Capítulo X
La muerte de los Sargentos y de
la Mulita (1)
Estábamos en las escenas de la trágica noche;
supieron ustedes de la muerte del Aperiá, e interrumpí justo en el momento en
que el Sargento Segundo Cuervo advertía la sorpresiva desaparición del
Asistente Macá. Ni quien les narra imaginaba en aquel entonces, lo aseguro, que
aquel paréntesis iba a resultar tan prolongado. Los hechos se encadenaron, la
necesidad de ser veraz obró en seguida encimando detalle sobre detalle, y heme
aquí igual a quien, topado en su marcha con un buen amigo, toma, de mucha prisa,
otro trillo, al trotecito y de repente, se ve lejos y desanda el galope, sin
despedirse. Sí, como aquel, yo me abrí, arrastrando a ustedes. Y, como aquel
del caso, vamos, ahora todos juntos, a seguir. El Cuervo, recordarán, cuando no
halló al joven Asistente entre los soldados, había enderezado, rabioso, hacia
las estacas, para contar los caballos del campamento sitiador.
-¡Sí, falta uno! -díjose para sus adentros. -¡Él
salió en pelo y yo sé a dónde va!
Así exclamó, y exactamente allí lo dejamos.
Ahora, véanlo otra vez; flaco, picudo, como con una lezna en cada ojo, de
penetrante que tenía la mirada, centrando la recobrada paz del campamento. Y
con la ira empezándole muy misteriosamente a atenuársele. Porque, a medida que
se le retiraba tras de la mente, sobre esta avanzaba una furtiva emoción, quién
sabe de dónde aparecida. ¡Y de las gratas!
Suspenso el aliento, sin pestañar, tal como el
gurí se para delante del horno al lado de la peona que depositó en el suelo la
tapa con sus húmedos trapos de ajuste y, empinado en los ojos, sigue el
introducirse de la pala y el retirar de confituras tan brillantes por el
embadurne del huevo y del azúcar que ya anticipa a relamerse; a modo de un
chiquilín, así suspendido el Cuervo por el intenso arrobo entre la noche
inmensa sintió que una invisible mano más que liviana le andaba sigilosa con
sus jinetas de dos plateados galones de Sargento Segundo, se los desprendía
despacito y, en su lugar le posaba otras, pero ahora de las de tres galones,
correspondientes a un ascenso de grado de la Milicia.
-¡Oh! -le salió como si chupase un confite,
siempre sin adelantar un paso, plantado en la oscuridad, hecho una sombra más,
igual a alguna de las tres descomunales nubes que estaba abarcando medio cielo.
Y para ocultar la cara subiendo los hombros ante
los cosquilleos de una especie de rubor, semejante a cuando de golpe entran
intrusos al cuarto y uno recién está empezando a ponerse la ropa, así quedó
ovillado, pues, aguardó a ver si, en el lindo ensueño que lo subyugaba, aquello
seguía haciéndolo ascender en el escalafón. Pero por esta vez parecía que ya había
bastante. Las nuevas jinetas estaban como clavadas a martillo; y de la mano
premiadora, ni rastros. Entonces, el Cuervo tomó otra vez conciencia de su
deber y se dijo:
-¡Ah, no! ¡Esta noche mismito tengo que pasar el
parte al Comisario! Que se aparezca el Comisario Tigre y tome él las medidas-
Me parece que aquí lo que hay que hacer es no alborotar el camoatí y armarle
una trampa al Sargento Cimarrón para agarrarlo mansito. Y después, prepararle
una emboscada a Don Juan, que es una fija que ha sido mandado buscar con el
Asistente Macá, y se nos va a venir del monte con su pandilla. Y después…
Por inercia su pensamiento iba a seguir. Pero
advirtió que lo atajaba un futuro vacío. Se sujetó, pues, retrocedió y volvió a
hacer pie en el presente.
-Hay que despachar esta noche misma al Trompa Tamanduá con el chasque. Es medio demorón para darse cuenta de las cosas, pero está bien montado y es guapo. Si le sale algún malhechor de los de Don Juan, pelea y se les zafa y cumple.
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