1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
HISTORIA
Y FICCIÓN
VI.
LA DUPLICIDAD DE LA PALABRA MÍTICA (1)
Abandonados a un viento eternamente
“pasajero” -como lo expresa poéticamente Tierra de nadie-, a un aire
caprichoso (104) que impide toda sedimentación del pasado y toda capitalización
cultural real; privados de verdaderas raíces y doblemente huérfanos, los “rioplatenses”
puestos en el escenario de la ficción por Juan Carlos Onetti no renuncian sin
embargo a buscar su propia identidad (105). A pesar de las múltiples
desilusiones causadas por la ausencia de una gratificante figura paterna, los
personajes más representativos del universo onettiano no dudarán en imprimirle
-como lo demuestran especialmente El astillero y Juntacadáveres-
una nueva orientación a la búsqueda: en lo sucesivo, ya no se volverán hacia un
pasado decepcionante sino hacia el presente de una Historia cuyo curso
intentarán modificar, a cambio, aparentemente, de alguna satisfacción.
A primera vista, estas
dos novelas parecen afincarse más directamente en la realidad histórica que la mayoría
de las otras ficciones. Juntacadáveres, a pesar de su título insólito,
se presenta como una crónica de la ciudad de Santa María que describe las
luchas intestinas entre los tradicionalistas y los progresistas. En El
astillero, como lo indica el título, la atención del escritor uruguayo se
posa, por primera vez y sin equívocos, sobre un lugar de trabajo, sobre un
centro de producción. Además, la lacónica dedicatoria a Luis Batlle Berres,
sobrino de José Batlle y Ordóñez y reorganizador del partido “colorado”
uruguayo y de un “batllismo” populista, constituye por sí misma un elemento
revelador de las preocupaciones de Juan Carlos Onetti. Por otra parte, el drama
vivido a distintos niveles por los tres personajes centrales de la novela
-Larsen, Gálvez y, en menor grado, Petrus- coincide extrañamente, según lo
indican una serie de alusiones muy precisas, con la situación económico-política
del Uruguay de los años cincuenta. Recordemos además que El astillero fue
escrito en 1961, fecha que señala el fin del mandato presidencial de Luis Batlle
Berres -amigo personal de Juan Carlos Onetti- y, después de una relativa calma,
el comienzo del trágico hundimiento del Uruguay en la crisis.
Todas estas
circunstancias particulares podrían dar lugar a ciertos equívocos que conviene
descartar. El astillero, que aborda el mundo del trabajo y las
relaciones entre los diferentes estratos sociales, sería susceptible de ser
considerado como más “realista” que las otras obras de Juan Carlos Onetti. Pero
debemos considerar sin apresuramientos la cuestión del realismo. Porque si
entendemos por condición esencial del “realismo”, como es tradicional, la
existencia de una “sustancia ideológica” precisa, es forzoso comprobar que la
novela de Juan Carlos Onetti no se caracteriza por el maniqueísmo reductor ni
la clara y coherente voluntad didáctica presentes en las novelas generalmente
tenidas por realistas. La denuncia de la explotación a la que se encuentran
sometidos Gálvez, Kunz y Larsen no está, en efecto, desprovista de ambigüedades.
Por muy penetrante que sea, no renuncia sin embargo a explorar, valorizándolas,
las motivaciones oscuras y desconcertantes que impiden toda interpretación
unívoca, toda transparencia ilusoria, y convierten a los personajes en víctimas
extrañamente complacientes. Por el contrario, si -siguiendo a Roland Barthes-
abordamos el realismo del escritor en su calidad de “valor semiológico” (106),
y buscamos allí una voluntad estética, podemos llegar a conclusiones más
interesantes. Porque la escritura realista no es indiferente a las seducciones
del mito que integra, tanto a sabiendas como a su pesar. Unos de los aspectos
fundamentales de El astillero y, en menor medida, de Juntacadáveres,
radica precisamente en su paradójica dimensión mítica. Textos irónicos y
burlones, El astillero y Juntacadáveres toman como punto de
partida la ausencia de la mítica figura paterna y buscan en un mundo moderno,
industrializado y tecnológico, un sustituto gratificante: Marcos Bergner y
Petrus, extrañas figuras míticas, cargarán con la pesada responsabilidad de
sostener las esperanzas de toda una colectividad, simbolizada respectivamente
por los miembros del Falansterio y, más allá del limitado mundo del astillero,
por la ciudad-pueblo de Santa María.
