Texto
del filósofo italiano Giorgio Agamben, publicado en Marzo del 2016
Querría
hablarles no de la lectura y de los riesgos que comporta, sino de un riesgo que
es todavía anterior, es decir, de la dificultad o de la imposibilidad de leer;
querría intentar hablaros no de la lectura, sino de la ilegibilidad. Todos
vosotros habéis experimentado aquellos momentos en los que quisiéramos leer,
pero no lo logramos, en los que nos obstinamos en hojear las páginas de un
libro, pero el volumen literalmente se cae de nuestras manos.
En
los tratados sobre la vida de los monjes, ese era precisamente el riesgo por
excelencia al cual un monje podía sucumbir: la acedia, el demonio meridiano, la
tentación más terrible que amenaza a los homines religiosi se manifiesta sobre
todo en la imposibilidad de leer. Esta es la descripción que hace san Nilo:
Cuando el monje atacado por la acedia intenta leer,
inquieto, interrumpe la lectura y, un minuto después, se sumerge en el sueño;
se talla el rostro con las manos, extiende sus dedos y lee algunas líneas más,
mascullando el final de cada palabra que lee; y, mientras tanto, se llena la
cabeza con cálculos ociosos, cuenta el número de páginas que le restan por leer
y las hojas de los cuadernos, y comienza a odiar las letras y las hermosas
miniaturas que tiene frente a sus ojos, hasta que por fin cierra el libro y lo
utiliza como almohada para su cabeza, cayendo en un sueño breve y profundo.
La
salud del alma coincide con la legibilidad del libro (que es también, en el
medievo, el libro del mundo); el pecado, con la imposibilidad de leer, con que
el mundo se vuelva ilegible.
Simone
Weil hablaba, en este sentido, de una lectura del mundo y de una no lectura, de
una opacidad que resiste toda interpretación y toda hermenéutica. Quisiera que
pusieseis atención a vuestros momentos de no lectura y de opacidad, cuando el
libro del mundo cae de vuestras manos, porque la imposibilidad de leer os
concierne tanto como la lectura y, quizá, es igual o aun más instructiva que
ésta.
Existe
también otra imposibilidad de leer aun más radical, que hasta no hace muchos
años era bastante común. Me refiero a los analfabetos, esos hombres olvidados
demasiado rápido, que tan sólo hace un siglo eran, al menos en Italia, la
mayoría. Un gran poeta peruano del siglo xx ha escrito en un poema: “por el
analfabeto a quien escribo”. Es importante comprender el sentido de “por”: no
tanto “para que el analfabeto me lea”, dado que por definición no podrá
hacerlo, sino “en su lugar”, como Primo Levi decía dar testimonio por aquellos
que, en la jerga de Auschwitz, eran llamados los musulmanes, es decir, los que
no podían ni habrían podido testimoniar, porque poco después de haber ingresado
en el campo habían perdido toda conciencia y toda sensibilidad.
Quisiera
que reflexionarais sobre el estatuto especial de un libro que está destinado a
ojos que no pueden leerlo, y que ha sido escrito por una mano que, en cierto
sentido, no sabe escribir. El poeta o el escritor que escriben para el
analfabeto o el musulmán intentan escribir aquello que no puede ser leído:
sobre el papel colocan lo ilegible. Pero precisamente eso hace que su escritura
se vuelva más interesante que la escritura concebida para los que saben o
pueden leer.
Existe
otro caso de no lectura del que querría hablarles. Me refiero a los libros que
no han encontrado lo que Benjamin llamaba la hora de la legibilidad, que han
sido escritos y publicados, pero están –quizá para siempre– a la espera de ser
leídos. Podría nombrar, y también cada uno de vosotros, pienso, libros que
merecían ser leídos y no lo han sido, o lo han sido solo por muy pocos
lectores. ¿Cuál es el estatuto de estos libros? Pienso que, si estos libros son
realmente buenos, no debemos hablar de una espera, sino de una exigencia. Esos
libros no esperan, sino que exigen ser leídos, aun si no lo han sido y no lo
serán jamás. La exigencia es un concepto muy interesante, que no se refiere al
ámbito de los hechos, sino a una esfera superior y más decisiva, cuya
naturaleza puede cada uno de vosotros precisar a su gusto.
Pero
ahora querría dar un consejo a los editores y a todos aquellos que se ocupan de
los libros: dejad de mirar las infames, sí, infames clasificaciones de los
libros más vendidos y –presumiblemente– más leídos y, en cambio, tratad de
construir en vuestra mente una clasificación de libros que merecen ser leídos.
Sólo una editorial fundada en esta clasificación mental podría hacer que el
libro saliera de la crisis que –por lo que escucho decir y repetir– está
atravesando.
Un
poeta en una ocasión resumió su poética en la fórmula: “Leer lo que nunca ha
sido escrito”. Se trata, como podéis ver, de una experiencia en cierto modo
simétrica a la del poeta que escribe para el analfabeto que no puede leerlo: a
la escritura sin lectura corresponde, aquí, una lectura sin escritura. A
condición de precisar que también los tiempos han sido invertidos: ahí, una
escritura a la que no sigue ninguna lectura; aquí, una lectura que no está
precedida por ninguna escritura.
Pero
quizá en ambas formulaciones se habla de algo semejante, es decir, de una
experiencia de la escritura y de la lectura que pone en cuestión la
representación que casi siempre hacemos de estas dos prácticas, tan
estrechamente ligadas entre sí que se oponen y, al mismo tiempo, reenvían a
algo ilegible e inescribible que las precede y que no cesa de acompañarlas.
Habréis
comprendido que me refiero a la oralidad. Nuestra literatura nace íntimamente
ligada a la oralidad. Porque ¿qué hace Dante cuando decide escribir en lengua
vulgar, sino precisamente escribir lo que nunca ha sido leído y leer lo que
nunca ha sido escrito, es decir, aquel parlar materno analfabeto que existía
sólo en la dimensión oral? E intentar poner por escrito el hablar materno lo
obliga no sólo a transcribirlo sino, como todos sabéis, a inventar aquella lengua
de la poesía, aquel vulgar ilustre que no existe en ninguna parte y, como la
pantera de los bestiarios medievales, “expande por todas partes su perfume,
pero no reside en ningún lugar”.
Creo
que no es posible comprender correctamente el gran florecimiento de la poesía
italiana del siglo XX si no se advierte en ella algo como un reclamo de aquella
ilegible oralidad que, dice Dante, “sola y única, está primera en la mente”. Si
no se entiende, claro, que está acompañada también de un extraordinario florecimiento
de la poesía en dialecto. Quizá toda la literatura italiana del siglo xx está
atravesada por una memoria inconsciente, casi por una afanosa conmemoración del
analfabetismo.
Quien
ha tenido entre sus manos uno de esos libros a cuyas páginas escritas –o,
mejor, transcritas– en dialecto se opone la traducción en italiano, no ha
podido no preguntarse, mientras sus ojos recorrían inquietos ambas páginas, si
el lugar verdadero de la poesía no estaría, por azar, no en una página o en la
otra, sino en el espacio vacío entre ambas.
Y querría concluir esta breve reflexión sobre la dificultad de la lectura preguntándome si eso que llamamos poesía no es, en realidad, algo que incesantemente vive, trabaja y sustenta la lengua escrita para restituirla a aquello ilegible de donde proviene, y hacia lo cual se mantiene en viaje.
(Bloghemia / 12-3-2021)
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