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Un día, después de la
clase de inglés, la señorita Curtis me pidió que me quedara.
Tenía unas piernas
preciosas y ceceaba al hablar. Había algo en la combinación de las piernas y el
ceceo que me hacía calentar. Debía tener unos 32 años, era culta y tenía
estilo, aunque era liberal como la mayoría de la gente y eso le rebajaba la
originalidad y el carácter: lo único que sentía era adoración por Franky
Roosevelt. A mí Franky me caía bien por los programas que organizó para los
pobres durante la Depresión. Y él también tenía estilo. Aunque creo que los
pobres le importaban un carajo: solamente era un gran actor con una voz
impresionante y una excelente oratoria. Y además quería meternos en la guerra,
para ganarse un lugar en los libros de Historia. Cuando había guerra los
presidentes tenían más poder y después se les dedicaban más páginas en los
libros. La señorita Curtis era una réplica del viejo Franky, pero con mucho
mejores piernas. Lo único que tenía el pobre Franky de maravilloso era el
cerebro. En muchos otros países hubiera sido un dictador prepotente.
Cuando salió el último
estudiante me acerqué a la mesa de la señorita Curtis. Ella me sonrió. Yo le
había mirado las piernas durante horas y ella lo sabía muy bien. También sabía
lo que yo quería y que no tenía nada para enseñarme sobre eso. La única cosa
que me quedó grabada de todo lo que dijo, y que obviamente no era una idea
suya, fue:
-No se debe sobreestimar
la estupidez de las masas.
-Señor Chinaski -dijo
mirándome fijo: -En esta clase hay algunos estudiantes que se sienten muy
inteligentes.
-¿Sí?
-Creo que el señor Felton
es nuestro alumno más inteligente.
-Estoy de acuerdo.
-¿Y qué es lo que le
preocupa?
-No entiendo.
-Siento que hay algo… que
le molesta.
-Puede ser.
-Este va a ser su último
semestre, ¿no es cierto?
-¿Y usted cómo lo sabe?
De lo que ella se dio
cuenta era que mientras le miraba las piernas estaba despidiéndome. Yo había
decidido que el campus era nada más que un lugar donde esconderse. Y había
adictos al campus que se quedaban allí para siempre. El ambiente de toda la
Universidad era una farsa. Nunca te advertían sobre lo que ibas a encontrar en
la vida real. Te llenaban de teoría pero no te contaban lo terrible que era la
calle. La educación universitaria podía destrozar para siempre a una persona. Y
los libros podían idiotizarte. Cuando zafabas de ellos y realmente salías afuera,
era cuando precisabas saber lo que jamás te enseñaron. Yo había decidido terminar
ese semestre para engancharme con la pandilla del Pestoso o con alguien que
tuviera cojones para robar una licorería, o un banco.
-Sabía que usted se iba a
terminar los cursos -dijo ella suavemente.
-“Empezar” con otra cosa
sería una palabra más correcta.
-Va a haber una guerra.
¿Leyó el “Marinero del Bremen”?
-A mí las porquerías del New
Yorker no me interesan.
-Pero para entender lo que
estás pasando tienen que leer esas cosas.
-No pienso lo mismo.
-Usted se rebela contra todo.
¡Cómo piensa sobrevivir?
-No tengo idea. Pero ya
estoy cansado.
La señorita Curtis se
quedó mirando un rato largo la mesa. Y después em encaró:
-Vamos a entrar en esa
guerra sea como sea. ¿Piensa participar?
-No me importa la guerra.
Y no sé si voy a participar.
-Sería un buen marine.
Sonreí un momento
pensando en aquella idea, pero después la rechacé.
-Si se queda otro
semestre -dijo ella- va a poder conseguir todo lo que quiera…
Nos quedamos mirándonos,
y los dos sabíamos perfectamente lo que ella acababa de sugerirme
-No -contesté. -Me voy.
Después fui hasta la puerta y antes de salir le hice una leve y rápida seña de despedida con la cabeza. Cuando empecé a caminar por entre los árboles del campus tuve la sensación de que había muchachos y muchachas juntos por todos lados. La señorita Curtis se había quedado sentada sola frente a su mesa mientras yo caminaba solo. Qué gran triunfo hubiera sido. Besarle los labios ceceantes y acariciarle las piernas abiertas mientras Hitler devoraba Europa y planeaba invadir Londres.
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