por Carlos Javier González Serrano
Muy acostumbrados en filosofía a ensalzar la vida recatada, prudente, recta y casi anodina, que a fuerza de una velada imposición histórica parecería la más propia del pensador racional (y razonable), en esta filosofía del vino que nos propone Béla Hamvas (1897-1968) en publicación de Acantilado encontramos un elogio del desenfreno báquico que contrasta violentamente con aquel canon oficial.
Pero más aun, Hamvas desarrolla una crítica tan furibunda como hilarante de cuantos renuncian a los benéficos efectos del vino (pietistas y “ateos” de la religión del vino), e incluso propone una metafísica de este precioso líquido proveniente de la vid. Y es que “la boca es la fuente de la experiencia inmediata”, explica, y es de los sentidos el que más cerca está de la realidad. La boca puede hablar, besar y nos permite alimentarnos. Pero también beber, embriagarnos.
Hay que admitir que el arte de beber
no tiene su propia Musa, pero a pesar de ello sólo pueden apreciar un buen vino
las personas que se dedican a cultivar las musas, que leen poesía y que son
capaces de disfrutar de la música aunque no sean músicos y de apreciar la
pintura. Estas personas también saben escoger el momento oportuno para
trabajar, para pasear, para dormir, para conversar y para leer; sólo ellas
saben que el amor y el vino…, en cualquier momento, en cualquier lugar, de
cualquier manera.
El vino no es más que una “máscara
hierática” tras las que se esconde una pluralidad de experiencias
y sensaciones siempre amable y atractiva dispuesta a dejarse
descubrir. Por el contrario, la existencia de quien se guía por la abstracción
es, teóricamente, “una vida ordenada que no se construye sobre las experiencias
inmediatas de los sentidos, sino sobre principios”: tal es la vida propia del
cientificista y del puritano, quienes pecan de una sombría “estrechez de miras
debido a su fe ciega” en aquellos principios y “una disposición tan aguda como
pérfida” a luchar por ellos. Gentes, asegura Hamvas, carentes de corazón.
Una distinción, entre vida abstracta y vida inmediata, que permite al autor de La filosofía del vino ensalzar la magnificencia e intensidad de este polifacético fluido, ensalzando el amor como raíz de toda ebriedad: “El vino es amor en estado líquido, la piedra preciosa es amor cristalizado, la mujer es el amor encarnado y vivo”.
Puedes beber en cualquier sitio, pero
no te escondas jamás. Si te escondes, serás como el muslo de la mujer que no se
quitó la camisa ni siquiera en la noche de boda. Serás taimado, ciego y
perverso. […] Di siempre: “Ahora me estoy tomando un vino”. No reniegues de ti
mismo y entonces no habrá ya nada que pueda perjudicarte. […] Sobre todo no
reniegues del amor. Ni del vino.
Este librito, escrito con un singular
gracejo y una amenidad que permite leerlo en unas horas que pasarán muy
agradablemente, pone el acento sobre la “armonía de la boca” y su “trío fundamental:
comida, bebida y tabaco”, cada uno de los cuales representa, respectivamente,
el acto físico, el acto anímico y el acto espiritual de la experiencia humana.
Tan sólo existe una ley para beber, dice Hamvas: “en cualquier momento,
en cualquier lugar, de cualquier manera”. Pues para la bebida rige exactamente
la misma ley que para el amor: siempre y en cualquier circunstancia su influjo
se hace conveniente; sus productos nunca resultan superfluos, fútiles ni
desdeñables. Al contrario, “los amantes del orden son abstractos y están
cargados de preocupaciones. Angustiados por el pánico delirante que les da no
encontrar lo que buscan, se ocupan de ordenarlo todo constantemente con suma
minuciosidad”. Hamvas sigue en este sentido el dictado de Baudelaire en Los paraísos artificiales: “estar
siempre ebrio. Nada más: ese es todo el asunto. Para no sentir el
horrible peso del Tiempo que os fatiga la espalda y os inclina hacia la tierra,
tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de
virtud, como queráis. Pero embriagaos”.
El fuego del vino existe para
salvarnos. Por supuesto, hay mujeres que se lo creen y otras que se limitan a
sonreír. Insisto en que es lícito usar ese fuego para engendrar amor. Pero en
cambio no es lícito usarlo para hacer negocios ni para obtener poder […]. Pero
conviene precisar de inmediato que lo menos lícito es el pietismo y el
puritanismo: el rigor y los prejuicios, la inclinación a escandalizarse por
cualquier cosa y la gazmoñería, la moral implacable a la que le rechinan los
dientes, la meticulosidad neurópata, el capricho, el mal genio, la histeria, la
adoración de uno mismo soberbia y vanidosa.
Una pequeña y muy curiosa pieza de
colección, tan filosófica como literaria, en la que el autor efectúa con un
locuaz rigor una vertiginosa y original vuelta de tuerca sobre las costumbres
propias del filósofo –y del hombre de a pie–, siempre tan preocupado por
mantener las apariencias. Aunque “os diré una cosa –escribe Hamvas–: el
escándalo y la locura no son propios de mi comportamiento, sino del vuestro”.
No hay mayor infierno que la tierra condenada a la ausencia del vino: “El
remedio se encuentra en cualquier sitio. ¡Bebed! Lo que os ofrezco es el aceite
de la pureza, el aceite de la ebriedad. Bebed, que el vino se encarga del
resto”.
La última lección de la anatomía de
la ebriedad es la siguiente: la ebriedad es un estado infinitamente superior al
de la razón cotidiana y es el comienzo del auténtico despertar. El inicio de
todo aquello que es bello, grande, serio, placentero y puro en la vida. Es la
sobriedad superior.
Y es que ya dejó escrito Leopardi, alguien poco sospechoso de ebriedad, en el Zibaldone que “el placer del vino es una mezcla de corporal y espiritual. No es meramente corporal. Más aún, consiste sobre todo en algo espiritual”, o más tajante aún: “El vino es el más seguro, y (sin parangón) el más eficaz consolador. En suma, la fuerza; en suma, la naturaleza”.
(El vuelo de la lechuza / 25-12-2014)
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