por Juan Marqués
Debíamos de tener once o doce años, no
más. Prometo solemnemente que he escrito a mis compañeros del colegio para
saber si recuerdan en qué curso nos explicaron por primera vez las Coplas de
Jorge Manrique, pero nadie lo sabe con exactitud, aunque ellos tienen mucha
mejor memoria que yo (porque cualquiera tiene mejor memoria que yo: toda una
maldición para el historiador que, en teoría, soy). Es muy extraño que recuerde
tan nítidamente el momento pero no recuerde qué profesor (o profesora) nos las
leía y explicaba, me temo que sin demasiado entusiasmo, pero eso también es
bonito, porque se podría pensar que tal fenómeno viene a demostrar que de
esos momentos epifánicos (como, por otro lado, de todos…) sólo nos quedamos con
lo esencial, con la magia, con lo que de hecho los convirtió en extraordinarios.
El caso es que, por supuesto, estábamos
distraídos. Yo, desde luego, lo estaba, como el noventa por ciento de mi
tiempo, antes y después. La literatura ya me gustaba mucho, pero me gustaba
como les gustan las cosas a los niños, con pasión mientras la vivía y con
indiferencia si no me veía con un cuento entre las manos, totalmente absorbido
de 17 a 17.40 y de 20.30 a 21.15 pero absolutamente alejado después. No me
había sumergido todavía en los libros porque todavía andaba
naturalmente sumergido en la vida, en la niñez, en la inocencia, y ante ellas
la literatura se retira siempre contenta, generosa, si es que la literatura no
es, de hecho, su continuación, el intento ingenuo o desesperado de retenerlas peterpanísticamente.
Luis Landero lo explica de maravilla en El huerto de Emerson,
recién aparecido: «a veces pienso que no he superado el drama de dejar de ser
niño, y que todo lo que hago lleva la marca de una infancia prolongada en
secreto»…
La literatura tiene una
«precuela», que es la vida, y yo, francamente, fui un niño existencialista,
de modo que cuando alguna profesora (o profesor) nos hizo empezar a leer no sé
qué coplas, una por niño, en voz alta, no tardé demasiado en sentir un
cosquilleo y sentir que estaba sucediendo algo importante. Yo ya había
disfrutado mucho con el Mío Cid, y sobre todo con los Milagros de
Gonzalo de Berceo (cualquier lector de nuestro idioma cuyo corazón no se
ilumine al escuchar el «Amigos e vasallos de Dios omnipotent» es alguien que,
sencillamente, no tiene el susodicho corazón…), pero no estaba preparado para
eso. Ya a esa edad percibí, digamos, el salto radical que se produjo en la
poesía en castellano, la modernización vertiginosa que se producía con aquel
verso sublime: “Recuerde el alma dormida”…
Una vez empecé a construir una
‘Historia de la poesía en español’, proyecto que he ido retomando
intermitentemente y que (que nadie se alarme…) me temo que quedará en el
inmenso cajón de las ideas desechadas por pereza o por limitaciones o, en fin,
porque la vida manda. El capítulo que trataba de todo lo anterior a Manrique se
titulaba, precisamente, ‘El alma dormida’, y no porque quisiera infravalorar la
maravillosa poesía popular, el romancero, los cancioneros, los trovadores… sino
porque de alguna forma era transparente el hecho de que con Manrique nace algo
definitivo. Como todos los poetas verdaderamente grandes,
hablando en términos generales (a mí, en realidad, los que más me gustan son
los silenciosos, los que no cambian nada), con Manrique se cierra un
ciclo y nace otro, es un poeta-bisagra, de ese tipo de autores que recogen de
alguna manera todo lo mejor de lo que les precede, lo reformulan de forma
incontestable e inician lo que el futuro va a empezar a hacer y a decir.
