por Pablo Maurette
El cantautor, Premio Nobel de Literatura en 2016, es un profeta, y como todos los profetas anuncia el fin del mundo con la forma más atávica: la canción.
Dylan cumple ochenta años con
su Never ending tour en un impasse (las
razones son de público conocimiento), su cancionero vendido por una cifra
estratosférica a Universal Music y un flamante álbum de estudio bajo el brazo.
Lanzado en los albores de la pandemia, Rough and rowdy ways es
mucho más que un capricho de artista anciano que se niega a (como dicen en
Argentina) colgar los botines. De hecho, es una de las obras más
revolucionarias de Dylan, un artista que, a lo largo de seis décadas,
acostumbró a su público a la revolución permanente de la creatividad, o
“trotskyismo del alma”, como lo bautizó Alessandro Carrera. El gran dylanólogo
italiano afirmó en otra ocasión que Dylan es “exasperante porque no se va,
porque nunca jamás entró en esa zona de reconfortante irrelevancia en la que se
refugiaron prácticamente todos sus contemporáneos”. No solo no se va, no solo
elude obstinadamente la irrelevancia, sino que el Dylan anciano contiene a
todos los Dylan anteriores y los supera.
Durante décadas –tres, para ser
exactos– la crítica hizo penar al trovador de Hibbing por su espíritu
camaleónico. Los primeros en ofenderse fueron los folkies cuando
el músico enchufó la guitarra aquella noche veraniega de 1965 en el Festival de
Newport, haciendo estallar los amplificadores con “Maggie’s farm” y pariendo en
ese mismo instante el rock/pop contemporáneo, que salió eyectado al mundo,
completo y perfecto, como Atenea de la cabeza de Zeus. Después se ofuscaron los
hippies, que no le perdonaron que abandonara el rock por el country y Nueva
York por la conservadora Nashville, que nunca comprendieron su reticencia a
enarbolar banderas políticas y que esperaron y esperaron en vano que se
pronunciase sobre Vietnam –que dijese algo sobre la guerra:
sí, no, blanco, negro…algo; pero Dylan nunca dijo nada–. A fines de los años
setenta, el músico volvió a decepcionar convirtiéndose al cristianismo
fundamentalista, esta vez provocando la furia de sus seguidores, muchos de los
cuales jamás le perdonaron la afrenta. A lo largo de los ochenta, en cambio,
fue continuamente objeto de escarnio dizque por haber perdido el genio.
Todo cambiaría en 1997, el año de la
canonización. Los disparadores de este proceso, que se consolidó en 2016 con el
Premio Nobel de Literatura, fueron tres. En primer lugar, Dylan lanzó un álbum
excepcional, Time out of mind, heraldo de una nueva era en la
creación dylaniana y ante el cual la crítica se prosternó de manera casi
unánime. El segundo fue un ataque de histoplasmosis que casi arrebata al
artista y se lo lleva al Hades a conocer a Robert Johnson. La cercanía de la
muerte, como suele pasar, lo volvió más preciado a sus fans y a sus críticos.
Dylan, de pronto, empezó a brillar, pero ya no con la luz cegadora del becerro
de oro, ídolo efímero de las masas, sino con ese tono calizo que tienen las
estatuas de los dioses, sempiternas y marmóreas. El tercer disparador fue la
primera nominación al Premio Nobel, que confirmó el nuevo status del artista. A
partir de entonces, Bob Dylan dejó de ser el irritante Proteo de la canción popular,
reliquia polvorienta de un mundo perdido, para convertirse en la memoria viva
de la gran tradición musical americana.
Y, sin embargo, Bob siguió mutando,
deglutiendo más y más de esa tradición como una boa constrictora, y
regurgitando su propia versión del pasado idiosincrática y vívida, sorprendente
e incómoda. En “Murder most foul”, posiblemente su obra maestra e insólitamente
la primera y única canción de Dylan en alcanzar la cima del chart de Billboard (en
el verano de 1965, “Like a rolling stone” lo arañó, pero no pasó del segundo
puesto), el artista camina sobre zancos de una longitud inconcebible acarreando
la historia sanguinaria y luminosa de su gran país. Es una canción
apocalíptica, desde luego. En el mapa que a lo largo de diecisiete minutos
Dylan entalla con minucia de orfebre, el punto central lo ocupa el asesinato de
John F. Kennedy, el instante que marcó el principio del fin.
Todo profeta anuncia el fin del
mundo. La forma más atávica de este anuncio es la canción. El profeta canta
para que sus palabras lleguen más lejos y tengan mejor acogida. La música y la
inflexión de la voz son una captatio benevolentiæ que ayuda a
digerir el anuncio acerca de la inminencia del fin. La canción es a la profecía
lo que el azúcar es al remedio amargo; transforma la desesperación en
melancolía y a través de la forma (rimada o circular, aliterada o iterativa)
nos amiga con el dramatismo de la transitoriedad. La canción profética, además,
nos enseña que, lejos de ser un evento único, el fin del mundo es algo que
sucede todos los días; cada vez que muere un ser vivo, cada vez que se derrite
un bloque de hielo, se derrumba un edificio, se incendia un árbol, se rompe una
botella, se dispersa una nube, se apaga una lámpara, o se deshace un diente de
león. Es por eso que en las visiones proféticas prepondera el nexo coordinante.
