jueves

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 96

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Un día, después de la clase de inglés, la señorita Curtis me pidió que me quedara.

 

Tenía unas piernas preciosas y ceceaba al hablar. Había algo en la combinación de las piernas y el ceceo que me hacía calentar. Debía tener unos 32 años, era culta y tenía estilo, aunque era liberal como la mayoría de la gente y eso le rebajaba la originalidad y el carácter: lo único que sentía era adoración por Franky Roosevelt. A mí Franky me caía bien por los programas que organizó para los pobres durante la Depresión. Y él también tenía estilo. Aunque creo que los pobres le importaban un carajo: solamente era un gran actor con una voz impresionante y una excelente oratoria. Y además quería meternos en la guerra, para ganarse un lugar en los libros de Historia. Cuando había guerra los presidentes tenían más poder y después se les dedicaban más páginas en los libros. La señorita Curtis era una réplica del viejo Franky, pero con mucho mejores piernas. Lo único que tenía el pobre Franky de maravilloso era el cerebro. En muchos otros países hubiera sido un dictador prepotente.

 

Cuando salió el último estudiante me acerqué a la mesa de la señorita Curtis. Ella me sonrió. Yo le había mirado las piernas durante horas y ella lo sabía muy bien. También sabía lo que yo quería y que no tenía nada para enseñarme sobre eso. La única cosa que me quedó grabada de todo lo que dijo, y que obviamente no era una idea suya, fue:

 

-No se debe sobreestimar la estupidez de las masas.

 

-Señor Chinaski -dijo mirándome fijo: -En esta clase hay algunos estudiantes que se sienten muy inteligentes.

 

-¿Sí?

 

-Creo que el señor Felton es nuestro alumno más inteligente.

 

-Estoy de acuerdo.

 

-¿Y qué es lo que le preocupa?

 

-No entiendo.

 

-Siento que hay algo… que le molesta.

 

-Puede ser.

 

-Este va a ser su último semestre, ¿no es cierto?

 

-¿Y usted cómo lo sabe?

 

De lo que ella se dio cuenta era que mientras le miraba las piernas estaba despidiéndome. Yo había decidido que el campus era nada más que un lugar donde esconderse. Y había adictos al campus que se quedaban allí para siempre. El ambiente de toda la Universidad era una farsa. Nunca te advertían sobre lo que ibas a encontrar en la vida real. Te llenaban de teoría pero no te contaban lo terrible que era la calle. La educación universitaria podía destrozar para siempre a una persona. Y los libros podían idiotizarte. Cuando zafabas de ellos y realmente salías afuera, era cuando precisabas saber lo que jamás te enseñaron. Yo había decidido terminar ese semestre para engancharme con la pandilla del Pestoso o con alguien que tuviera cojones para robar una licorería, o un banco.

 

-Sabía que usted se iba a terminar los cursos -dijo ella suavemente.

 

-“Empezar” con otra cosa sería una palabra más correcta.

 

-Va a haber una guerra. ¿Leyó el “Marinero del Bremen”?

 

-A mí las porquerías del New Yorker no me interesan.

 

-Pero para entender lo que estás pasando tienen que leer esas cosas.

 

-No pienso lo mismo.

 

-Usted se rebela contra todo. ¡Cómo piensa sobrevivir?

 

-No tengo idea. Pero ya estoy cansado.

 

La señorita Curtis se quedó mirando un rato largo la mesa. Y después em encaró:

 

-Vamos a entrar en esa guerra sea como sea. ¿Piensa participar?

 

-No me importa la guerra. Y no sé si voy a participar.

 

-Sería un buen marine.

 

Sonreí un momento pensando en aquella idea, pero después la rechacé.

 

-Si se queda otro semestre -dijo ella- va a poder conseguir todo lo que quiera…

 

Nos quedamos mirándonos, y los dos sabíamos perfectamente lo que ella acababa de sugerirme

 

-No -contesté. -Me voy.

 

Después fui hasta la puerta y antes de salir le hice una leve y rápida seña de despedida con la cabeza. Cuando empecé a caminar por entre los árboles del campus tuve la sensación de que había muchachos y muchachas juntos por todos lados. La señorita Curtis se había quedado sentada sola frente a su mesa mientras yo caminaba solo. Qué gran triunfo hubiera sido. Besarle los labios ceceantes y acariciarle las piernas abiertas mientras Hitler devoraba Europa y planeaba invadir Londres.

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