Los tres viejos (17)
En la colina sólo el mascar se oía ahora. El
bastardito se había sentado junto al Macá, pasmado de admiración. Este deglutía
absorto. Sin darle tiempo a fijarla en la atención, y poder obligarla así a
marcar el paso, a que la cosa fuera con orden, una teoría de imágenes desfilaba
por su mente. Pasó un mangrullo, una guitarra; pasó un cepo tamaño…
pasó (por suerte, también sin detenerse) el Comisario Tigre, muy inclinado -era
su manera de montar- sobre la cabezada…
El desfile, por su
cuenta, se hizo más lento desde que apareció un “bendito” guardando en su
interior una buena, una excelente cama hecha con el recado y la carona, y con
bajeras, cojinillos, sobrepuesto. Junto con la piedra en que se paraba a tocar
diana, como estatua que se desvía con pedestal y todo, pasó a los soplidos en
su clarín dorado el mismísimo Trompa Tamanduá; llegó el Sargento Cimarrón… -A
mi Sargento no le pago ni con el otro del mundo. Todo lo que yo soy se lo debo
a él y a nadie más. -Y, se ve que por antojo del “clase”, ya no pasó nada más.
Quedó este allí, delante de los ojos del Macá, infundiéndole con persistencia una
tristeza como la que salta cuando permanecemos un rato asomados o a un poco o
cuando. Sentados a la puerta del rancho, ya dormidos la madre y los gurises,
miramos para arriba y, al toparnos con las estrellas, nos damos cuenta de lo
solos que estamos nosotros, y se nos aparece de repente eso que entonces
comprendemos que es la verdadera soledad… Ahí es que usted se da cuenta que
recién la topa como es. Porque entonces no es por nosotros, sólo, que
comprobamos que estamos solos, sino también por los que nos acompañan; porque
sentimos que ellos también están solos, hasta ese de la cunita de cuero: ¡el
más necesitado! Y entonces, al cuajar aquella inmensidad, se lleva por delante
y voltea a cualquier cosa que, de buena, olvidada de la soledad suya, nos ha
querido acompañar.
Sintió el Macá el
estremecerse de su espada. Recién ahí se fijó en el Chanchito Negro que, a su
lado, la había palpado en un sin querer de su arrobo. El Macá advirtió con un
es y no es disgusto que desde que abandonó sus proyectos de fuga no se había
hecho más caso del pequeño. Y por reparar el papel, desenganchó la cadenilla
para ofrecerle, con insólita ternura que vaya a saberse de dónde le salía, la
prenda codiciada.
-¿Quiere ponerse la
espada? ¡Tomelá! ¡Juegue, no más, con ella!
-¡Pero qué cosa! ¿Cómo va
a estar usted incomodando al señor? -saltó la abuela.
-¡Pero valiente! Dejelá a
la criatura…
La criatura ya estaba en
el patio, hecho un jefe.
El Macá buscó a su
Sargento en su mente. Pero allí había quedado sólo una estela, una sombra
apenas, que no le ofreció resistencia a su atención y se desvaneció como de
aire.
-¡Pucha! -exclamó con desaliento.
Mas lo venció en un tremendo esfuerzo. Y, ya recobrándose, tornó al Carancho y
al Chimango que mascaban ceñudos. -Esto está muy lindo, pero, y no es por
despreciar, en cuanto los señores vamos a ver si montamos a caballo. Como
quiera que sea, las horas pasan… y ustedes ven que yo tengo que enterar a Don
Juan de mi misión.
Aprobó el Carancho. Ya
iba a hacerlo también el Chimango, cuando se oyó acercarse doble galope.
-¡Ahí están los compañeros!
-previno incorporándose, el Carancho. Se dispuso el trabuco en el cinto,
apoderose de la lanza y a la dueña de casa saludó, diciendo con empaque:
-Señora, muchas gracias
por las achuras que da… ¡y a ver si otra vez nos tiene más confianza!
-¡Cómo no! Lo que es otra
vez, usté va a ver, don Carancho… -Y usté, don Chimango -se dirigió a quien a
su vez se despedía, también lanza en mano. -Y usté mocito, y disculpe -agregó,
saludando al joven miliciano.
En el patio ya, el Macá
recuperó su espada.
-Cuando usté sea grande,
yo le voy a regalar una… todavía mejor que esta.
El Chanchito Negro lo
siguió extasiado hasta el malacarita.
-¿Cómo te va, Macá? ¿Pero
estabas vos también aquí? ¡Pero qué cosa más grande!
Así no le paraba la oreja
al que llegaba apareado al sobrino: un jinete de rojas bombachas militares y
rabón saco de particular.
-¡Sí, aquí estoy yo,
también, Carpincho, aquí estoy yo, también! ¡Y de veras que esto es cosa
grande!
Caracoleaban los pingos al sentir el asiento de sus caballeros, cuando algo cuchicheó el Carancho al oído de sus lanceros, Cabecearon estos, mirando de soslayo a los dos recientes ex-policías y, con imperceptible tirón de riendas previsor, se quedaron atrás.
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