La muerte de los Sargentos y de la Mulita (4)
Acá y allá, como de debajo de la tierra, rascaba
el silencio algún plácido ronquido.
-¡Si no lo hago así, vos ves! -confió el Sargento
al Cabo que lo escoltaba-. Con este repelente, es imposible. Pesca una cosa y
al rato, mirá, lo saben hasta en la otra Banda.
Entonces el Cabo Pato no pudo aguantar más
aquella su curiosidad que, como en bandeja, le iba llevando atrás a su superior.
-¿Pero pasa algo, mi Sargento?
A la manera de latigazo este giró la cabeza sin
detenerse, relampagueando los ojos.
-¡Pero che, mirá qué lindo! ¿Ahora te vas a poner
igual que el Voluntario?
Y casi se bolea en la oscuridad al pisar como unos
cañutos.
-¡Guarde, no pise caray! ¡O está ciego! -protestó
alguien desde abajo.
El Veterano Avestruz, arrastrándose hecho un
ascua para salir de su “bendito”, y luego levantándose de un salto, se quedó
frío al reconocer el objeto de su bufido.
-¡Hablá despacito, caray, y agachate! ¿Pero por
qué no te arrollás un poco al acostarte? ¿O te creés que, porque son tus patas,
uno tiene la obligación de verlas a lo oscuro? Decí ¿dónde hace noche el Trompa
Tamanduá?
-Es allí, ¿ve?, al lado del talita. De los
ronquidos más profundos, un poco más acá.
-Bueno, mirá, estoy barruntando que…
Pero la idea del Sargento Segundo se quedó sin la
otra mitad de su frase. De golpe su pensador se había echado al suelo, haciendo
con enérgica seña que lo imitaran el Cabo Pato y el Soldado Avestruz, quien se
le encimó a su compañero casi por completo porque tenía plantados al ladito los
cascos de un viejo tordillo acabado de surgir entre las sombras.
-¡No se muevan! -recomendó, la cara sobre el
pasto, el Superior-. Yo voy a recular un momento…
Pero el Soldado Avestruz se movió, lo mismo. Es
que siguió viaje sobre el Cabo, por las dudas, hasta dejarlo bien interpuesto
entre él y el mancarrón.
En retroceso, el Cuervo se arrastraba ya hacia al
ranchejo del recién despertado: luego se puso en cuclillas atrás de él, sacó
con sigilo la cabeza, observó la distante mancha blancuzca de la carpa del
Sargento Cimarrón… Al momento volvió casi a echarse en el suelo. Y susurró a
ras de tierra:
-Avestruz… acercatemé…
A lo pescado se le vino el viejo Avestruz entre
la grama.
-Agarrá tus armas. Pero no la carabina. Y no
hagás bulla y mantenete en el suelo y ojo con la luna.
En efecto: el vasto mundo estaba ahora de un
blanco denunciador porque ella, la luna, recién reaparecida en su marcha a todo
lo que daba para la Argentina, iba rozando a uno y otro lado del callejón de
nuevas nubes de más carbón que cenizas. Aunque era fatal que en cualquier
momento se produjera de lleno el encontrón, ahora, en verdad, aquello no
parecía día.
No pudo más la desesperada curiosidad del Cabo
Pato que viboreando se acercaba clarito y que, cuando la distancia permitió que
un susurro pudiera llegar a ser inteligible, cuchicheó:
-¿Qué hay mi Sargento?
Le respondió otro soplo:
-¡Lo que a usté no le importa!
Y el Cuervo siguió vichando tras el “bendito”,
con el Pato ahora como bosta en el suelo, mientras el Avestruz se arrastraba en
procura de su sable y de su daga de doble filo, y que se iba diciendo:
-¡Qué lo pangarió! ¡Qué misterio más bárbaro! Se ve clarito que vamos a peliar; ¿pero con quién puta?
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