La muerte de los Sargentos y de la Mulita (6)
Al pasar junto a ellos jadeante y sudando a
mares, el Superior recomendó:
-Quedensenmén quietitos, ¡quietitos! -mientras se
acomodaba la roja golilla, pues su nudo se había ido a la espalda en el
reciente forcejeo.
De cuclillas otra vez en su observatorio, el
Cuervo quedó contraído e integrado a la suspensión del campamento.
De los ronquidos sólo no se había apagado el
menos áspero. Es que, a veces, basta con cambiar la posición del cuerpo para
que uno ya respire mejor. Claro que, otras, si no se despierta no hay caso.
Porque en ocasiones son las mismísimas angustias de la pesadilla las del
trastorno. Uno sueña un desastre, se le contraen las narices y, entonces, queda
sólo a cargo de la boca el dar abasto. Ahí, es de balde que el cuerpo del
durmiente se revuelva. Jotas, erres y des brotan sin contención, en largos
apelmazamientos. Hasta que, en lo más feo, viene la luz a la mente -única salvación-
abrimos los ojos y, aunque no veamos nada, es un consuelo. Se toca uno la
pierna, la cara, lo que se tenga a mano, porque la cuestión es tocarse y ya se
empieza a hacer otra vez ovillo, mimoso y como mimante, asimismo, y da en
pensar que si esto o que si aquello… El respirar ni se siente. Hasta que pierde
pie y ya es una boya, uno, de liviano; de como el aire que entra y sale en
silencio por las rendijas del techo y de la puerta y de la ventanita y se mete
en las narices.
Cuando resolló un tordillo a poca distancia del
Sargento Segundo, este estaba viendo que, allá lejos, las haldas del poncho
habían caído otra vez de los hombros del Sargento Primero. Y así embozado de
nuevo, él avanzaba hacia el Soldado armado de carabina que a la salida del
pasadizo se paseaba en su guardia. Próximo ya al gacho y pálido resplandor del
fogón, su figura se recortó muy nítida, de espaldas, detenido ante el ahora
tieso centinela.
-¿Pero y este qué va a hacer?
El Trompa Tamanduá, arrastrándose y aplastando
pastos con la cabeza, ya se había incorporado al Cabo Pato y al Veterano
Avestruz. Como sólo el “clase” sabía de qué se ocultaban, ponían los otros tres
tanto empeño en hacerlo que para secarse el frío rocío de la cara ya estaban
necesitando toalla.
-¿Qué pasará? -les dejó llegar otra vez el
Tamanduá, tal como a la altura de las gramillas se levanta un vapor de nada.
-A un adivino le paso la posta -dijo el Cabo
Pato.
Y el Avestruz interpuso:
-¿Pero para qué caray tienen la cabeza ustedes?
Al hablar así introducíansele cosquilleantes
pastitos en la boca al Avestruz, de tan rente con la tierra que se hallaba
tendido. Se interrumpió. Alzó lo suficiente el pescuezo para librarse del engorro
y siguió:
-Vamos a prender al Macá, que se ha escapado al
arroyo. Es loco por el pescado a las cenizas, y esta noche lo que va a sacar es
una estaqueada tamaña.
-¡Ah, no, m’hijito! ¡Así, le errás a una casa!
Esto es mucho despliegue para una cosa de morondanga. ¿No hallás, Tamanduá?
El interpelado no oyó al Cabo Pato, pues por su
cuenta exclamaba en ese instante:
-¡Pah! ¡Aquel es el Sargento Cimarrón! ¿Qué me…?
Calló. A rastras siempre, y por detrás, el Sargento
Segundo habíaseles acercado otra vez.
-Si yo doy orden -musitó- hagan fuego al que sea;
ojo, al que sea, y en seguida echan mano al sable. No tenemos que balearnos
nosotros mismos en el entrevero. -Y agregó, de súbito asaltado por una grave
desconfianza, pues demasiado sabía que la tropa a él no lo quería y al Sargento
Cimarrón, sí-: Y no me dejen solo, canejo, miren que la cosa no va a ser
juguete. A mí ustedes me hacen obispo y mañana el castigo que les encajan es el
de los cuatro tiros. El Soldado no tiene que andar pensando; lo que tiene es
que obedecer ciego. En eso es talmente un civil.
También empuñaba la pistola. Y amartillada.
-Bueno, siganmén. Y cuidado de no llevarse por
delante a los maneadores y alborotar los matungos.
A quince o veinte metros escasos de la salida del
pasadizo, entre los yuyos, estaba plantado un “bendito”. Hacia allí era preciso
deslizarse para observar a cubierto desde cerca. Casi por señas el Cuervo había
recomendado otra vez que estuvieran callados, no fuera cosa de despertar al
usufructuante del refugio. Y, su uniforme ya hecho sopa por el rocío, encabezó
la arrastrada. El matungo tordillo, conservando siempre la distancia, los
siguió agobiado, mascando.
Llegados al ranchejo, el Sargento Segundo se
arrodilló tras él, todo ojos, todo oídos. Y empezó a ser embargado por una
creciente dicha.
-Si no asciendo de esta hecha…
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