por Abel de Medici
A lo largo de la historia ha habido
muchas reinas cuyo nombre ha pasado a la posteridad por su gran influencia,
pero solo unas pocas lograron ejercer el poder como soberanas de pleno derecho
y no solo como regentes. En la España medieval, a principios del siglo XII,
hubo una que lo logró por primera vez, aunque con grandes dificultades y
riesgos, y que por ello es recordada como "la Temeraria": Urraca I de
León.
En 1081 el reino de León vio nacer a su heredera: Urraca, la tercera
hija de Alfonso VI. Sus dos hermanas mayores, Elvira y Teresa, tenían por madre
a una amante del rey; Urraca por el contrario era hija de Constanza de Borgoña,
esposa legítima y procedente además de una casa poderosa, por lo que parecía
predestinada a heredar la corona. Sin embargo, su padre nunca cesó en
su empeño por tener un heredero varón, llegando incluso a desposar a una
princesa musulmana.
La vida de la reina Urraca “la Temeraria”, como fue apodada, fue una
lucha constante ya no solo para conservar el poder sino la propia integridad de
sus feudos: los partidarios de sus diversos parientes intentaron arrebatárselos,
bien para gobernarlos de forma independiente o para expandir sus propios
territorios. Sus casi 30 años de ejercicio del poder fueron una continua lucha
contra los enemigos que presentaban batalla en las fronteras o, más a menudo,
dentro de ellas.
AMBICIONES FRUSTRADAS
En un primer momento, dada la ausencia de un heredero varón, Urraca
fue nombrada heredera y se le dio una educación acorde a su futuro papel.
Sin embargo, la situación cambió drásticamente en 1093 con el nacimiento de su
medio hermano Sancho, fruto de la unión de Alfonso VI con Zaida, una princesa
de al-Ándalus que fue bautizada como Isabel: su conversión al cristianismo
allanó el camino para que el rey pudiera tomarla como esposa tras la muerte de
la reina Constanza, la madre de Urraca; con ello, Sancho pasaba a ser el
primero en la línea de sucesión de la corona leonesa y, a partir de ese
momento, el rey Alfonso apartó a su hija en favor del recién nacido.
Bajo el mando de Alfonso VI, el reino de León consiguió arrebatar buena
parte de Castilla a los musulmanes. Un episodio de gran valor simbólico fue la
conquista de Toledo, capital del antiguo reino visigodo, en el año 1085. En
tales batallas, al servicio de ambos bandos, participó un personaje destinado a
convertirse en mito literario: Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como "el
Cid".
Urraca, aun menor de edad, fue entregada como esposa a Raimundo de
Borgoña, un noble con quien Alfonso VI estaba en deuda por su ayuda contra los
ejércitos almorávides, que después de tumbar y fragmentar el otrora poderoso
Califato de Córdoba se enfrentaban a los reyes cristianos por el control de las
tierras centrales de la península. De heredera del reino leonés Urraca
pasó a ser simple condesa consorte de Galicia, aunque permanecía en la
línea sucesoria de la corona de León y la de Castilla, ambas en manos de su
padre.
La muerte de su marido en 1107 y de su medio hermano Sancho podrían
haberle abierto de nuevo las puertas a la sucesión, especialmente porque ya
había dado a luz a un heredero, un niño que en el futuro se convertiría en el
rey Alfonso VII. Apoyada por la nobleza y el clero más cercanos a ella
intentó reclamar sus derechos como reina, pese a lo cual su padre le impuso
un nuevo enlace, esta vez con el rey aragonés Alfonso I, un año antes de
fallecer, dejándola finalmente como heredera.
UNA ALIANZA FRACASADA
Este segundo matrimonio, que habría debido servir para fortalecer a los
reinos cristianos frente a los almorávides, fue un absoluto fracaso. Los
cónyuges tenían una relación pésima –el rey aragonés era de carácter violento y
Urraca lo acusaba de maltratarla– y la reina temía por la seguridad de
su hijo, pues sospechaba que su marido quería eliminarlo para arrebatarle León,
Castilla y Galicia.
