jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (134)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (3)

  

Volvieron a ponerse en movimiento. Ahora extremaban el cuidado de no provocar con su pasaje la menor perturbación.

 

Dos ruidos revolotearon asustados entre el ramaje de un sauce.

 

-¡Putísima que los…! -iba a explotar el Sargento; pero mantuvo el silencio. Y entonces, como quien de sopetón se ve rodeado por tétrica pandilla de fantasmas, un frío sobresalto lo estremeció. Porque él había permanecido mudo y, lo mismo, resonó, bien, bien clarita, la mala frase no proferida.

 

-¿Y esto? -se preguntó con el mayor asombro de su vida.

 

Trastabillábale la mente, cuando cayó en la cuenta de que el de la imprudente imprecación había sido el Cabo Pato. Tornose el Cuervo, hecho un santo de paciente, aunque desmayándosele ya las fuerzas con que se dominaba.

 

-¡Pero che! -susurró casi pegándose a su vecino-; si andamos despertando pájaros y, arriba, vos putiás fuerte… ¿Te creés que no me dieron ganas a mí también?

 

Volvieron los dos a adelantarse. Con infinitas precauciones, levantando bien las botas para bajarlas con la prolijidad de quien deposita en tierra un espejo…

 

Ya faltaba poco. Desviándose de un lunarejo que dormitaba frente al refugio de su dueño, enderezaron al talita. Pero antes de llegar a él, a mano derecha del barril del agua vieron alzarse la comba irregular del supuesto “bendito” del Tamanduá. Se detuvieron. El Sargento Segundo meditaba.

 

Una esplendente escurridura de la luna hizo que él y su Cabo, para ocultarse, de una zancada buscaran la sombra que le brotó de golpe a un naranjo. Pero por suerte la gran nube taponeó con apuro su grieta y el blanco chorro cesó. De nuevo a oscuras, el Sargento, sólo él, se aproximó al “bendito”. Y justo en el sitio que calculó que debía quedar la cabecera, se inclinó aprestando el fino oído.

 

-Che, háblame bajito… vos sos el Trompa, ¿no?

 

-¡Qué esperanza! -le respondió a través de la trabazón de hojas y ramas la acritud de una voz como de “prima” trasteada-. Yo soy el Voluntario Terutero. ¿Qué pasa, Segundo? ¿Eh?

 

´-Call…!

 

-¿Hay alguna novedá?

 

-Ca…!

 

-¡Espere que me prenda el chiripá!

 

-C…!

 

-¿Entonces? ¡Paresé, Segundo, que no doy con el maldito cinto!

 

-¡Callate! ¡Callate! -con alarma intentaba poner como mordaza el Sargento.

 

Pero por todos lados surgían de adentro, saltando a lo grillo o en chisperíos de bichos de luz, los:

 

-¿Y qué hay? ¡Pero mire! ¿Se anda por escapar la prisionera? ¡Mire, esperemé! ¡Yo salgo en calzoncillos, no más!... ¡Total! ¡Con esta escuridá!

 

-¡No! -consiguió al fin el Cuervo con voz siempre baja pero que, de iracunda, le salía como arañándole a todos lo largo las vísceras-. Quedate adentro, que no nos hacés falta para nada…

 

-¡No, pero espere! ¡No se vaya! ¿Y se escapó ella? ¿O usté calcula que…!

 

-Mirá -previno en un susurro el otro, haciendo un esfuerzo de los de reventar por mantener siempre apagada la voz- vos asomás la cabeza, y yo te la parto de un tiro. Vos ni respirés hasta que yo te ordene, ¿escuchás? Y, si no, después te vas a mirar tu cara, te vas a tocar tu cuerpo y vas a creer que sos algún otro, ¿entendés bien?

 

El Sargento Segundo ya no podía contener las ganas de machacar al Voluntario con ranchejo y todo, y no podía abandonar el sitio sin asegurarse obediencia. Por esto, y a fin de ser oído mejor, permaneció casi en cuclillas.

 

-¡Pero escuche, Sargento! ¡Pero mire que yo…! Pero ¿y qué es lo que…?

 

-¿Sentís, caray?

 

Poniéndose de rodillas porque se le envararon las piernas el Sargento Segundo, ramas por medio, amartilló la pistola bien rente con la cabecera.

 

-¡Escuchame! -siguió-. Esto es para vos si te asomás antes de que te ordene, y si me decís aunque sea media letra más.

 

Fue tal como si de adentro le hubiera dado un ataque, porque el chasquidito de nada que sonó en seguida lo produjo el Cabo Pato al pisar no supo qué cuando intentó dar un maldito paso para acercarse, mordido por la curiosidad.

 

El Sargento Segundo se incorporó sudando. Y mientras volvía a ponerse en marcha sigilosa, con la izquierda agarró la todavía alzada cabeza de uno de los gatillos y apretó su extremo inferior con la derecha.

 

Obligado en esta forma a descender lentamente, el resorte se libró de la traba y pudo así posarse muy inocente sobre el fulminante.

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