Texto publicado en Pedagogía dos sonhos possíveis
"La neutralidad no es posible en el arte
educativo, y en el acto educativo. Mi punto de vista –yo diría mi opción- es,
el de los excluidos, el de los condenados de la tierra”."
Paulo Freire
Cuando empecé con los programas de alfabetización hace ya treinta y cinco años
más o menos, yo ya estaba viviendo con una gran intensidad y vivenciando una de
las virtudes necesarias del educador democrático, que es saber escuchar; es
decir, saber cómo escuchar a un niño o una niña negros con su lenguaje
específico, con su sintaxis específica; saber cómo escuchar al campesino negro
analfabeto; saber cómo escuchar al alumno rico; saber cómo escuchar a los así
llamados representantes de las minorías, que son básicamente oprimidas. Si no
aprendemos a escuchar esas voces, en verdad no aprenderemos a hablar. Sólo los
que escuchan hablan. Los que no escuchan terminan por gritar, vociferando el
lenguaje para imponer sus ideas. El alumno que sabe escuchar implica cierto
tratamiento del silencio y de los momentos intermediarios del silencio. Los que
hablan de modo democrático necesitan silenciarse para permitir que emerja la
voz de aquellos que deben ser oídos. Yo viví la experiencia del discurso de los
que escuchan y percibí que el trabajo educativo a seguir requería tanto
creatividad cuanto humildad. Es un tipo de trabajo que implica asumir riesgos
que aquellos y aquellas que fueron silenciados no pueden asumir.
En
otras palabras, nada de esto tendría sentido pedagógico si el educador o la
educadora no entienden el poder que tiene su propio discurso para silenciar a
otros. Por este motivo, comprender el poder de silenciar implica desarrollar la
capacidad de escuchar las voces silenciadas para comenzar a buscar modos
—tácticos, técnicos, metodológicos— que faciliten el proceso de lectura del
mundo silencioso, que está en íntima relación con el mundo vivido por los
alumnos y las alumnas. Todo eso significa que el educador y la educadora deben
estar inmersos en la experiencia histórica y concreta de los alumnos y alumnas,
pero nunca de una forma paternalista que los lleve a hablar por ellos sino
escuchándolos de verdad. El desafío radica en no incursionar jamás de manera
paternalista en el mundo del oprimido para salvarlo de sí mismo.
El
desafío radica en no idealizar jamás el mundo del oprimido(a) de modo tal de
mantenerlo atado a las condiciones idealizadas para que el educador(a) a su vez
mantenga su posición de ser necesario al oprimido, de «servir al oprimido», o
encarándolo(a) como un héroe romántico.
Por ejemplo, hace cuarenta años parte de mi generación —mis pares— en Brasil manifestaba un gran amor por los oprimidos de aquella época, amor teñido por la idealización del oprimido. Llevados por ese amor, abandonaron sus sillones académicos y se fueron a vivir a las favelas. Y al fin de cuentas perdimos académicos potencialmente muy buenos y ganamos «favelados» no tan buenos. Porque eran turistas. Ellos sabían —y sus vecinos pobres también lo sabían— que podían salir de allí en cualquier momento. Pero asumieron el rol de hablarles a los pobres sin escuchar a los pobres. Este es el problema que analicé en Pedagogía del oprimido cuando critiqué a los miembros de la clase media que se embarcaron en la lucha revolucionaria sin haber aprendido antes a escuchar a aquellos en cuyo nombre debe emprenderse la lucha revolucionaria.
(Bloghemia / 19-2-2021)
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