En el octogésimo primer aniversario
del fallecimiento de Colette Peignot,
Laure,
7 de noviembre de 1938
La idea fija de Laure, aquello que define,
si no su personalidad, sí la motivación de gran parte de su actividad
biográfica, es la revuelta contra cualquier forma de
dominación y de fijación. No son sinónimos: la dominación viene
impuesta desde fuera, la fijación se la impone uno mismo. Una y otra,
dominación y fijación, son, junto al amor, el asunto central tanto de los
escritos y los fragmentos reunidos en este volumen, como de Historia de una niña, el relato autobiográfico de
su niñez que redactó hacia 1934, y de toda su correspondencia:
La jodienda de quedar fijado.
Horror de la idea de dominación —
idea fija —
Vaya por delante una aclaración: no
sabríamos identificar ni el porqué de esa jodiendo niun origen único para ese
horror, ni tan siquiera querríamos tratar de hacerlo.
Algo tendrá que ver su infancia, que
sobrelleva retenida entre cuatro muros, aislada y
paralizada. Si la personalidad se construye con los mimbres
invisibles del amor y del cariño entregados al niño de manera desinteresada
cuando no tiene aún necesidad de coraza para hacer frente a lo que causa dolor,
a saber, la mentira y el egoísmo ajenos, si eso es cierto, es inevitable que
Laure saliera de la infancia trastabillada.
Entrada en la adolescencia, Laure
contesta a esos largos años de oscurantismo y opresión con
el abandono de la fe religiosa; se aísla entonces entre libros y música, rechaza todo cuanto no le procura
exaltación solitaria.
Sus primeras cartas muestran a una
joven impaciente de dieciocho años que lee a Gide y a D’Annunzio y
a la que aburre, más que indigna, la hipocresía de su familia, reaccionaria y
muy burguesa:
[…] dejarse ir en una vida regular y
gris, no actuar, transigir con los demás sin fuerza, entregarse a la apatía, a
la banalidad… la vulgaridad que me rodea… vulgaridad de ideas, vacío de
inteligencia, de gravedad, de fuerza, de amor — no aguanto más — y sin embargo,
permanezco imprecisa, indecisa.
Indecisión que es el reflejo de la
imposibilidad de implicarse en nada… de cuanto le rodea. Pensemos que a esa
edad apenas ha salido del asfixiante nido familiar que, como un dragón brutal,
guarda y vigila su madre.
La razón, profunda, que impide a la
joven Laure implicarse, desear incluso, se origina en una decisión firme: negarse a participar en la mentira adulta, más
concretamente en los ritos que ensalzan a la patria y a la religión (como le
ocurrió a muchos jóvenes que sufrieron las consecuencias de la Gran Guerra).
Laure aún no lo sabe, pero pronto este desasosiego se traducirá en una
exigencia irrefrenable de revuelta.
El completo desacuerdo que hay entre
sus pensamientos y sus actos angustia a Laure; sufre por no saber cómo
responder a este dilema: si la vida es evolución y transformación incesantes,
¿cómo privilegiar una sola faceta de la identidad, paralizándose
definitivamente, sin con ello mutilar la existencia?
[…] la revuelta contra la esclavitud, el deseo
vehemente de elevarme hacia la alegría, es la vida completa lo que quiero vivir
y no ser sólo un cerebro.
Laure quiere serlo todo, vivirlo todo. Y esta urgencia
por concretarse de manera ilimitada, cuando se cargan tan pesadas cadenas, se traduce
en gesticulaciones que, en el ámbito cotidiano, adoptan formas excesivas,
polarizadas, extenuantes:
Así iba yo a oscilar entre lo abyecto
y lo sublime en el transcurso de largos años en los que la verdadera vida
estaría siempre ausente.
Pero ¿qué es para Laure la «verdadera
vida» o, como la llama en otro lugar, la «simple vida»? Para ella, que había
salido de la infancia con una herida profunda,
era una manera de nombrar aquello que su madre, la patria y un cura pederasta
le habían robado, la pureza:
La simple vida / que busco todavía /
yace ella en mí mismo fondo / Su pecado ha asesinado / toda pureza.
Si de niña el vaivén la condujo,
literalmente, de la misa a la masturbación; de joven, ya abandonada la fe, la
arrastra del amor al revólver, de la soledad a la promiscuidad, del activismo
político al anarquismo individualista.
Cabe pensar que habiendo sido
expulsada del mítico paraíso de la infancia antes de tiempo, Laure convierte el paroxismo, la experiencia del límite y lo
excesivo, en sucedáneos del estado de pureza y alegría ensimismada que
definen la actividad del niño, quien vive en el interior de un juego incesante
de transformaciones; aunque en el caso de Laure el juguete que tendrá entre
manos será su propia vida. Que esta búsqueda, de la pureza asesinada, la iba a
llevar de infelicidad en infelicidad se antoja predecible. No concibe Laure
otra manera de vivir, no obstante:
[…] alcancé la certeza de que la vida
se plegaría a mis deseos y yo no la evitaría: sufriría, pero viviría.
