La muerte de los Sargentos y de la Mulita (2)
Ante la posibilidad de que el Sargento Primero
estuviera observando, el Sargento Segundo -que se había quitado las espuelas
para depositarlas junto a una piedra luego que la miró bien a fin de
reconocerla después- viose obligado a hacer un rodeo, con lo que evitó el cruce
por el resplandor del fogón aun de brasas encendidas y se libró del encuentro
con la guardia de la salida del pasadizo. Cauteloso, mirando de vez en cuando
hacia la carpa del Cimarrón, aunque al ñudo porque ahora ella no se veía;
alzando bastante los pies para no tropezar con algunos accidentes del terreno,
enderezó por entre unos talas hacia el desparramo de “benditos”. Casi se
resbaló en una bosta y, casi en seguida no más, provocó un crujido al pisar
ramillas secas. De tanto atender hacia abajo dio la cabeza contra la rama de un
espinillo. Pero la ira que bullía a cada contrariedad era contenida. Y en vez
del deseo habitual de empezar a las putiadas, producíanse en él unas
aplacadoras cerradas de ojos.
-¿Pero ahora, ¿cómo hago yo para saber dónde
duerme el Trompa Tamanduá?
Se inclinó ante el primer ranchejo que halló,
agarró una piernas enfundada en su bota y tironeó, cuchicheando al mismo
tiempo:
-Che, decime bajito, ¿quién sos vos?
-¿Y no ve? -exclamó escurriéndose hacia afuera,
fija una sonrisa ruborosa y casi refregándose la cara en los ojos del Cabo
Pato, que estaba despierto, que había sentido el apagado acercarse y que, si no
habla tan pronto el Sargento, le mete bala, no más, porque desde la llegada del
primer rumor ya tenía la pistola amartillada.
-¿Ah, sí, che? ¿Sos vos? Hablá despacito y decime…
¿el Trompa Tamanduá, dónde caray es que duerme?
-Yo, para serle franco… Pero le calculo que está
para el lado del horno. ¿No ve aquello que parece una mata, a mano derecha de
aquel otro bulto que es el barril del agua?
-Hablá bien bajito, che, te digo. Sí, veo… Bueno,
mirá, agarrá tu sable y seguime. Y, por favor… sé una tumba.
Y pensó, pero no dijo, el Sargento Cuervo:
-A lo mejor, la cosa revienta esta noche -al
tiempo que, muy agachado, seguido por su subordinado, otra vez se ponía en
marcha, los brazos algo separados del cuerpo, posando un pie bien delante de
donde fundara el otro, muy grave. De no hallarse la luna todavía cubierta por
una de las tres gruesas nubes inmensas, un contemplador hubiera podido pensar que
dos sombras jugaban aquella noche a caminar sobre un alambre, como en el circo.
Y tan viva era la semejanza que cuando, por pisar un cascote, medio quiso
trastabillar el Cabo, el observador aquel habría cerrado los ojos para no verlo
hacerse plasta sin remedio.
Brotó un rumor a pocos pasos. Pero advirtiendo
que fue un triscar, justo al nacer el impulso de contención le volvió la
tranquilidad al Sargento. Esperó, sin embargo. Y aprovechó la oportunidad para
estudiar el contorno.
Hasta el cerco del horizonte todo estaba en suspenso. Sólo allá y acá algún bicho de luz resistía todavía la intensa frialdad del relente y no se había ido a ese sitio tan secreto, que nadie vio jamás, donde ellos descansan. El bulto del horno se pronunciaba; y dos de las cabalgaduras adormiladas…
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