Es por eso que la figura retórica preferida del profeta es la enumeración.
El jueves 20 de septiembre de 1962,
Bob Dylan interpretó “A hard rain’s a-gonna fall” en vivo por primera vez.
Menos de un mes más tarde, estalló la crisis de los misiles. Desde entonces, se
asocia al gran clásico de The freewhelin’ Bob Dylan con la
amenaza de guerra nuclear. Su riqueza evocativa, es claro, trasciende toda
coyuntura. Las primeras representaciones en vivo, cuenta Allen Ginsberg, eran
ceremonias chamánicas. Dylan entraba en trance. Los poetas beat se vieron
obligados a prestar atención. En uno de los versos finales de la canción
encontraron la confirmación de que había llegado un sucesor: “But I’ll know my
song well before I start singing’”. El futuro del verbo es engañoso, la canción
ya está terminando y el aedo sin duda la conoce bien. La disonancia verbal da
cuenta de la extemporaneidad del texto y evidencia su carácter de revelación, su
naturaleza apocalíptica. Pero el singular (my song) también
es una trampa. “Hard rain” no es una canción sino, al menos, cuarenta.
En primer lugar, está basada en “Lord
Randall”, un clásico del folk anglo-escocés que cuenta la historia de un joven
que vuelve moribundo a la casa de su madre. “Oh where have you been all the day, Randall my son?/ Oh where have you
been all the day, my pretty one?”, pregunta la madre angustiada en la magnífica
versión de Burt Ives. El muchacho estuvo en casa de su novia y le dieron de comer sopa de
anguilas. Su madre entiende que el plato estaba envenenado. El joven pide que
le preparen la cama pues sabe que va a morir. La canción se estructura como una
serie de preguntas y respuestas.
“Lord Randall”, y por consiguiente
“Hard rain”, tienen un antecedente todavía más antiguo en “Testamento
dell’avvelenato” (Testamento del envenenado), una balada originaria de la zona
de Como, en Lombardía. La letra aparece por primera vez en 1629, en una
antología de canciones populares publicada en Verona por un tal Camillo
Bianchino. En la inquietante versión de Giovanna Marini, las anguilas
envenenadas se comen asadas y el joven, como último deseo, pide la horca para
su novia asesina, en vez del fuego del infierno, que pedía Lord Randall. Se trata,
sin embargo, de la misma canción. En “Hard rain”, además de la estructura de
preguntas y respuestas entre una madre y su hijo dilecto (Blue-eyed son debe
ser entendido como “hijo preferido”), Dylan preserva la imagen originaria del
veneno en uno de los versos finales. La madre pregunta: “¿Y ahora que vas a
hacer, mi hijo adorado?”. Y él responde: “Volveré a las profundidades del más
profundo bosque negro […] donde los perdigones de veneno están inundando las
aguas”. En la visión del joven Dylan, el protagonista no muere, sino que hace
un viaje iniciático al mundo de los muertos para aprender la canción profética
que luego cantará entre los vivos.
Pero “Hard rain” está compuesta de
canciones porque cada línea de texto es un tajo de bisturí que hace aflorar una
imagen. Cuenta Dylan que imaginó cada verso como el comienzo de una nueva
canción. Al mismo tiempo, los versos se conectan entre sí de dos maneras. La
primera es formal, pues la anáfora, que es la figura retórica que estructura la
letra, tiene una función tanto expansiva cuanto de cohesión, como señala
Alessandro Portelli en Bob Dylan, pioggia e veleno (2018), un
análisis exhaustivo de la canción y de sus raíces en la música popular europea.
La segunda es material. Los versos van formando una cadena de referencias
temporales (pasado/futuro) y sensoriales (vista/oído), que Dylan plasma en
imágenes bellas y violentas, postales de un mundo que rueda hacia el precipicio
con urgencia y frenesí. La rama sangrante, imagen virgiliana y dantesca, se
confunde con los martillos sangrientos. Las montañas brumosas con las
carreteras retorcidas. El sonido de alguien que muere de hambre con el llanto
de un payaso en el callejón. La muchacha en llamas con la niña que te regala un
arcoíris. Los perdigones envenenados que contaminan el río con la humedad de la
prisión mugrienta. Todo se acumula, se superpone, se entremezcla creando un
mundo infausto sobre el que está por desencadenarse un diluvio universal de
lluvia dura.
