Viaje al cosmos del alma (10)
Un alegre cántico del ser (1)
Los apuntes siguientes, de un agente de publicidad de 25 años de edad,
pertenecen al libro n.º 627 de la Editorial Ullstein, “LSD – Die Wunderdroge” (LSD
– la droga maravillosa) de John Cashman. Le hemos incluido en la presente selección
de informes sobre el LSD, porque la secuencia de máxima felicidad después de
visiones de terror, que se expresa en la vivencia de muerte y resurrección aquí
descrita, es típica del desarrollo de muchos experimentos con LSD.
“Mi primera experiencia con LSD se desarrolló en la casa de un amigo que me
sirvió de guía. El ambiente me resultaba familiar, la atmósfera era cómoda y
relajada. Tomé dos ampollas de LSD (200 microgramos), mezcladas con medio vaso
de agua pura. El efecto de la droga duró casi once horas, a partir del sábado a
las 20 hs, hasta poco antes de las 7 hs. de la mañana siguiente. Desde luego,
no tengo posibilidades de comparación… pero estoy convencido de que ningún
santo ha tenido visiones más sublimes o hermosas ni vivido un estado más
dichoso de trascendencia que yo. Mi talento para comunicarles estas maravillas
a otros es muy reducido, soy incapaz de hacerlo. Tendrá que bastar un bosquejo
casero, mientras que en realidad haría falta la rica paleta de un gran pintor.
Debo disculparme por el intento de expresar con débiles palabras la experiencia
más impresionante de mi vida. Mi aire de superioridad al ver la falta de recursos
de otros para explicarme sus propias visiones celestiales se ha convertido en
la sonrisa sabia del conspirador -las experiencias comunes no necesitan
palabras.
Mi primer pensamiento después de haber bebido el LSD fue que la droga no
tiene ningún efecto. Me habían asegurado que unos treinta minutos después se
presentarían los primeros síntomas: una comezón en la piel. No sentí comezón alguna.
Formulé una observación al respecto, pero me contestaron que aguardara
tranquilo el curso de los acontecimientos. Como no tenía nada mejor que hacer,
miré fijamente el dial iluminado de la radio y meneé la cabeza al compás de una
canción de moda que desconocía. Creo que pasaron unos minutos antes de que
notara que la luz del dial variaba sus colores como un calidoscopio. Veía
colores rojos y amarillos claros que acompañaban a los tonos agudos, y púrpura
y violeta con los tonos graves. Me reí. No tenía idea de cuándo había comenzado
el juego de colores. Sólo sabía que ahora era un acontecimiento. Cerré los
ojos, pero los tonos de colores no desaparecieron. Estaba dominado por el
extraordinario poder lumínico de los colores. Quería hablar, explicar lo que
veía, describir los colores vibrantes, brillantes. Pero luego eso no me parecía
tan importante. Mientras lo observaba, unos colores radiantes inundaron el
cuarto y se disponían en capas horizontales al ritmo de la música. De pronto
fui consciente de que los colores eran la música, pero este descubrimiento no
pareció sorprenderme. Quise hablar de la música de colores, pero no pude
proferir palabra alguna, sino sólo un balbuceo monosilábico, mientras que
atravesaban mi conciencia con la velocidad de la luz unas impresiones polisilábicas.
Entraron en movimiento las dimensiones del cuarto, se modificaban
continuamente, se desplazaron primero formando un rombo tembloroso, luego se
dilataron en un óvalo, como si alguien inflara la habitación con aire hasta que
las paredes amenazaron con estallar. Me costaba concentrarme en los objetos. Se
derretían en una nada turbia o salían volando al espacio; hacían excursiones en
cámara lenta que me interesaban sobremanera. Quería mirar el reloj, pero las
manecillas huían de mi mirada. Quería preguntar la hora, pero no lo hice.
Estaba demasiado fascinado con lo que veía y oía: sonidos alegres y armónicos…
caras únicas.
Estaba fascinado. No tengo idea de cuánto duró este éxtasis. Sólo sé que lo siguiente fue el huevo.”
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