El mito, entonces, tal
como aparece en El astillero y Juntacadáveres, no remite a los
sistemas míticos de las sociedades arcaicas o tradicionalistas. No se trata de
esa “historia sagrada” y “real” a la vez, esa “verdad absoluta” que tiene por
horizonte el “tiempo primordial” (107), ese tiempo remoto de los orígenes cuyas
principales características han sido establecidas por Mircea Eliade, en sus
numerosas obras. En las dos novelas de Juan Carlos Onetti, los mitos evocados
tienen por escenario el orden burgués. De esta característica diferencial derivan
importantes consecuencias. Las formaciones míticas en las que se inscriben
tanto El astillero como Juntacadáveres responden a la definición que
da Roland Barthes en la segunda parte de Mythologies; conforma a su
sentido etimológico, el mito se afirma aquí sobre todo como “palabra” (108):
sistema y modo de comunicación acaso más por la forma que por la sustancia.
Notas
(104) Tierra de nadie,
XLV, p. 129: “Yo sé que en otras ciudades viejas, donde el aire se mueve
con más lentitud, o tiene otra consistencia, si se puede decir… Lo sucesos
permanecen en las cosas, en la gente, en los muebles, impregnan todo, lo
modifican. Una cosa. En los telegramas de guerra se habla de ciudades abiertas.
Creo que son las que no… Buenos, todos sabemos. Inconscientemente, siempre he
relacionado esa frase con Buenos Aires. Una ciudad abierta, todo lo barre el
viento, nada se guarda. No hay pasado. (El subrayado es nuestro.)
(105) Recordemos que esta
búsqueda de la identidad no es privativa de Juan Carlos Onetti. También la
encontraremos en otros escritores “rioplatenses” tan diferentes como E. Mallea,
E. Martínez Estrada, E. Sábato, L. Marechal, C. Martínez Moreno, E. Galeano,
etc.
(106) Roland Barthes, Mithologies, Editions du Seuil, 1957, p. 224 :
« Le langage de l’écrivain n’a pas à charge de représenter le réel, mais
de le signifier. Ceci devrait imposer à la critique l’obligation d’user de deux
méthodes rigoureusement distinctes : il faut traiter de l’écrivain ou bien
comme une substance idéologique (par exemple : les thèmes marxistes dans l’œuvre
de Brecht), ou bien comme une valeur sémiologique (les objets, l’acteur, la
musique, les couleurs dans la dramaturgie brechtienne). L’ideal serait
évidemment de conjuguer ces deux critiques ; l’erreur constante et de les confondre :
l’idéologie a ses méthodes, la sémiologie a les siennes. »
(107) Mircea Eliade, Mythes, rêves et mystère, Gallimard, pp. 21-22 :
« Or, un fait nous frappe dès l’abord : pour de telles sociétés, le
mythe est censé d’exprimer la vérité absolue, parce qu’il racconte une historie
sacrée, c’est-à-dire une révélation transhumaine qui a eu lieu à l’aube du
Grands Temps, dans le temps sacré des commencements (in illo tempore). Étant
réel et sacré, le mythe devient exemplaire et par conséquent répétable, car il
sert de modèle, et conjointement de justification, à tous les actes humains. En
d’autres termes, un myhte est une histoire vraie qui s’est passée au commencement
du Temps et qui sert de modèle aux comportements des humains. En imitant les
actes exemplaires d’un dieu ou d’un héros mythiques, ou simplement en racontant
leurs aventures, l’homme des societés archaiques se détache du temps profane et
rejoint magiquement le Grand Temps, le temps sacré ».
(108) Roland Barthes, Mythologies, op. cit., p. 193 et sq.
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