Pasaría después con Garcilaso, y después con Lope de Vega, y mucho después con
Bécquer, que es un poeta que me gusta muy poco pero que, indiscutiblemente,
puso en hora la poesía española, la modernizó a la vez que le bajaba los humos
románticos y la hacía más pequeña, más humilde, ampliándola así hasta nosotros
y acuñando un tipo de poema y un espíritu que, en lo esencial, está vigente…,
aunque Juan Ramón Jiménez y el 27 (quiero decir Lorca) volvieron a actualizar y
renovar y elevar todo.
Pero estábamos en el siglo XV, es
decir, en un aula del colegio de los padres agustinos de Zaragoza hacia 1992,
donde treintaipico niños (Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron?…) tenían
que ir leyendo las cuarenta coplas. Lo que sucedió allí fue, sencillamente, que
yo sentí cómo alguien que había muerto más de quinientos años antes me
estaba haciendo un regalo impagable, alguien que había vivido en una época que
yo no podía concebir me estaba hablando a mí, directamente: «Mira, Juan, mi
padre acaba de morir y quiero explicarte algunas cosas que estoy pensando al
hilo de ese suceso, con pena pero también con gloria, con pesar pero con
esperanza, con dolor sincero pero con fe». Es la magia principal de la
poesía, de la literatura, y algo que deberían aprender quienes consideran la
lectura un acto autista, aislante, inquietante, poco social: la lectura
es un acto de comunicación directo, sin intermediarios (salvo traductores…),
entre al menos dos personas, y uno de los más eficaces y útiles que se conocen.
Aquel día el treintañero Jorge Manrique me habló de la vida y de la muerte, de
lo que cabalmente podemos hacer con nuestra vida, de lo que de hecho significa
estar vivo y ser joven, de lo que significa el paso del tiempo y envejecer. La
libertad me la explicaría muy poco después Cervantes, pero fue Manrique quien
me acunó con sus terribles y consoladoras reflexiones, quien literalmente me
hizo temblar con lo que hace en esas estrofas.
Ni siquiera fue Manrique quien inventó
la copla manriqueña, como han explicado muchos medievalistas, y todo su poema,
obviamente, es el festival de los tópicos, pero pensar así es literalmente no
entender nada, no enterarse. Lo que Manrique hace con todos esos materiales de
segunda mano, en forma y fondo, es una revolución, y una revolución, además,
que es a la vez personal, muy íntima, y universal, colectiva, aparte de
duradera. Si yo, en 2021, ando un poco obsesionado con convertirme en
el hombre que mis hijos creen que soy (aunque, pobrecillos, ya se van
decepcionando…) es porque en mi ADN anda grabado a fuego lo que, en realidad,
estaba ya grabado a fuego en nuestra naturaleza, en nuestro instinto, y que
además está grabado de forma indeleble en la sangre de la poesía de nuestro
idioma. Manrique consiguió hacer un balance general de su propia vida, pero lo
hizo sin egolatría, como cualquier obra autobiográfica que quiera importar
algo, y a la vez produjo un poema que reunía y aseaba una buena
colección de topoi medievales (es decir, clásicos, de la
Antigüedad) y que colocaba de golpe nuestra lengua lírica en la línea de salida
del futuro. Desde entonces Manrique está presente, es probablemente el
poema más citado del idioma castellano, el más homenajeado, alterado,
reutilizado, versionado, admirado, malinterpretado, parodiado y, por tanto, el
más fértil. Lo de Machado («entre los
poetas míos / tiene Manrique un altar») lo podríamos proclamar muchos, casi
todos, con una unanimidad que no entiende de líneas estéticas ni de escuelas ni
de corrientes: es poesía ecuménica porque es poesía verdadera, culta pero
vibrante, consciente pero desnuda, escrita por un hombre de corazón cancioneril
pero con el corazón herido.
