo envolvió al de la
maniobra. Miró el Sargento Segundo hacia el cielo y calculó que el espeso
nubarrón que cubrió la luna debía tener quinientos metros, lo menos. Y le
percibió de escolta, casi a las ancas, una bandada sin fin de otras nubes.
-Por lo menos un rato la luna se va a dejar de
joder -pensó.
Nuevamente de vientre en el suelo, se arrastró
hasta alcanzar el refugio que el Avestruz dijo ser el del Tamanduá.
-¡Trompa Tamanduá! ¡Escuche! ¡Soy el Sargento
Segundo! ¡Levantesé y armesé sin hacer ruido, Trompa!
Al tiempo que hablaba, ya otra vez estaba en
cuclillas resguardándose tras el ranchejo, los ojos fijos en la distante, ahora
más borrosa sombra que seguía empeñada en su misterioso trajín de liar alguna
cosa. Así, y con el oído al Tamanduá, aguardó, suspenso.
Pero si en el “bendito” del Terutero las cosas
habían quedado, lo dijimos, como si allí sólo hubiera un muerto, aquí parecía
haber dos o tres hacía ratos.
-¡Trompa Tamanduá! ¡Despìertesé!... ¡Trompa!
-subió un poquito la voz el Cuervo, la mirada mientras tanto, siempre fija en el
distante Cimarrón.
Después de breve espera infructuosa, tomó una
resolución. Renegando con mucho cuidado de que sólo fuera en forma mental, se
echó al suelo, enderezó como ariete la cabeza contra la ramosa pared del
“bendito”, la atravesó y abrazó zamarreando al Tamanduá que, en el desgarrón
del sueño, se prendió a su vez del Sargento haciéndole crujir los huesos y
tratando de ponérsele arriba y ventajearlo.
-¡Nos ha atacado la gavilla de Don Juan! -se
decía, cuando oyó que:
-¡Soy tu Sargento Segundo, canejo! -musitaba el
Cuervo buscándole una oreja para ser escuchado sin alzar la voz, al tiempo que,
estorbado por la mezcolanza de pilchas y de ramas, intentaba trabarle los
brazos-. ¡Avisá si te vas a hacer el loco! -susurrábale al fin ya sobre un
oído, viendo las estrellas en el dolor de la apretura y mezquinando el pescuezo
para no dejarse ahorcar, mientras pataleaba la estorbante ramazón del ranchejo
venido abajo-. Serenate, muchacho, ¡y reconoceme!
Por el aflojamiento -y muy a tiempo- de la terrible
presión, el Sargento comprendió que había sido identificado. Entonces abrió
también los brazos y ordenó, sintiéndose como un cinturón de fuego en las
costillas:
-Agarrá tu sable y tu pistola. La carabina, no.
No hablés palabra, no hagás ruido con el sable… y seguime… ¡Pero con razón
tenés mentas de forzudo!
Apartando la confusión de ramas y varas y prendas
del apero sobre la que se estuviera debatiendo, con cautela alzó el Sargento la
cabeza para empezar a arrastrarse, ahora en retroceso y todavía dolorido, hasta
el refugio del Soldado Avestruz. Este lo había abandonado ya; y con un inmenso
facón a la cintura y con su sable estaba tendido de nuevo junto a Cabo Pato.
-¡Bruto misterio, hermano!
-¡Igual nunca vide!
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