jueves

HACIA UN TEATRO POBRE (28) - JERZY GROTOWSKI

  

 AKROPOLIS: TRATAMIENTO DEL TEXTO (*) (4)

 

LUDWIK FLASZEN

 

(*) Este texto del crítico literario del Laboratorio Teatral ha sido publicado en Pamietnik Teatralny (Varsovia, 3, 1964), en Alla Ricerca del Teatro Perduto (Marsilio Editori, Padua, 1965) y en la Tulane Drama Review (Nueva Orléans, t. 27, 1965).

Akropolis fue producida por Jerzy Grotowski; su colaborador principal en esta producción fue el conocido escenógrafo polaco Josef Szajna, que también diseñó los trajes y la utilería. La arquitectura escénica fue de Jerzy Gurawaki. Principales personajes: Jacob, el arpista, director de la tribu que muere: Zygmunt Molik; Rebecca Casandra: Rena Mirecka; Isaac: Antonio Jaholkowski; Angel Pris: Zbigniew Cynkutis, o Mieczislaw Janowski; Esaú: Ryszard Cieslak.

 

Mito y realidad (2)

 

La desesperación de los hombres condenados sin esperanza de salida se revela; cuatro prisioneros aprietan sus cuerpos contra las paredes del teatro como si fueran mártires. Recitan la oración de esperanza e imploran la ayuda de Dios como el Ángel en el sueño de Jacob. En la recitación se reconoce la pena ritual y el tradicional lamento de la Biblia. Recuerda a los judíos frente al Muro de las Lamentaciones. Está también la desesperación agresiva de los condenados que se rebelan contra su suerte: Casandra. Uno de los prisioneros, una mujer, se sale de las filas cuando pasan lista. Su cuerpo se retuerce histéricamente; su voz es vulgar, sensual y ronca; expresa los tormentos de un alma egocéntrica. De repente cambia y entonces una queja suave anuncia con alivio el destino que espera a la comunidad. Su monólogo es interrumpido por las voces agudas y guturales de los prisioneros que en las filas pasan revista. Los sonidos entrecortados de los prisioneros sustituyen el graznido de los cuervos del texto de Wypianski.

 

El grupo de despojos humanos, conducidos por el Cantor, encuentra un Salvador y la esperanza. El Salvador es un cadáver terriblemente mutilado, amoratado y sin cabeza, que recuerda espantosamente los esqueletos miserables de los campos de concentración. El Cantor levanta el cadáver en un gesto lírico, como un sacerdote que levanta el cáliz. La multitud mira religiosamente y sigue al jefe de la procesión. Empiezan a cantar un himno cristiano en honor al Salvador; el canto se vuelve más fuerte y se convierte en lamento estático, entrecortado por gritos y risas histéricas. La procesión circula alrededor de la enorme caja que está en el centro del cuarto; las manos se estiran hacia el Salvador, los ojos lo miran con adoración. Algunos temblotean, caen, vacilan sobre sus pies y se adelantan para tocar al Cantor. La procesión evoca las multitudes religiosas de la Edad Media, a los flageladores, a los mendigos endemoniados. Se produce el éxtasis de una danza religiosa. Intermitentemente, la procesión se detiene y la multitud permanece quieta. De repente el silencio se quiebra por las letanías devotas del Cantor, y la multitud responde. En éxtasis supremo, la procesión alcanza el fin de su peregrinación. El Cantor lanza un aullido piadoso, abre un agujero en la caja y se arrastra llevando tras sí el cadáver del Salvador. Los asilados lo siguen, uno por uno, cantando fanáticamente. Parecen querer lanzarse fuera del mundo; cuando el último de los condenados desaparece, se cierra con estrépito la tapa de la caja. El silencio se hace de repente, luego, una voz calmada y normal se oye. Dice simplemente: “se ha ido, y el humo se alza en espiral”. El gozoso delirio se cumple en el crematorio. El fin.

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