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Cuando salí de la
estación encontré la calle llena de tránsito. La gente manejaba a lo loco, se
saltaba los semáforos y se insultaba a los gritos. Bajé por la Calle Mayor.
América estaba en guerra. Revisé mi billetera: me quedaba un dólar, además de
67 centavos sueltos.
Seguí caminando por la
calle Mayor. No iba a ser un buen día de trabajo para las muchachas “B”. Llegué
al salón de juegos y no encontré a nadie. El dueño estaba solo, parado atrás
del mostrador. El lugar estaba oscuro y olía a meada.
Lo llamaban “Salón de a
Penique”, aunque la mayoría de los juegos costaban entre cinco y diez centavos.
Caminé entre los pasillos que formaban las máquinas destartaladas y me paré
frente a mi favorita, la de boxeo. Dos hombrecitos metálicos que tenían botones
en el mentón se enfrentaban adentro de una caja de cristal. Había dos
empuñaduras con gatillos parecidos a los de las pistolas, y cuando los
apretabas los brazos de tu boxeador empezaban a golpear furiosamente al otro.
Además podías moverlo para adelante, para atrás y para los costados. Si le
pegabas al botón del mentón del contrario, lo hacías caer KO. Me acuerdo que
cuando yo era chico y Max Schmeling noqueó a Joe Luis salí corriendo a la calle
y les grité a mis amigos: “¡Max Schmelling acaba de noquear a Joe Luis!”. Pero
ninguno me contestó nada y después se fueron todos con las cabezas gachas.
Se necesitaban dos para
jugar con esa máquina y yo no pensaba jugar con el pervertido del dueño.
Entonces vi acercarse por el pasillo a un mejicanito que tendría ocho o nueve
años y pinta de ser inteligente y agradable.
-Vení, nene.
-Hola, señor.
-¿Querés jugar el boxeo
conmigo?
-¿Gratis?
-Claro, pago yo. Elegí a
tu boxeador.
El chiquilín estudió la
máquina con mucha seriedad y dijo, señalando el cristal:
-Me parece mejor el de
los pantalones rojos. Parece más fuerte.
-Okey.
El mejicanito se colocó
al otro lado de la máquina y observó primero a su boxeador y después a mí.
-¿Sabe que empezó una
guerra, señor?
-Sí.
-Tiene que poner una
moneda en la máquina -dijo después que nos quedamos un momento callados.
-¿Y vos que estás
haciendo aquí? -le pregunté. -¿No vas al colegio?
-Hoy es domingo.
Metí una moneda de diez
centavos y empezamos a apretar los gatillos. El chiquilín había elegido mal: el
brazo izquierdo de su boxeador estaba roto y apenas se movía. Era imposible que
llegara a pegarle al botón del mentón del mío. Le quedaba nada más que el otro brazo.
Me lo tomé con calma. Mi boxeador tenía pantalones azules. Lo hice embestir al
otro moviéndole para adelante y para atrás, mientras el mejicanito solamente
podía defenderse con el brazo derecho. Y de golpe mi boxeador se cayó haciendo un
ruido metálico.
-Le pegué, señor -dijo el
chiquilín.
-Sí, Ganaste -dije.
El mejicanito estaba
excitado y se quedó mirando al de pantalones azules caído sobre su culo.
-¿Quiere volver a pelear,
señor?
Yo me quedé callado, sin
saber por qué.
-¿Se quedó sin plata,
señor?
-No, no.
-Entonces vamos a pelear.
Metí otros diez centavos
y pantalones azules se paró de un salto. El chiquilín empezó a apretar el
gatillo sin parar y yo permanecí inmóvil contemplando cómo se movía aquel
bracito derecho. Después hice una seña con la cabeza y gatillé a pantalones
azules haciéndolo mover los dos brazos. Sentía que tenía que ganar. Me parecía
muy importante, aunque no entendía bien por qué y seguí pensando: ¿por qué es
tan importante?
Y otra parte de mí mismo
contestó: solamente porque las cosas son así.
Entonces pantalones
azules volvió a caer haciendo el mismo metálico y me quedé mirándolo allí tirado,
sobre el paño de terciopelo verde.
Me di vuelta y me fui.
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