Perdida la esperanza de alcanzar la
sencilla alegría de la infancia, aquella que conduce a la «verdadera vida», al
menos queda a su alcance oponerse a la hipocresía de su ambiente, donde se
asesina cualquier forma de alegría, y defender, llegado el caso, su exaltación:
[…] todo el mundo se contenta con una
«pequeña vida» y abandona en su seno el ardor de vivir por miedo al
sufrimiento.
En ese extraordinario libro
titulado L’amour de Laure, construido alrededor de las
cartas deslumbrantes que hacia 1926 dirigió al escritor Jean Bernier, durante el año y seis meses que duró su
relación, se descubren la energía arrolladora y el hambre de amor que a los
veintipocos años animaban el organismo de Laure. Asustado, Bernier rechazó el
apasionado abismo que ella encarnaba, pero tuvo tiempo de inocularle el virus
de la revolución, despertando en la joven Laure, como ella misma escribe, la
urgencia de lanzarse a cuerpo perdido en la forma de vida más directa.
¿Ofreció aquel hombre una válvula de
escape, entre otras posibles, al anhelo de infinito que oprimía el corazón de
Laure? ¿O había nacido ella para, tarde o temprano, entregarse a la revolución?
Tampoco lo sabemos.
De esta relación, que termina con un
disparo en el corazón, no es una metáfora, Laure extrae una enseñanza, creemos,
importante: no volverá a dejarse atrapar por la cobardía ajena:
Qué alivio: no estoy nunca allí donde
los otros creen encontrarme y poderme atrapar.
Mientras se recupera de su suicido fallido, hospedada en elitistas clínicas
transalpinas, Laure asume que poner actos a continuación de las ideas es una
premisa irrenunciable en su vida. Desde muy joven lo había intuido («sufro por
el completo desacuerdo que hay entre mi pensamiento y mis actos»), y ahora,
renacida y con la muerte como compañera de por vida, sabe que debe consagrar su
actividad al servicio de aquellos dos principios: libertad y revolución. De la
conexión de uno y otro, de lo que un principio permite al otro, surge una
especie de revelación: toda revolución como toda
libertad se conquistan con sufrimiento, comienzan en los hábitos y,
como veremos, para mantenerlas vivas sólo cabe perseverar en el sacrificio.
Laure tiene veintitrés años y está
dispuesta a hacer cuanto sea necesario para huir del destino que le reserva su
familia:
Si a los treinta años no hemos
descubierto y realizado todo el amor y el deseo de vida y de belleza que
poseemos (hacia y contra todos), todo esto no merece la pena […].
La vida no merece la pena si, por
cobardía, no se tiene el coraje de enfrentarse a la desidia, aunque sea a costa
de sufrimiento. Sufrimiento que, inevitablemente, es el
salvoconducto hacia la libertad y la única vía posible de
proporcionar valor a la existencia. No parece un pensamiento muy profundo, lo
exigente es llevarlo a la práctica.
Durante dos décadas, hasta el día de
su muerte, Laure transforma la soledad y el sacrificio en el combustible
necesario para tratar de mantener vivos en su seno la libertad, el ansia de
vivir. Así, cuando lo considere imprescindible, vivirá ilocalizable largas
temporadas, dispersando cualquier rastro que pudiera conducir hasta ella, sin
paradero ni dirección conocidos, instalada en hoteles, fuera del alcance de su
familia y de sus conocidos:
Hasta el presente estaba en mi poder
quemar todos los puentes a mi paso, de manera que ningún ser humano que me
hubiera conocido pudiera reconocerme.
Situar la acción a continuación de
las palabras, como coherencia o como afirmación de un proyecto, ser un destino
o, como ella dice, seguir su estrella, conduce de manera inexorable a la
angustia y al desconsuelo. Desconsuelo, no tanto por el fracaso, como por
advertir que al final del sendero, en todo sacrificio, el fin es peor que el
punto de partida: siempre espera un caldero al final del arco iris.
Y, más hiriente aún, introducir en la
pura vida la urgencia de un destino, una lógica abstracta, ¿no supone una
violencia nacida del peor idealismo?
El caso es que Laure cayó de continuo
en esa trampa que tanto le horrorizaba:
Yo me dispersé a los cuatro vientos
con la certeza orgullosa de encontrarme siempre en el cénit y después caí
vacía, perdida, mutilada de los cuatro miembros.
Eso ocurrió en 1929, cuando vivió en
Berlín con Eduard Trautner; o en 1930, durante
su estancia en Moscú; o entre 1931 y 1934, en París, sacrificada por la causa
revolucionaria junto a Boris Souvarine; o
en la España de 1936, quemando una iglesia en Madrid y
reuniéndose con anarquistas; o en 1937, participando de la comunidad
«Acéphale»; o en 1938, a lomos de un caballo desbocado llamado Georges Bataille, entregándose a la orgía y a la
borrachera y haciendo del amor su causa.