En las coplas centrales el
ritmo se acelera, porque se está hablando del mundo, despachando las cosas
terrenales. Repasa las actividades, los afanes, las ambiciones, los ropajes,
los oficios, las curiosidades… y lo hace con velocidad deliberada. Estoy seguro
de que quiso que el ritmo de esa parte estuviera en correspondencia con el
ritmo de lo vivo, de lo palpitante, lo latente, lo enérgico. Lo va contando
todo con orden, eso sí, pero en cierto modo lo que leemos tiene también algo de
enumeración caótica, pues la realidad lo es. La realidad es una
enumeración caótica: mirad un momento a vuestro alrededor y lo comprobaréis
enseguida. Y después, claro, todo se serena, porque llega la
muerte, esto es, la Muerte. Yo creo que ese momento en que se
hace efectiva su personalización, exactamente al final de la copla XXXIII,
cuando «vino la Muerte a llamar / a su puerta», supuso el mayor estremecimiento
y el mayor susto que la literatura me ha proporcionado jamás, siendo como
fueron los primeros. Y el «Diciendo» con el que se inicia la siguiente copla
culmina el terror. La Muerte no sólo llama a la puerta sino que va a hablar.
Quienes se sobrecogen con determinadas literaturas de terror de ahora, verduras
de las eras, no han debido de pasar por estas coplas, porque si no ya estarían
vacunados ante lo que es el puro espanto aparecido por sorpresa, pero con
inmensa elegancia, tanto literaria como moral. Porque sucede que la
Muerte no es tétrica, ni siquiera gruñona, ni fea, ni vieja, ni andrajosa, ni
anda con amenazas o brusquedades, sino que es maravillosamente amable,
racional, se demora en explicarse, casi pide disculpas por aparecer de
improviso, como hace siempre cualquier persona educada que llegue sin avisar a
nuestra casa.
Y que la primera palabra del poema sea
«Recuerde» y la última «memoria» (ya sé que el «Recuerde» significa aquí
«despierte», pero también significó siempre lo otro, e íntimamente sé que
Manrique lo dispuso así bien despierto, con toda conciencia)… Y el Dios de
las Coplas, tan ortodoxo y a la vez tan especial… Y que se cite a
Marco Aurelio (en una copla que en cierto sentido remeda la primera página de
las Meditaciones, donde el emperador honraba a sus padres)… Y… En
fin, el caso es que la semana pasada fue muy pantanosa para mí, tenía que
corregir un farragoso informe, todo se tornaba «graveza», y yo ya estoy poco
acostumbrado a hacer cosas que no me gusta hacer, poco preparado para eso,
malacostumbrado, jamás perezoso pero sí acomodado en los trabajos que me
estimulan, haciendo constantemente listas de encargos divertidos o ideas
apetitosas… Ese informe era aburrido y monumental, el trabajo de varias
mañanas, y andaba yo alicaído, sin atisbar su fin… pero entonces vino el cartero
a llamar a mi puerta.
Diciendo: «Buen caballero, tiene un envío de Nórdica Libros»… Lo que me traía aquel mensajero del pasado era la nueva edición de las Coplas que han editado los amigos de esa editorial, ilustrada con geniales «belenes», cartones y recortables del artista Antonio Santos. Y ese poema maravilloso, sin duda mi poema favorito, el más profundo y hermoso y definitivo de nuestra lengua, un mundo en sí mismo, un sistema cultural, la elegía de las elegías… volvió a cumplir su función. «¡Qué amigo de sus amigos!» es este poema, qué redondo, qué macizo, qué total, qué triste y qué feliz, qué sabio y qué inocente. Ese poema volvió a transformar mi alrededor, volvió a relativizar todo lo que me rodeaba, lo conseguido, la hogareño, lo familiar… y volvió a colocarme con buenas razones en el camino recto, volvió a susurrarme sus enseñanzas y me hizo volver al informe, sí, pero volví totalmente contento, consciente, satisfecho. Ese informe era mi vida, y la Muerte, de momento, tendría que esperar.
(Opinión / 13-2-2021)
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