Los cinco años que duró esta relación estuvieron marcados por la
constante lucha que en ocasiones degeneró en guerra civil y que
involucró no solo a León y Aragón sino también al Condado Portucalense: este
territorio, que ejercía de cojín entre León y los territorios almorávides,
estaba gobernado por Teresa –hermana mayor de Urraca– y su esposo Enrique de
Borgoña –primo de Raimundo, su primer marido– y constituía en principio un
dominio subordinado a la corona leonesa, pero con ansias cada vez mayores de
independencia.
La tormentosa relación que unía a la reina Urraca y el rey de Aragón se
rompería definitivamente en 1114: oficialmente era él quien la
repudiaba, pero en la práctica su esposa llevaba tiempo pidiendo la disolución
del enlace. Por aquel entonces, la “reina temeraria” tenía dos frentes
abiertos: uno era el Condado Portucalense, cuyas aspiraciones de constituirse
como reino propio tomaban cada vez más fuerza, alentadas por su hermana; el
otro era Galicia, donde una parte de la nobleza y el clero aspiraban a
proclamar al hijo de la reina, el futuro Alfonso VII, como rey independiente.
A pesar de la ruptura con su marido, en el plano militar siguieron
colaborando ocasionalmente, para frenar a los almorávides así como las
intenciones de Teresa de expandir los dominios portucalenses. En una jugada
maestra, Urraca consiguió desviar el interés de los nobles gallegos díscolos
hacia las tierras de su hermana, matando dos pájaros de un tiro; aun así, los
enfrentamientos siguieron durante el resto de la vida de la reina y se
prolongaron hasta 1139, cuando el condado finalmente se constituiría como Reino
de Portugal bajo el mando del hijo de Teresa, Alfonso I.
LA REINA INDEPENDIENTE
La experiencia de su segundo matrimonio convenció a Urraca de no volver a compartir el poder con un consorte. Tras la separación con Alfonso de Aragón nunca volvió a casarse, aunque sí tuvo como mínimo dos amantes entre la aristocracia. El primero fue el conde Gómez González, un oficial que había servido en el ejército de su padre y que murió precisamente luchando por ella contra su aún marido, el rey aragonés, en 1111. Su segunda relación, con el conde Pedro González de Lara, le dio dos hijos –ilegítimos, por nacer fuera del matrimonio– pero tampoco fue fácil: envidiosos de la cercanía que tenía con la reina, a la cual decían que incluso había propuesto matrimonio, un grupo de nobles encabezó una fallida rebelión para derrocarla a ella y a su amante.
A pesar de estas numerosas conspiraciones, Urraca logró gobernar en
solitario hasta el final de su vida, apoyada por la nobleza y el clero. Pero su
dominio era frágil y en la práctica eran los señores locales y los
obispos quienes ejercían el poder en un territorio fragmentado donde cada
ciudad miraba para sí misma; en particular las tierras de Castilla,
arrebatadas a los musulmanes por su padre Alfonso VI, carecían aún de una
estructura que pudiera equipararse a un reino funcional, por lo que todo
dependía de la lealtad personal a la reina. Para algunos, la soberana dio
muestras de una gran entereza e inteligencia al lograr contener, contra todo
pronóstico, las tendencias centrífugas que amenazaban con desintegrar sus
dominios. Otros en cambio nunca la aceptaron, como resume una frase del Cronicón
Compostelano: “reinó Urraca tiránica y mujerilmente”.
La vida de la reina llegó a su fin en 1126. A sus 46 años había quedado encinta de nuevo, un embarazo que se había complicado y que había mermado su salud. Consciente del peligro que corría, se retiró al castillo de Saldaña bajo la protección de su amante, el conde de Lara, buscando tranquilidad después de una vida marcada por la guerra constante, que aún continuaba. Allí murió, dejando un conjunto de reinos convulsos en manos de su hijo Alfonso VII. Fue enterrada en el Panteón de los Reyes de León, en la capital del reino, donde habían recibido sepultura los reyes leoneses durante casi dos siglos. En esa misma ciudad, años después, su hijo se proclamaría “Emperador de toda España”: un propósito demasiado ambicioso para una tierra a la que aún le quedaban por delante muchos siglos de guerras internas.
(NATIONAL GEOGRAPHIC / 29-7-2020)
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