Al final de cada etapa Laure se
descubrirá recorrida, infestada, por discursos que no le pertenecen, que
exceden la ley de su cuerpo, que delatan su propensión a pecar de idealismo:
llámense patria, religión, comunismo, revolución, amor, acto poético, comunidad
sagrada, identidad, erotismo, comunicación… Y etapa tras etapa la decepción
será absoluta, porque la entrega también había sido total, ilimitada, inhumana:
Yo he jugado todas las
contradicciones inherentes a mi naturaleza viviendo, «para ser verdadero», todo
lo que uno lleva consigo «hasta el final».
De esta frase quedémonos con lo que
importa: «viviendo, “para ser verdadero”, todo lo que uno lleva consigo “hasta
el final”». ¿Cómo es eso de vivirlo todo hasta el final? Se antoja imposible,
pero para Laure era imprescindible. Las paradojas se
inscriben en los cuerpos con una facilidad que hace palidecer al lenguaje.
«Todo» y «hasta el final» son los atributos por los que una experiencia se
convierte en un acto de sacrificio, por los que una vivencia adquiere el color
de «loSagrado». Añadamos a esta idea que, a juicio de Laure, sólo a través del
sacrificio (todo y hasta el final) se pone a prueba la verdad del ser. Decimos
se pone a prueba porque llevar el sacrificio hasta el final, contra todo y
hacia todo, implica aceptar la posibilidad de que la muerte haga acto de
presencia:
Digo, y con pleno conocimiento, «amar
la muerte» porque eso significa amar la vida sin restricción, amarla hasta ahí,
incluida la muerte.
No sale gratis, ni siquiera barato,
oponerse a la religión, a la patria, a la sexualidad impuesta, al amor cobarde,
a la falsa revolución, al cinismo, al egoísmo. De todo hubo: degradación y
fiebre, lágrimas con internamiento, violencia tras la borrachera, látigo junto
al bozal, exposición seguida de desmayo, hoguera en pleno delirio, y todo junto
deslumbramiento, angustia depresión, enfermedad y muerte…; ahí es nada.
Así experimentada, la vida se
convierte en un contrato patibulario que exige entregar sin tregua todo lo que
uno lleva en su seno para demostrarse que ese todo, razón de ser, es auténtico.
Se entrega toda la verdad del ser hasta el final para recuperarla pura y
verdadera. Pero ¿cuánto dura la paz que proporciona la recién adquirida pureza?
Poco:
Sé que jamás alcanzaré ninguna «meta»
porque incluso si eso ocurriera, en ese momento sólo me importaría una cosa:
superar lo que ya no sería una meta sino una etapa.
Que de cada prueba Laure salga
transformada también parece lógico. Cualquier sacrificio se realiza contra algo
que domina al ser, o contra algo que desde fuera y con violencia lo oprime. Y
ese algo (llámese moral, religión, ego, cobardía, hábito…), oponiendo su
resistencia inherente, define y materializa el sentido y el desenlace del
sacrificio, poniendo a prueba la razón de ser del sacrificado, desintegrando
durante el conflicto su identidad para, tas el desenlace, reintegrarla dotada
de tanta razón de ser como razón de vida se entregó. La muerte también es un
desenlace posible, no lo olvidemos.
Pero la transformación no es, no
puede ser, un fin en sí mismo, como lo era para el marqués de Sade, ni un juego
ni un afán estetizante; la transformación, así
vivida, es una condena, un horror, que se impone a sí misma una vida que
necesita del movimiento para huir de todo intento de dominación, de toda
tentación de fijación. Laure lo expresa así:
En el interior de uno mismo se
encuentra el oposicionario más peligroso. Aquel que obliga a superar lo que
fue, lo que es. Aquel que niega el «mañana», el «futuro». Aquel que no puede
coexistir con el «sentimiento de seguridad», con la «seguridad que va contra la
vida», con «la paz en el hogar».
¿Existe mejor manera de impedir que
te atrapen que colocándote en el corazón de una hoguera?
Si creemos lo que cuenta Laure en sus
escritos, el horror por el ansia de pureza fue su condena. La suya fue una vida
entregada a la confirmación de su verdad (siempre la misma, siempre
transformada). Y en cada etapa, para alcanzar la horrorosa pureza, no tuvo más
remedio que vivir, para comprobar que era verdadero, todo lo que llevaba en su
seno y hacerlo hasta el final. Su escritura sería el testimonio.
Si no creemos lo que cuenta Laure,
estamos ante mera literatura, por cierto, de escasa calidad.
(El vuelo de la lechuza / 11-11-2019)
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