Sin restarle mérito a la maravillosa versión
original de 1963, con su gravedad folklórica y su fraseo visionario, quisiera
llamar la atención del lector sobre la interpretación en vivo en Montreal, de
diciembre de 1975, incluida en el quinto volumen de The Bootleg
Series. El concierto fue parte de la legendaria Rolling Thunder Revue,
la gira que llevó a Bob Dylan y a una troupe de personajes misceláneos (entre
ellos, Allen Ginsberg, Sara Dylan, Roger McGuinn, Joan Baez, Mick Ronson, Joni
Mitchell, Sam Shepard y otros) por Estados Unidos y Canadá entre el otoño de
1975 y la primavera de 1976; y que recientemente inspiró un bello documental de
Martin Scorsese (Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan story by Martin Scorsese).
Aquel canto apocalíptico que a principios de los años sesenta era austero y solemne,
reencarna a mediados de la década del setenta como un blues venenoso de
taberna. Dylan cambia prácticamente todos los énfasis en el fraseo. Si en la
versión de estudio, munido tan solo de una guitarra y sin recurrir a la
armónica, Dylan hace de rain la palabra protagonista,
estirándola con elegancia y dramatismo, en esta interpretación eléctrica alarga
la palabra que subdivide cada verso transformándola en un lamento destemplado,
casi histérico (side, crawled, middle, front, miles, en la primera estrofa,
por ejemplo). Esto provoca en el texto cesuras que quebrantan las imágenes para
adecuarlas a la síncopa arrolladora de la batería y el flow del
bajo. Dylan apenas abre la boca. Las palabras se filtran por el cerco de los
dientes. Es un canto tenso, desangelado, pero no por ello menos extático. La
atmósfera festiva es de danza macabra. Un baile frenético en círculos que va
generando el remolino por el que todo lo que es, y todo lo que alguna vez fue,
se escurre hacia la nada. Si en 1962 y 1963, el anuncio del fin del mundo se
acompañaba con Beaujolais, el combustible acá es la cocaína, fiel dama de
compañía de la comitiva durante la Rolling Thunder Revue.
“Hard rain’s a-gonna fall means
something’s gonna happen”, dijo Dylan cuando presentó la canción en el Carnegie
Hall el 26 de octubre de 1963. En retrospectiva, el mensaje habrá sonado
ominoso para más de un espectador aquella noche cuando, menos de un mes más
tarde, John F. Kennedy fue asesinado en Dallas. De las grandes canciones
apocalípticas de Dylan (pienso en “When the ship comes in”, “Desolation row” y
“All along the watchtower”, pero también la magistral “Caribbean wind” y, por
supuesto, la joya de la corona, “Murder most foul”), “Hard rain” con su
estructura acumulativa, su intensidad melódica y sus imágenes caleidoscópicas
es la que mejor reproduce la ansiedad que acompaña la sensación de calamidad
inminente; sobre todo en la versión maníaca de la Rolling Thunder Revue, que
Dylan canta rechinando los dientes como si nadase por sus venas una anguila
eléctrica envenenada.
Dije hace un rato que fueron tres los disparadores que marcaron el comienzo del proceso de canonización cultural de Bob Dylan allá por 1997. En realidad, fueron cuatro. El cuarto jinete del Apocalipsis fue el concierto del 27 de septiembre en la Plaza Mayor de Bolonia ante Juan Pablo II. En aquella ceremonia multitudinaria, que concluyó el Congreso Eucarístico, el Papa coronó simbólicamente a Dylan profeta de la juventud como su antecesor León III había coronado emperador a Carlomagno. Tiempo después, Benedicto XVI confesó que, en esa ocasión, él (todavía cardenal) se había opuesto a la presentación de Dylan. “Había razones para ser escéptico –yo lo era y, en cierto modo, lo sigo siendo–; había razones para dudar acerca de si estaba bien permitir la intervención de este tipo de profetas”, explicó. Ratzinger no niega que Dylan posea el don de la profecía. Su reticencia se debió al simple hecho de que no lo consideraba (y sigue sin considerarlo) el tipo de profeta que la Iglesia debe promover. Se impuso, sin embargo, la voluntad de Juan Pablo II y Bob Dylan, de traje negro con bordados blancos y sombrero de cowboy, tocó dos de sus grandes éxitos (“Forever young” y “Knockin’ on heaven’s door”) y cerró su presentación con una versión country, dulce y plañidera, de “A hard rain’s a-gonna fall”.a En esa noche boloñesa, bajo la mirada del Papa anciano que lo escuchaba entronado desde un costado del escenario con el mentón reposando sobre la mano y una expresión de severo interés, Dylan cntó su canción del fin del mundo y un mar de caras sonrientes celebró con efusión.
Casi un cuarto de siglo y dos Papas más tarde, Bob Dylan cumple ochenta años y no afirma ni desmiente ser un profeta. En “False prophet”, uno de los singles de Rough and rowdy ways, canta con una voz que parece un gruñido: “I ain’t no false prophet, I just know what I know.”
(LETRAS LIBRES / 20-5-2021)
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